Eres feo, no lo vamos a negar. Tampoco eres de raza, por más pelado que tengas gran parte del cuerpo. No haces trucos ni siquiera cuidas la casa, duermes todo el día y comes ahora pura comida especial pues ya ni dientes tienes.
Tu llegada a casa fue tormentosa. Mi abuela Hilaria me reclamaba que le busque un perro calato para calentar sus huesos. Todos los días la cantaleta hasta que, una enamorada del hermano de una amiga (je) me dijo que en su barrio su vecino quería regalar uno. Buscar la bendita casa me costó media mañana de mi ocupadísima vida universitaria (jeje) y cuando la encontré, un poco más y te tiraron a mis manos con dos muditas de ropa para el frio. Había algo allí pero no me di cuenta.
Todo el viaje de retorno a la casa en combi me mordiste y, después de entregarte a mi abuela, continuaste mordiendo todo lo que te encontrabas, hasta que ella, desesperada, me dijo: —¡Regresa a este animal del demonio o sino hazte cargo tú que es tu perro!
Años viví con esa broma fácil, pero que hacía memoria de mi culpa propietaria. Ya prometí escribir tu historia, más grande y con detalles de tus malcriadeces, desventuras en los viajes, comodidades y privilegios de vivir con mi abuela hasta el fin de sus días y esa extraña herencia que recibí cuando me mudé al nuevo departamento en casa de mi madre. Contaré tus amores, hijos tardíos, heridas, ceguera prematura, vejez que obliga a que vivas abajo y ya no cerca mío.
Eres feo, pero eres mi perro. Tampoco eres de raza, pero eres más noble y fiel, porque gastaste tu vida dándole el calor a las reumáticas piernecitas de mi abuela, durante todos esos años, sin falta y con amor. Eso te hace el más bendito de los animales, hermoso de alma y ser.