Por: Sarko Medina Hinojosa

“Mi Mamá Hilaria cocinaba el mejor estofado del mundo. Fin.”
Cada cual tiene en la mente algún potaje de alguna de sus abuelas que es incomparable y, la medida de sabor o gusto por algún plato se mide en si es parecido al que preparaban ellas. Ni Gastón Acurio ni la Tía Veneno de la esquina pasan la prueba si no se parece a las ricuras que preparaban esas manos arrugaditas cual pasa.
Yo aprendía a cocinar más bien con ella. Fue una cuestión de vida o muerte. Es decir, la mía, porque se le metió a mi ancestra que debía aprender a cocinar. “No quiero que sufras como tus tíos”, fue una enigmática frase que se le escapó y que recién, años después, comprendí.
Hasta ese entonces me encargaba de prender el Primus, pero ahora era ya no solo era darle bomba como desquiciado al primus que teníamos, echarle kerosene al platito del quemador sin que rebalse y luego prender el fuego con riesgo de incendio. Y si se tapaba échale a la “aguja”, que era un hilo de metal ajustado a una lámina. Muchos hemos perdido la vista en esos intentos, porque de pronto se destapaba el bendito asunto y te bañabas en kerosene y corrías a lo bonzo, quemándote en tus propios jugos.
Pues a Hilaria se le metió que cocinara, que aprendiera a freír siquiera un huevo. Bueno eso fue fácil, luego de la amenaza de que no cocinaría más si no aprendía a dorar un futuro pollo en la sartén. Y de verdad no cocinó. Vencidas las rabietas y con el estómago suplicante de comida, accedí a que se me enseñé el arte de quebrar el mejor de los protectores naturales del embrión polluno y desparramar en aceite caliente el contenido. Una proeza que me certificó como freidor profesional que hasta con bordes crocantes y yema cruda sacaba en tiempos precisos para desayunar y seguir con la vida.
Alguna vez ya conté que el que hacía el mercado en casa era yo. Por una suerte de que mi cara de chibolo apaleado y monse despertaba caridad y me llenaban de hierbas como apio, hierbabuena, culantro, huacatay y demás la bolsa de mercado las caseras y porque la carne me la daban suavecita. Veinte soles me alcanzaban para el recado de los dos. Veinte soles juntados centavo por centavo en la tiendita de la esquina. No había lujos, había amor.
Me estoy perdiendo del tema. Perdonen.
El tema es que mientras aún no salíamos del asombro del Smooth Criminal de Michael Jackson en la radio, ese verano del 89 se presentaba la mar de aburrido. No tuvo mejor idea mi abuela que terminar de perfeccionarme en las artes de la cocina, como el graneado del arroz que, si bien sería lo más básico, tiene su gracia y maña. Una medida por dos de agua reza el dicho, pero, antes siquiera de pensar en lavar los granos camanejos, había que escoger y sacar los gorgojitos y piedritas, no se te vaya a quedar una muela partida en medio del deguste. Luego lavar tres veces y listo para la olla en la que debía haber rehogado ajitos y aceite, luego el agua, luego la pimienta entera y medio tapar la olla. Cuando estuviera hirviendo y en un momento en que prima el cálculo diferencial y teoría de cuerdas, bajarle el fuego y colocar la latita. Listo, arroz graneado.
Un día, de esos que Borges anunciaba en sus cuentos bajo misteriosos enigmas, se le ocurrió a mi abuela que hagamos ceviche. Pues bien, la recomendación fue comprar Jurel, porque era barato. Luego de lavar, eviscerar y sacarle esa línea dura del lomo, vino la parte lamentable de sacarle una por una las espinas para que quede solo pulpita. Luego que, que de que, cómo se hace el cebiche mamá Hilaria, no sé, tu sabrás, yo no sé, pero debes haber visto en la tele, qué haces metido allí todo el día entonces, pero no pasan recetas de cocina, y ese tal Gastón, ese es un español, pero sus recetas son de España, ¿allá no hacen cebiche?, no para nada, pero es fácil, bueno vamos a ver, qué lleva, limón y cebolla, claro eso lleva y tomate, ¿tomate? Estás seguro, sí, claro, por supuesto. Y allí estaba el Sarko pelando tomate y cortando, para preparar la mejor zarza de pescado que se pudo hacer. Felizmente no pasó nada y el mundo siguió girando pese a la herejía cometida.
PD: Quedo rico nomás.
PPD: Tenía 11 años no me juzguen.
Relato aparecido en el Semanario La Central:
