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El Ojón era caserito en la Le Petit Marché desde primero de secundaria.
Iba con sus amigos a mirar nomás al principio. Las chicas del Arequipa eran lindas, pero las del Micaela eran más coquetas y facilonas, o eso se decían entre ellos, sin atreverse a conversar con alguna. En una de esas tardes fue que el Chato José le estampó la cabeza contra el vidrio del snack.
Fue una tarde en que, parados en la esquina, aprovechando que nadie les quitaba el puesto, miraban a las adolescentes de faldas plomas pasar y pasar. Las miraban con ganas de hablarles, decirles que eran de segundo, pero igual podían ser interesantes. Cuando en esas, en la parte en que estaban los bravos: el Toro y los de la Maffia, se oyó un grito. Voltearon para mirar y pasó delante de ellos una señora con sacón azul y agarrando de los pelos a una chica flaca de pelo enmarañado, chillando a más no poder.
Para cuando el Ojón reaccionó, ya la risa burlona se escapaba de su boca, codeando al Gato para que también se burlara. Al notar que su amigo no se reía ni un poquito, comprendió que acababa de hacer algo peligroso, cuando volteó la cara, el puño del Chato José se estrellaba en su mejilla, para luego con la misma mano, agarrarle la cara y empujársela contra el vidrio. Nada se rompió, o de repente sí. El Ojón no respondió para nada, así apaciguó la ira del lugarteniente del Toro.
Al rato, cuando se iban para la casa en la carcocha de la Línea 6, el Gato le contó que la flaquita del roche era la enamorada del Chato José, así que la sacó barata, porque el mencionado estaba como para matar gente y la descargada contra él pudo ser más brava.
Pasó el tiempo y el Ojón es parte de la Maffia. Está haciendo diversos trabajitos extra y se ha ganado el respeto de varios, la envidia de muchos y el amor de algunas cuantas que no duraron. El Chato José nunca mencionó el tema del puñete y la estampada en el vidrio. Al parecer, la verdad, ni le tomó interés al asunto alguna vez.
Robar casas es fácil, especialmente cuando se sabe que no está el dueño ni la familia. Para el caso del Ojón, la clave está en que es delgado, pasa por rejas o las sube con facilidad simiesca, abre puertas a la velocidad del rayo con el peine y deja el trabajo pesado de cargar los artefactos a los demás. Ayuda también en que no hay mucha gente por las calles en esa época, en que aún salir de noche, era costumbre de vagabundos y patinadoras.
La fama de la Maffia ha crecido con el tiempo. Las broncas contras los de la “I” o del Túpac, son constantes y ya se metieron contra los del quinto G de la Gran Unidad, los llamados “Cancerberos”. Cada vez se habla más de ir armados, de comprarse un fierro o algo punzocortante. Algunos empiezan a llevar chairas y el Toro anuncia un día que tiene una treintaiocho cañón corto para hacer respetar a la mancha.
Ojón trata pero no olvida. Aún se le escarapela la espalda al escuchar hablar al Chato José. Lo mira siempre y le da cólera sus gestos, así, con ese dejo de sabelotodo. La casaca que nunca se quita, rota y vieja con el tiempo, le provoca envidia y una voraz manía por comprarse una y otra vez casacas nuevas, como para diferenciarse de su contendor secreto. En las noches sueña con las diversas maneras de ajustar cuentas, pero, el Chato José es tan sereno, que nunca pisó el palito con el Ojón y este nunca cayó en la trampa de ofenderlo públicamente.
Las semanas pasan y la Maffia se vuelve peligrosa en demasía. Algunos de los miembros son reventados en solitarias celadas, en las cuales nadie interviene a defender al caído, quién generalmente es un chibolo de guerra, es decir carne de cañón. El problema es que después de lamerse las heridas, se abren del grupo y es necesario amenazar a los nuevos, para que no deserten. Pocos ya tienen ganas de entrar en el mítico grupo. En Le Petit Marché ya no están rodeados de chibolos con ganas de integrarse a ellos. Las chicas también se vuelven esquivas y temerosas.
Sucedió entonces que un día, a principios de diciembre, el grupo que encabezaba el Chato José y en el cual estaba el Ojón, bajó a la esquina del Seguro Social, para encontrarse con la noviecita de siempre. Varios de los chicos también tenían sus asuntos en esa parte, así que no estaban muy atentos que digamos a su alrededor, como para notar que de uno en uno, fueron llegando varios de los Cancerberos. Entonces, en una de esas, se les vinieron encima. A las justas pudieron escapar los de la Maffia, separándose en el intento de llegar a su esquina y avisar a los demás.
