Monstruos ocultos

Por: Sarko Medina Hinojosa

Luego que terminara sus estudios de Contabilidad y se separara de su papá, la mamá de Joaquín empezó a trabajar en un estudio por la Plaza España. A veces tenía que quedarse hasta muy tarde, pero cuando regresaba, llegaba ebria, con una botella en la cartera y con galletas Charada como recompensa y culpa para el niño.

Las tardes de ese verano, con 10 años cumplidos, se las pasó leyendo sus revistas de historietas argentinas. Las páginas de El Tony, D’artagnan y Nippur Magnum, llenaban la imaginación del pequeño, atraído aún más por las aventuras donde los magos eran los héroes, maestros y hasta villanos. Cambiar la materia, le atraía.

Por eso, con varias cosas que tenía a la mano en casa, armó su taller de alquimista. Había unas garrafas de vidrio, que en su época contuvieron pisco o vino, pero ahora lucían unas mezclas de diferentes colores y olores. Eran la base de sus hechizos. Una tenía mezclas raras de brebajes secretos encontrados en la cocina, como “aceite de ricino”, “sal de sangre de murciélago”, especias traídas desde “oriente por los magos de Cagliostro”, combinadas con el “sudor del mago Fumanchú”, oscuro como el alma de Drácula. Para otra de sus mezclas usó a escondidas los secretos que su madre ocultaba en una caja. Estaba llena de pastillas pasadas. Para Joaquín eran combinaciones de “magia de los grandes Brujos de la Galaxia de Andrómeda”, traídos por el “gran Gilgamesh” en algunos de sus viajes por el tiempo. En otro, había arañas, mariquitas, grillos, hormigas y hasta una cola de lagartija que huyó por entre las cucardas cuando intentó atraparla, flotando en un líquido verde, producto de echarle la esponjita interna de uno de sus plumones gastados.

Su casa estaba en una esquina del barrio. Había un cuarto grande que servía de almacén, le seguía el callejón de entrada, luego dos cuartos, uno para él y su mamá, terminando la cocina. Todo lo demás era una suerte de huerta y un espacio lleno de piedras.

Mientras estaba una tarde realizando la “trasposición del alma del rey Arturo hacia un Lobo Vikingo”, cayó cerca una pelota pequeña de color azul. No era la primera vez que sucedía. Sus vecinos, por la parte de arriba de la casa, los fines de semana, recibían la visita de amigos o primos y armaban unos juegos con diferentes objetos, los cuales muchas veces caían en la casa de Joaquín. Entre casa y casa había una pared de diferencia, no muy alta. Así, pelotas, boomerangs, hasta pistolas de plástico y muñecas salvaron la barda y llegaron a sus dominios. A veces la pedían a gritos y, sin decir nada, Joaquín las devolvía tirándolas. En esta ocasión estaba por hacer lo mismo, pero una cabeza asomó por la pared.

—Oye no pases no es tu casa —oyó que sus vecinos le decían a esa cabeza con cabellos crespos.

—No pasa nada parece que no hay nadie. Esperen. ¡Oye niño!, ¿Viste la pelota que pasó por aquí?

—Sí, aquí está.

—Aquí hay un niño, me va a pasar la pelota —dijo el chico mientras seguía apoyado con el estómago en la línea de ladrillos.

—Oye y ¿A qué juegas?, ¡Miren! tiene un montón de botellas y cosas.

—Juego a la alquimia.

—¿A la qué?

—Es como hacer magia.

—¡Súper!, oigan el chico de al lado nos invita a ver su juego de magia, ¡Vamos!

Joaquín no entendía que había pasado, no era de conversar con nadie en el barrio, aún su mamá no le permitía salir y sí salía era para visitar a sus primos en Cerro Colorado. En eso pensaba cuando ya estaban tocando la puerta de la calle.

Los hizo pasar con timidez.

Eran seis, tres varones y tres mujeres, algunos de su edad y otros algo mayores. Su alegría y curiosidad lo contagió, en especial al verlos interesados en su laboratorio secreto.

—¿Y qué cosas saber hacer?

—Pues mezclo cosas y eso.

—Pero, ¿Para qué?

—Para jugar, no es que sea de verdad, solo para jugar.

—Oye, pero eso de la brujería es malo.

—No, los grandes alquimistas usaban su poder para el bien, como Merlín.

—Había malos, mi mamá me contó de una bruja mala llamada Morgana.

—Pues sí.

—Y en las películas de dibujitos los malos siempre son hechiceros. Mejor no lo hagas.

—¡Puaj!, ¿Qué hay aquí?, huele feo.

—¡Miren aquí hay animales muertos!

—Son insectos.

—Oye tus juegos son raros.

—Solo es un juego, no hago nada malo.

—Claro que sí, matas animalitos.

—¡Son insectos!

—Pero en mi clase de catequesis me dijeron que todos los animalitos son hijos de Dios.

—¿Y qué haces cuando aparece una araña en tu cuarto? —Salió a defender a Joaquín el chico de los rulos.

—Pues papá la mata.

—Ves, el chico solo está jugando, así como juegan ustedes a darle a los pajaritos de su árbol o cuando se tiran la pelota entre ustedes, ¿o no se divierten dándole con la pelota a Juancho?

—Eso es verdad, se ríen, pero a mí me duele.

—Ja, ja, ja.

Se rieron mucho recordando también que se burlaban de la voz de tal o los codos de cual. Joaquín respiró algo aliviado, pensaba que lo iban a seguir criticando. Los llevó a la huerta para que vieran los insectos que vivían allí, desde las arañas, hasta los chanchitos de tierra que se ocultaban debajo de los ladrillos, también las hormigas y sus hormigueros llenos de huevos blancos y las mariquitas. Luego les invitó sus galletas. Estuvieron un rato más y se fueron.

A la semana siguiente no fueron los niños a jugar a la casa vecina así que no hubo bulla. La siguiente sí. Joaquín preparó su laboratorio por si querían venir a visitarlo. Pero nada ocurrió. Buscó, en esos días, algo novedoso para sus pociones, para hacer más interesante su juego. En el cuarto de los trebejos, encontró una chombita de cerámica, tapada con barro. Recordó que su mamá trajo ese recipiente desde Locrahuanca, lugar donde vivían sus abuelos. Esa noche le preguntó si contenía chicha, su mamá, entre cansada, mareada y mirando la tele, le explicó que no, que eran los restos de un demonio llamado Jarjacha, que su tatarabuelo logró dominar. Estaba algo eufórica así que se puso a conversar con su vástago.

—¡Una jarjacha!

—Sí, allá en la tierra hay muchas leyendas, así como las que tu lees en tus libros y revistas, pero allá son reales. Tu ancestro era un apucamayoc, una especie de chamán protector. Tenía que atrapar a ese demonio porque era su propio hijo, transformado por el Supay por ser avaricioso.  

—¿Y por qué conservan sus restos?

—Yo no creo en esas cosas, pero le juré a tu abuela que traería eso y lo escondería. Según ella la maldición permanece y, cualquiera que toque esos restos puede transformarse en lo que quiera, así que para evitar que alguno en el pueblo por ambicioso se lo robe, pues me pidió traerlo.  

—¿Un apucamayoc es como un brujo?

—Creo que sí.

—¿Y eso se hereda?

—No pienses cosas, tú eres curioso porque lees mucho, demasiado a veces, no porque tengas poderes, además en la ciudad esas leyendas no funcionan, la gente no cree y para que esos demonios aparezcan debe haber creyentes. Deja eso en paz y comete tus galletas.

La siguiente semana escuchó a los chicos, pero no le dijeron nada.

Pasó una semana más y empezaron las clases. Joaquín se olvidó de estar atento a la casa vecina. Un sábado se le ocurrió jugar al apucamayoc que desenterraba los restos de un tapado lleno de oro. Había conseguido que su mamá le comprara un libro sobre leyendas andinas y estas le ocupaban su imaginación ahora. Estaba en esas cuando un tipo plato de plástico pasó flotando lento y cayó despacio en medio de las tunas.

No escuchó la consabida frase. Esperó un poco, pero nada. Recogió el artefacto y se acercó a la pared para escuchar mejor.

—No hagas ruido, de repente está allí ese niño horroroso.

—Sí, no digas nada, mejor sigamos jugando y cuando llegue tu mamá que vaya a pedirlo,

—Mejor, no vaya a embrujarnos o peor, hacernos beber sus menjunjes.

—La vez pasada que comí esas galletas se me soltó el estómago, seguro estaban embrujadas.

—Es muy raro.

Joaquín se sintió mal. Esa última frase la pronunció el chico del cabello con crespos. Nunca pensó que en realidad lo que hacía era malo. La vergüenza lo inundó. Claro, no lo vio antes, pero sus juegos no se comparaban con los juguetes que usaban sus vecinos. Miró el plato de plástico. Se quedó quieto un momento, con las lágrimas queriendo liberarse, con el sollozo a medio explotar. Respiró. Pensó. ¿Qué haría su tatarabuelo en una situación así? En silencio se fue a buscar algunas cosas.

—Hola tengo su plato, se los voy a pasar, pónganse cerca de la pared para que se los alcance.

Los chicos se sorprendieron pues había pasado una media hora, pero igual se acercaron, queriendo ser quién reciba el juguete. En eso vieron por la pared aparecer a Joaquín por el muro y dejar caer el frisbee. Al correr todos a cogerlo, recibieron un baño de las pociones combinadas echadas de un balde, con un agregado sanguinolento.

El niño los vio transformarse en una especie de llama, con patas alargadas y cuellos terminados en rostros humanos, gritando y llorando. No le sorprendió la transformación, estaba convencido que su deseo se cumpliría.  

El chupacabras atacará de nuevo

chupacabras

El novio de la hija mayor de la familia era un gringo alto con mirada fría. El primer error que rompió el hielo de su llegada fue decirle “inglés”. Allí entró en una explicación del porqué Escocia era el mejor país no independizado del mundo y que los “usurpadores”, como llamaba a los ingleses acompañada la expresión de una palabra universal que era un insulto, algún día pagarían por la humillación. Cualquiera que fueran sus razones patrióticas, el enorme escocés después de eso se ganó la simpatía de todos los familiares de muy arraigada estirpe arequipeña y hasta sonrieron mentalmente recordando que también la región se consideraba “separatista”.

Chapurreaba el visitante un español básico, así que la mayoría de veces la enamorada veinteañera, estudiante de psicología en una universidad local, era la traductora. El padre de la familia aceptó de mala gana que el pretendiente virtual llegara desde las antípodas a su casa, en Sachaca, barrio tradicionalista de la ciudad, enclavado en medio de una campiña llena de chacras y establos. Si dio el permiso finalmente fue porque la amenaza de la hija de viajar al encuentro del gringo era más que posible, así que mejor traer al enemigo para tenerlo cerca y vigilarlo.

Los primeros días fue gracioso ver al pobre tratar de comer los potajes contundentes de la región. Los chupes seguidos de los segundos llenos de arroz y papa pusieron a prueba al pálido espécimen. El llatan que acompañaba las comidas lo hacía sudar, pero resistió estoicamente. El tomar de una sola sentada un enorme vaso de chicha con cerveza negra, lo hizo entrar en la familiaridad de ese primer domingo.

El resto de la semana transcurrió lánguidamente en una ciudad que no se comparaba con Edimburgo, de donde era el escocés de ojos verdes. Arequipa es una ciudad circundada por tres volcanes, llena de historias que el padre contaba con ayuda de la hija y llena de novelerías que le contaba la madre al visitante, sin ayuda de la hija porque al final solo era necesario que la escuchara, no tanto entenderla.

Justo por esos días se desató la noticia sobre el “chupacabras” que se despachó en una noche a cuatro ovejas, propiedad de algunos chacareros del barrio.

—My no saber que ser shootpakapras.

—No Dereck, es “chupacabras”, es un demonio de la sierra que se come a los animales de granja chupándoles el interior —le explicó pacientemente el papá, traduciendo la hija y asintiendo finalmente el visitante, abriendo los ojos cuanto más le contaban del supuesto ser que en esos días atacaba cerca de la casa en la que estaba alojado.

—Cómo ser ese shootalabras.

—Es chupacabras, bueno la cosa es que es una criatura que tiene la piel de un reptil, así, con escamas duras de color verdoso. Tiene unas espinas a lo largo de la espalda y sus manos terminan en unas garras que cuando se acercan a las ovejas ¡zas! Le abren el estómago y se comen todo lo de adentro ñam ñam.

Esa última parte de la descripción no fue necesaria de traducir ya que el salto que metió Dereck fue de risa general, hasta él mismo se rió de su temor.

—Good history papa Alejandro —dijo entre risas el gringo, sin que la forma confianzuda de llamar al regente de la casa se percibiera en ese momento de alegría y de anécdotas.

La hija aprovechó para anunciar que el domingo su novio prepararía un plato tradicional de su tierra. Todos aplaudieron. El sábado por la noche, en completo secreto, pero vigilados auditivamente por la madre y el padre, los jóvenes se divirtieron haciendo un desastre en la cocina a puerta cerrada. La mañana del domingo, como era costumbre todos fueron a participar en la Misa dominical en el templo central. Luego comieron barquillos, raspadillas y regresaron a casa, donde les esperaba un almuerzo especial.

Sentados a la mesa estaban, aparte de los papás, los dos menores hijos y el mayor que llegó como todos los fines de semana, con su esposa y un pequeño en brazos. Todos sentados en la mesa esperaban la delicia escocesa que traerían de la cocina. La puerta se abrió y Dereck entró con una bandeja tapada con una de las ollas de la madre. Puesto en el centro el plato improvisado fue destapado para mostrar una especie de pelota amorfa de color gris verdoso que humeaba por lo caliente.

Nadie se atrevió a decir ni una palabra. La hija que entró en ese momento trayendo arroz y papas hervidas junto con algunas verduras cocidas, dijo alegremente: —¡Es haggis! —como si hablara en chino, todos los viandantes la miraron— Es un plato tradicional, coman y no sean malcriados que nos hemos demorado bastante en hacerlo, al final les cuento de qué se trata.

Una vez repuestos y para no causarle mala impresión al pretendiente, todos esperaron con paciencia que se abriera la bolsa parecida a un blader mal inflado y de allí saliera unos pedazos de carne de diferentes matices mezclados con lo que parecía un rehogado con cebollas y otras cosas más. Pero el sabor no era malo, al contrario era agradable, rico mientras aumentaban las masticadas, la textura de la carne recordaba al rachi de panza o a los chunchulies o caparinas.

Mientras duró la comida se hablaron de diferentes temas. El escocés explicó algunas cosas sobre el tema de las mentadas faldas y sobre los deportes con lanzamiento de piedras, mientras que los varones de la casa se lucieron contando cuentos y leyendas, incluyendo la que estaba de moda sobre el chupacabras. Al final de la comilona, y abriendo una botellita de vino de las que celosamente se guardan en el mueble de la sala, el padre preguntó, mientras sin disimulo se desabotonaba el pantalón para darle libertad a la panza llena.

—Oye hija y al final ¿Qué tenía el plato que nos has servido?

—Es una comida hecha con el pulmón, el hígado y los riñones del cordero que se mezclan con otras cosas más y se cocinan en el estomago durante horas, por eso nos demoramos ayer tanto Papá —terminó por decir la única hija del matrimonio, aquella pequeña de rulos negros, tan bella, tan inocente para sus padres.

—¡Carajo! ¡Tú eres el chupacabras! —gritó el padre mientras se paraba rápidamente sin percatarse que el pantalón se le cayó, cosa que nadie de la familia pudo ver ni reirse porque corrían hacia los baños de la casa para tratar de sacar de su interior el potaje que, estaban seguros, era producto de la matanza de indefensos animales, encontrados destripados y divulgadas sus fotografías en todos los medios de prensa de la ciudad.

—¡No! ¿Papá, qué te pasa? Dereck no es ningún chupanosequé ni nada.

—Pero hija, todo encaja —dijo el padre mientras se levantaba el pantalón e iba a una esquina de la sala donde una escoba esperaba por coincidencia que la tomaran y fuera alzada en alto cual la espada de Eduardo I.

—Deja eso Papá, ¡Mamá, dile a mi padre que no amenace a mi novio!

—No puedo hija porqu… (brrrrrrr)

El pobre escocés no sabía de qué se le acusaba, pero intuía que allí iba a darse una batalla parecida a la del Puente de Stirling, así que se preparó con los puños en alto para resistir a lo William Wallace.

—Pero Papá ¿Qué hablas? Lo del cordero lo compré en el mercado San Camilo.

—No trates de encubrirlo hija querida y hazte a un lado que tengo que vengar esta afrenta, en mi casa no puede haber un asesino de pobres e indefensas ovejas, aún por más rico que estuviera esa cosa con nombre de pañales.

—Papá entiende yo compré los bofes y las tripas, deja eso ya por favor que me va a dar un ataque de nervios.

Ya regresados los otros miembros de la familia y escuchadas las razones, creyeron en la versión de la joven así que tranquilizaron al padre y al novio. Pasadas las horas y con algo más de vino todo iba quedando en una anécdota que se contaría en el futuro con añadidos y demás.

Ya en la noche, cuando todos se han acostado, la joven al entrar a su cuarto se cambió de ropa por una más cómoda y de color negro, sacó debajo de su cama un machete y unas bolsas que acomodó en una mochila junto a otros enseres y se escabulló por la casa hasta la puerta de la calle y salió.

—Esto me pasa por no cortarles también las cabezas a las ovejas la vez pasada, ahora ya les prometí hacer cabeza asada a la escocesa. El establo de Don Humberto está algo lejos tengo que apurarme —pensaba la muchacha mientras apuraba el paso por entre las chacras.