Guitarrazo

Sus dedos huesudos tocaban las notas tristes y alargadas de la canción: “Y cómo es él” de José Luis Perales. Estaba paseando de salón en salón en la Picantería “La Fiera”, alargando la voz, repitiendo el estribillo, moviéndose al compás de alguna sonrisa nerviosa que arrancara su canto. No consiguió más que dos soles de alguna pareja algo apurada por irse. Reconoció entonces a la mayoría que allí estaban almorzando. Eran las doce del mediodía de ese veinticuatro de diciembre y sus canciones estaban espantando clientela. Ese era el mensaje que le mandó el jefe de mozos con los ojos.

Trató de cambiar de canción, pero no pudo, algo se le rebelaba en el pecho. Un mensaje de texto leído a la volada esa mañana, la mala cara de su pareja, Julián, que en una mesa la esperaba. No soportó más el dolor que andaba arrastrando como alma en pena y cantó fuerte y claro: “Queeeee soooomoooosss amantes, que lo sepan todos…”, lo cual terminó de incomodar a varias parejitas que bajaban la vista y hasta apuraban el chaque de tripas de lunes que se ofrecía como menú al inicio de semana.

No era gratis el disparo. Los conocía a muchos. Parejas de viernes y sábados que llegaban hasta el local, algo alejado del centro de la ciudad. A los varones los reconocía mucho más, sus formas grandilocuentes de hablar, sus gestos de preocupación, de nerviosismo. Los “tasaba” muy bien, para eso tenía muchos años de tocar en lugares así. “A los sacavuelteros se los huele a los lejos”, se decía. El jefe de mozos se le acercó. “Ya te jodiste Irma, vete nomás hoy no hay almuerzo para ustedes, la dueña está cansada de repetirte que cantes otras canciones”.

Pudo irse por la paz, además aún podía llegar a La Capitana, o a la Cau Cau, ese día de vísperas de Navidad daba varios recorridos y sacaba buen dinero. Ya se le pasaría a la dueña y volvería a cantar. Pero la ira se le estaba acumulando, como un dique a punto de rebalsare en época de lluvia y la lloclla se le salió del alma: “¡A mí nadie me bota! ¡Yo canté canciones con Los Dávalos, ¿Qué se habrán creído?”. El silencio se quebró estrellándose en las manos que la aplaudieron, creyendo que era parte del show. Aun cuando varios trataron de evitar que la sacaran, estaba ya su menuda figura con la guitarra en mano en la vereda.

Julián salió detrás, y, tomándola del brazo, se la llevó calle arriba. “¿Qué te pasa? ¿Se te subió de nuevo el anís?”. Le dolió el insulto velado. Sí, desde hace más de cinco años que se terminaba casi media botella diaria, no de una buena botella de Anís Najar, sino de un alternativo de la Álvarez Thomas. “La vida es cruel”, se repetía como un mantra cada día, mientras apuraba el último trago antes de salir a cantar por bares y calles a partir de las once de la mañana.

Mientras era casi llevada a rastras por ese hombre, le resultó irreal la situación. Ella había estudiado música en la escuela Dunker Lavalle, provenía de una familia decorosa con un buen padre y madre, pensaba. Había estudiado en el Colegio Padre Damián y hasta había cantado canciones con Los Dávalos. Ganó un concurso de canto de Radio Arequipa y pudo haber grabado un disco, pero…

Cayó en cuenta de la realidad. Se dejó llevar por ilusiones que no concretaba. Orgullos extraños que la hacían rechazar ofertas, sueños de llamadas que nunca sucedieron, el facilismo de no arriesgar por composiciones propias. Lo de Los Dávalos fue tan fugaz que ni llegó a ser una gira, en realidad. Otro tema era el refugiarse en esos amores largos que solo le traían malos finales, como el de ahora, que iba por los seis años, con él sin trabajo estable, acompañándola a veces con el cajón, dependiendo de su humor y viviendo ambos de las rentas del alquiler de un departamento que le dejaran sus padres y ellos viviendo en el cuarto de la azotea, convertido en una extensión rara de cachivaches que sus hermanos subieron para no verlos y las cosas que ella misma traía de la calle, porque creía que le servirían alguna vez.

Se miró por un momento, deteniendo a su vez al impaciente amante: sus zapatos raídos, remendados a las justas por no llevarlos al zapatero o gastar en unos nuevos, su vestido que alguna vez fue rojo y ahora una mezcla indecible de tintes sobrepuestos que colgaba en su cuerpo sin las curvas que antes lo sostuvieran. Su guitarra ajada y maltrecha, con cuerdas forzadas a estar tensas a fuerza de la buena construcción del artefacto, hecho por los Fernández de Puente Bolognesi, que por el cuidado de la propietaria. Se recordó esa mañana en la visión del espejo, sus patas de gallo de cincuenta y cinco años, sus labios caídos a fuerza de tristezas y cigarrillos mal apretados. Los ojos rojos de la insuperable resaca, las arrugas surcadas por el sudor de caminar y caminar día con día. Lo último que quiso ver eran esas manos, pero lo hizo. No eran las suyas, esas delicadas manos que aprendieron con los mismísimos Hermanos Azpilcueta, tan fuertes al rasgar las cuerdas, tan suaves para apenas tocarlas en los punteos. Quiso llorar. Pero no, una sensación mayor la llenó.

Julián, a su lado, no entendía nada. “Apura, qué te detiene”. “Tú”, dijo en un susurro para luego gritarle: “Así que te irás con Juana este fin de semana ¿no? ¡Pues vete de una vez!”, dijo mientras le daba en el rostro con la guitarra. Un sonido se esparció por el ambiente de la calle, para que escucharan los taxistas, los paseantes con sus bolsas de regalos, los niños y sus juguetes en mano adelantados, las señoritas con sus novios de fantasía, las esposas viviendo sus engaños particulares, los jóvenes creyendo que nadie sabía de sus secretos ante la pantalla, todos enfrentados a ese sonido particular y único de una guitarra rompiéndose en pedazos.

Irma estaba lejos del drama. Sin saber si hirió o no a su ahora ex pareja, iba decidida a dejar se cantarle a otros historias de amor y componer las suyas propias, a tirar esos cachivaches que superaban su respiración y a comprarse una nueva guitarra, obvio, de los Fernández, una más dura si era posible para dejar en claro su mensaje a Julián. “¡Y me voy a comprar esos zapatos de Ojeda, así me cuesten cien soles”, se dijo mientras apuraba el paso y su espalda se enderezaba, su andar cadencioso volvía y su cabellera flotaba libre en el viento de la tarde.

Por: Sarko Medina Hinojosa

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