El Chato José, el Ojón, el Gato, Pantuflas, Lacrimógeno y Chacal, se mandaron por la calle San Antonio, rumbo al parque y de allí voltearon para salir hasta la Paz. Bajaron para entrar a La Salle por la calle Don Bosco, pero en la esquina fueron interceptados por catorce Cancerberos. El Ojón los contó a la volada, ya que era el rezagado. Por golpe de suerte había un hueco por el cual logró evadir la pelea para correr a buscar refuerzos, cuando oyó el grito. Volteó para ver justo cuando caía el Chato José agarrándose la panza. Vio como las tripas de su odiado aliado escapaban entre sus dedos mientras rebotaba contra el asfalto y sus atacantes correr hacia abajo por La Paz.
Allí se paró en seco. Algo en su pecho se rebeló en contra del instinto primario de correr hacia lo seguro y huir. Retomó su carrera en sentido contrario pasando por encima del Chato José gritándole que aguante.
Al principio no le creyeron en Emergencias del Hospital del Empleado, pero algo en sus ojos convenció al Interno de turno a llamar a la Comisaría de Santa Marta, para que envíen efectivos, luego, junto con dos camilleros más, salieron guiados por el Ojón, rumbo a donde estaban supuestamente el herido. Cuando doblaron la esquina de Don Bosco y vieron el cuerpo caído, empezaron a correr. De los Cancerberos ni rastro, tampoco de los refuerzos que supuestamente debían llegar, alertados por los demás miembros de la Maffia emboscados.
El Ojón no alcanzó a su maldecido aliado. Dio vuelta atrás y corrió, mientras las lágrimas que nunca cayeron antes, desbordaron de sus ojos enormes, que ahora estaban chinos y nublados, mientras huía a toda velocidad de esa violencia que fue su compañera durante los últimos meses.
Poco tiempo después cayó detenido el Toro, encontrado in fraganti en un robo domiciliario. La Maffia desaparecería junto con él como grupo. La esquina perdería su letrero que la identificaba como Le Petit Marché y con eso, toda una generación con sus historias urbanas, quedaría callada para siempre.
Segunda Parte (Palo con clavo y santo remedio)
Primera Parte (En Le Petit Marché)
Los sueños de venganza son los más inútiles de los consejeros cuando la cabeza está contra el piso y una zapatilla la aprieta fuertemente, como si quisiera que el cemento y el cerebro se conocieran e hicieran el amor de una vez.
La zapatilla de lona huele a queso. Y es algo extraño: nadie te dice que esas zapatillas te sacan un olor tan fétido, pero igual te las compras. En ese momento el olor inunda la nariz del muchacho que esta tiernamente tirado en el patio del colegio, mientras las risas revientan como pop-corn por doquier, llenando el ambiente de una canción de moda con su nombre y el apelativo de “maricón” combinados, bailando un vals un dos tres, un dos tres.
Esa sensación de irrealidad y presión en la cabeza, cada vez que lo apalean, vuelve y revuelve una vez más. Y no es la adrenalina subiéndosele para sacar golpes de karate precisos, como la película del canal seis que vio el fin de semana. No será esa aura de poder, que lo llevará a ejecutar la patada de la grulla contra su enemigo, librándolo del maldito estigma de ser un perdedor.
Una vez más el tiempo se dilata para que sus sueños de venganza fútil lo lleven a imaginarse que logra de una vez sacarse de encima al Loco Herrera que siempre usa como banquito para su zapatilla de lona barata, su mejilla de trece años.
“La venganza es un plato que se come frio mi pequeño saltamontes, ya llegará tu oportunidad…” parece oír mientras que, como en un ensueño, oye llegar al auxiliar al que apodan “Perro” y sacarle de encima al repitente, dos-veces-ya-van-Herrera-no-te-da-vergüenza, de metro setenta y monstruosamente musculoso, para esos ínfimos quince años que debería tener corporalmente.
El roche es mayúsculo cuando lo ayuda a pararse y se lo lleva arrastrando hacia la oficina de auxiliares para decirle lo tonto que es, para decirle que debe enfrentarse como un hombre a los demás, que parece una mujer a la que siempre tienen que defender y que nadie tiene respeto. Gracias a Dios en este país funciona la educación pública que alienta a los alumnos a ser mejores ciudadanos que buscan la paz y la tranquilidad ¿no?, piensa el alumno Chacón mientras oye hablar al auxiliar. ¡Sácale la mierda de una vez porque si no vas a terminar uno de estos días entregando el poto y ni digas que no te lo advertí Chacón!, es la última recomendación práctica que se le hace antes de mandarlo a su salón de clases, donde, al llegar, los murmullos y las risitas acompañadas por miradas de conmiseración lo hacen sentir una vez más que vive en una irrealidad luctuosa, oleosa, irritante…
Días después la cabeza vuelve a rebotar esta vez contra el pasto, prolijamente cortado y lleno de piñas de los cedros del parque detrás de la urbanización La Salle, donde fue a enfrentar a su enemigo, tratando de convocar en el proceso a algunos alumnos abusados para que le caigan encima entre todos. Al final nadie lo ayudó y tuvo que tragarse la humedad de la grama domesticada, recién mojada y anegada, en la cual se estaba ahogando porque, al no haber “Perro” cerca, el Loco Herrera se estaba regodeando en atormentarlo por su falta de hombría suficiente para darle siquiera un golpecito, una cachetadita pues.
