
En los ochentas los Pitufos reinaban en mis vacaciones. Miraba el programa en Canal 6 “Continental” durante las mañanas domingueras. A las nueve empezaba la canción inicial y me sumergía en ella. Era un mundo maravilloso de fantasía. Hasta me creía la parte final en la que el narrador aseguraba que, si te portabas bien, podrías algún día ver a un pitufo “pitufando” por el jardín.
Me portaba bien, como Papá Pitufo pedía a sus pitufitos. No me portaba como Gargamel, su terrible enemigo, que quería comérselos o hacer oro. Menos como su gato Azrael. El que sí se portaba igual de travieso era mi primer gato, llamado justo como el del brujo narizón y casi calvo.
Era hermoso de pequeño. Tendría yo unos 6 años cuando la Candarabeña, su esponjosa madre, parió cinco gatitos tiernos y repeludos, que parecían más arrebatos de algodón de dulce con minúsculas garras que felinos clásicos y techeros, todos esbeltos, pardos y ladrones. Eran finos, ya que eran de raza Angora, una de las más antiguas de felinos domésticos, originaria en Ankara, Turquía central. Así que ya-no-ya era mi gato.
Antes de seguir tengo que explicar que era la década de los ochenta y las mascotas no eran parte de la familia o recibían el respeto y cariño como actualmente se les tiene. Las mascotas tenían un fin utilitarista. Los gatos servían para cazar ratones, los perros para cuidar las casas. No pretendo juzgar, pero si hago la aclaración es para que tampoco se juzgue con rigor las maneras cómo se trataban a los animales caseros en mi familia. Eran otros tiempos.
Así que entenderán que en casa se necesitaba un solo gato. Así que, luego del tiempo para fortalecer al pequeño plomito con blanco que escogí como compañero, sus hermanos y madre desaparecieron. Le puse de nombre como el dibujito que me encantaba ¡Y vaya que hizo honor a su nombre entre demoniaco y caricaturesco!
Mientras crecía, su esponjoso pelo era la envidia de los vecinos, los cuales querían acariciarlo. Sonaba en la radio la canción de Debbie Gibson, Electric Youth y mi gatuno amigo era una fuente de descargas al acariciarle el lomo. Rápidamente aprendió su labor de pescar ratones, pero no se los comía el desventurado, sino que los traía a la cocina y los dejaba a la entrada, como para decir que cumplía con su labor pero que, si queríamos que se los comiera, debíamos prepararlos a la chorrillana por lo menos o en adobo. Eso sí, nunca se robó comida, a pesar que la carne en charqui colgaba de nuestro tendedero a su vista y paciencia.
Lo otro que aprendió es que había muchos gatos y gatas techeros en el vecindario de casas, en su mayoría de primer piso y fáciles de explorar. Poco a poco se perdía un día, dos días, al tercero llegaba todo ensangrentado. Descansaba unas semanas y luego dale a perderse. Con el tiempo emuló a su homónimo creado por el caricaturista belga Peyo y llegó con una parte de la oreja derecha faltante. Luego de unos meses fueron los dientes, parte de la cola. Su belleza se diluía en post de sus aventuras. De parecerse a Rick Astley en el video de Never Gonna Give You Up, así canchero y encantador, terminó como “Church”, el gato revivido en la película Cementerio de Mascotas.
Para un niño de mi edad, lo que pasaba era que luchaba contra otros gatos. Parte verdad, parte información que me ocultaron en casa porque aún no debía conocer los ritos reproductivos de los gatos. Azrael no duró mucho tiempo más en las cuitas del amor. Lo sabemos porque un día desapareció… y no volvió.
Mi gato era hermoso, con su cola esponjosa y su manía de acurrucarse entre mis piernas cuando empezaba a leer Así es la Vida de las revistas Selecciones que coleccionaba mi Tío Max. Así lo recuerdo, como un gato bueno, algo enamoradizo, pero digno de haberse encontrado en alguna de sus correrías con algún pitufo, y bueno, hasta le disculparía habérselo merendado, fíjense.
Coda: Años después, divisé en el muro con la casa vecina a un gato esponjoso, blanco y plomo. Quise acercarme y escapó. A esa edad los misterios de las peleas nocturnas de mi mascota felina estaban aclarados. Ese encuentro me dejó la sensación que, en alguna ocasión, tanta pelea tuvo su fruto y la herencia de mi bello gato estaba desperdigada por el mundo.