Desierta la sed del hombre, sin algo para beber, tanteando tal vez un manantial en tu ser. Más tarde que después te hallará, en algún juzgado terrenal, si te apiadaras de su clamor saciar…
¿Vendrás?, pues estamos tantos y tan pocos, y miramos que eres mucha y escasa para todos y te escondes en tus redes y nos derivas a la muerte solitaria de no saber más de lo sabido en nuestras memorias y después ¡QUE!, seguirás huyendo de nosotros como el cruel conejo del hambre del lobo, hasta cuando nuestras secas palabras te adularán y te pondrán en pedestal de gloria y tú, cual vil escoria, tratarás a nuestra ansiedad de saber más de lo que dicta nuestra perdida moral, que no hace más que sacrificar la libertad inherente en cada cual de nuestras conciencias, no tienes razón de morir en vano; ¡Revive!, brota como el pájaro que se quemó en sus propias pasiones, ¡Vuelve!, si estuviste, o nace si nunca empezaste, porque tantos estamos en espera dentro de nuestras conchas de metal, ansiando tu voz con solo nuestras fuerzas encausadas en un río de pálida-rojiza vergüenza, la que nos hace seguir en días de días, en la cruel senda de nuestras culpas; ¡Culpas?, si tantos y tan pocos sabrémonos culpables de humanas acciones y así levantamos la voz para preguntar: ¿Dónde llegarás?, ¿A quién en tu manto acogerás?, y seguimos el paso, en varas y mallas, en alambrados y reflectores, en barras y ranchos rancios, en patios cerrados, en sólidos muros y visitas cada miércoles, esperando tiempos, generaciones y dioses, cómo la cascada que limpiará nuestros corazones y parará la sed, ¡La gran SED!, de los que estamos en muchos y grandes monumentos a la Ley del Hombre, y que te ansiamos día a día en el desierto de nuestras esperanzas marchitas en papeles membretados, que navegan en el mar de los sellos de idas y vueltas entre secretarios malhumorados y licencias para comer de días y meses que archivan esos mustios pétalos donde van impresas las ganas de ver de nuevo el sol desde la plaza del pueblo, de la ciudad, de la calle que nos vio parir.
Mientras llegas, nuestra fe, finita o inconmensurable es, ya te puso un nombre, te marcó con su deseo y te llamó: ¡JUSTICIA!
A los 42 el cabello no obedece y las canas no piden permiso el cuerpo no quiere pero las ganas pueden la ropa es de década en uso los amigos se vuelven imprescindibles la muerte te golpea más duro los recuerdos son de acuarela los «hubieran» pesan más las alegrías son sinceras el café es sangre y circula a borbotones hay un ojo que se entrecierra suspicaz una pierna empieza a curvarse aún puedes desbarrancar a algún faltoso pero ya estás en la edad de saber que no servirá de nada sabes porqué opinas como opinas pero te da flojera explicarle tu vida a los demás escribes en la mente historias que en la tarde olvidas la memoria te hace bromas y te recuerda cosas que prefieres olvidar y te devuelve lloros que aguantaste 20 años en soltar estás en la mejor época pero sabes que llega el atardecer lo que digas definirá lo que se viene y ya no hay décimas oportunidades a los 42 sabes tan poco como a los 8 pero lo que sabes por lo menos te es útil para esquivar una bala sobrevivir si la cosa empeora a limpiarte la vida y el cuerpo con hojas del campo a hacer fuego para quemar al mundo si es necesario y cantas y bailas y ríes y amas y abrazas como si ya no hubiera mañana y duermes y consumes como loco todo el arte y opinas y comes y vuelves a ver la misma película porque quieres y escuchas la misma canción seis meses sin vergüenza como si nadie te reconocerá en el epitafio adelantado, que escribes, mientras esa barba, revoltosa, nunca por nunca, obedeció al régimen de tu cara