En un momento dado siente el alivio de liberarse de la presión en su cabeza pero el cuerpo no le da para pararse, en esa tarde en que alrededor de ellos se congregaron hasta las chicas del Arequipa de segundo año y en especial esa gatita que le gusta tanto y tanto, maldita sea quiero que me trague la tierra en este instanteeeeeeeee!!!!!!!!!, piensa.
De pronto oye que las muchachas gritan con aulliditos mezclados con algo que no logra descifrar, hasta que siente algo caliente en la cara, un líquido que lo saca de su ensoñación derrotada y lo hace arrastrarse tratando de evitar el chorro bomberil de orina que le está manchando para siempre el honor y dándole un estatus más bajo que el de gusano para siempre, en el mundo de la esquina de “Le Petit Marché”.
Este mundo es extraño, piensa siempre que quiere dejar de preguntarse el porqué le pasan esas cosas a él, cada vez que no entiende ni siquiera qué papel juega en todo ese mundillo adolescente de demostrar quién pega más, quién tiene más flacas, quién chupa más, chanca más en los estudios o es el más pendejo o se masturba más y tantos más de los cuales él es el más inútil de los más. No entiende nada pero sabe que pisó fondo y que MÁS bajo no puede caer. Era la hora de sacarse de encima de una vez para siempre a Herrera y, una idea, se le iba formando en la cabeza.
La venganza es de noche y sin luna. Aunque no vale de nada porque en el barrio que vive Herrera no es necesaria, pues no necesita la protección de la luminosidad de los focos municipales para ser respetado. Hasta los perros callejeros se alejan de él cuando pasa. Esa confianza es la que convence a Chacón (o “Chancado” como ya le dicen), de planear su ataque vengativo.
Es fácil para la revancha despertar instintos tan sencillos y contundentes. Es fácil imaginar la eficacia de algo que parece improbable de funcionar. Es cuestión de planificar con la sencillez que da el objetivo, un objetivo grande de espaldas generosas, que camina sin cuidado por las calles de su barrio, sin temor a ninguna clase de ataque como el que quiere perpetrar Chacón.
La noche es su amiga y chochera desde hace días, pues no le importa escapar de su casa pasadas las siete peeme para ir a vigilar que la rutina de su enemigo sea siempre la misma. A esa hora el vigilado va a visitar a su jermita del barrio, que vive tres cuadras más allá. Siempre pasa por la misma ruta y cruzando esa torrentera que es oscura a más no poder. Allí estará apostado Chacón con un palo con un clavo de cuatro pulgadas sobresaliendo en la punta y algo doblado, lo suficiente.
Claro, el truco es golpear justo una palma más abajo del cuello, para que el clavo atraviese y se enganche entre las vértebras y las costillas. Tiene que ser así de certero el golpe para que cuando el susodicho intente agarrar el palo para sacárselo se lo incruste más, por la forma como cogerá el mango desesperadamente, hasta que alguien logre inmovilizarlo, cosa difícil con la contextura de la víctima y, por supuesto, contando que alguien se atreva a ayudarlo en un barrio en el que el temor hará que nadie salga hasta que se desangre o se desmaye… así de sencillo.
La venganza es un plato que se come frío pequeño saltamonte, y se hace en la noche y con un pasamontañas como resguardo para evitar identificaciones que arrastren una detención temprana. La obscuridad, tres soles para tomar un taxi a la volada y la imposibilidad de culparlo a él, justamente a él jajajajajaja, hasta daría impresión pensar que él, el más cobarde de los cobardes, pudiera planear algo así. Entonces la venganza sería para su propia satisfacción y lo llenaría de un orgullo que ya empezaba a saborear en esa noche en que estaba apostado a las seis cuarentaicinco en el callejón en espera de su presa que, después de minutos lentos y desesperantes, se aproxima con ese tumbao que tienen los guapos al caminar… como dice la canción.
Chacón aprieta firmemente el palo. Ve en cámara lenta como Herrera pasa por su costado y se apresta a salir y cumplir su más grande deseo.
Sencillo ¿no?.
Nadie vería nada.
Es sencillo ¿no?.
Tomar la vida de su enemigo en ese momento es increíblemente fácil. Una vida en sus manos. Se siente tan poderoso como nunca se sintió.
Pero ¿es tan sencillo?.
Si, tan sencillo como bajar el palo y dejar que Herrera se vaya. Al día siguiente y después de largas conversaciones con sus padres, es trasladado de colegio, a otro menos nacional y de marca callejera. A uno más alejado de ese submundo de la esquina de Le Petit Marché. Tan sencillo como aprovechar ese sentimiento de poder, para elevarse como un fénix por encima de muchos a lo largo de esos años que comenzó una nueva vida, gracias a esa fuerza, salida de quién sabe dónde y que lo acompaña siempre y que le hace sentir cosquillas de placer cada vez que recuerda a Herrera, y esa historia, extraña y lejana historia, de cómo quedó paralítico por un ataque por la espalda con un palo con clavo oxidado, seis meses después que él se cambiara de colegio y desapareciera de la vida de todos ellos en esa esquina, en ese colegio y de esa gatita que no recuerda su nombre y la verdad, ni importa ahora.
(Finaliza con la tercera parte: La huida del Ojón)
Se sentía extraño besar sus labios cerrados. No la abrazaba, mantenía sus manos a los costados y solo proyectaba hacia adelante su cara. Trataba de mover los labios de Rosa, pero ella no correspondía.
–Tú ya besaste antes ¿No?— le preguntó ella en un respiro.
–Sí—, le respondió.
—Me lo imaginaba— susurró con una marcada tristeza que años después recién comprendió Thomás.
De pronto se sintieron rodeados por varios muchachos. En sus caras agrestes se reconocía que eran del Túpac Amaru.
—¿Qué quieren?—, preguntó Thomás mientras Rosa se colocaba detrás de él.
—Nada sonso, solo ver como besabas a mi flaca—, escupió el más adelantado de los muchachos.
Examinándolo era un quiscudito de menos de trece con la bragueta abajo y la camisa blanca del colegio salida en un costado, tenía los dientes delanteros careados y una mirada de odio racial que nadie le sacaría del alma.
Thomás empezó a sudar frío. No tendría oportunidad contra ellos, ni siquiera tendría oportunidad en uno a uno, nunca le fue bien en las peleas antes. Ganar tiempo, eso era.
—Dices que Rosa es tu flaca, pero nunca te vi con ella—, le dijo mientras lentamente, sin dar la espalda al grupo, se dirigía a la esquina de la cuadra.
—¿Oe tú crees que soy huevón?, ella vive por mi casa y conozco a sus hermanos, son mis yuntas.
—No es cierto, no soy nada de él créeme Thomás—, le decía Rosa respirando fuerte y con calor a su espalda.
Thomás debería creerle, no hacer lo que hizo, debería saber que los labios de una chica de once años que no se abren para el primer beso, son la marca indeleble de no saber besar, que nunca estuvo con otro y que si aceptó estar con él fue por la presión de sus amigas.
Los dos se conocieron en “Le Petit Marché”. Esa esquina que años antes fue heladería de pitucos, pero que ahora quedaba de recuerdo una tienda de abarrotes y un letrero que nunca nadie supo que decía o que significaba. Desde hacía dos años que los colegiales del Muñoz Nájar, el Túpac Amaru y el Independencia, se reunían a esperar a las chicas del Arequipa y del Micaela Bastidas. Se juntaban en grupos y algunos se iban a los parques de la urbanización cercana a tomar pisco con gaseosa y jugar a la botella borracha.
Rosa estaba en primer año de secundaria y conoció a Thomás porque se lo presentaron en el grupito de sus amigas. No le tomó mucho interés al muchacho delgado y con una nariz graciosa, con rulos y pestañas grandes, hasta que Silvia, una amiga de ambos, le dijo que Thomás estaba interesado en ella y que se declararía el sábado. No llegó a tanto. El mismo viernes él la esperó y le pidió hablar un momento. Ella se separó a un costado de su grupo de amigas.
—¿Qué quieres?— le dijo al galancete.
—¿Porqué estás arisca?— le repreguntó Thomás.
—Es que me voy temprano ya sabes….
—Entonces te lo digo—, le dijo el muchacho acercando su boca a su oreja y diciéndole despacio, en medio del bullicio de voces y carros: —¿Quieres estar conmigo?.
La muchacha hizo honor a su nombre, coloreándose con intensidad sus mejillas, pero se recuperó lo suficiente para decirle, —Mañana te contesto— y salir disparada para que sus amigas la recibieran con alborozo y mil preguntas a boca-de-jarro mientras Thomás se dirigía lentamente, con soltura, donde sus amigos de mancha.
Al otro día él la vio con ropa de calle y sufrió una decepción al verla tan sencilla y niña, con su chompita rosada y su jean suelto con sus zapatillas de colegio blancas. Pero bueno, no estaba para hacerse el rico, ya estaba embarcado en la tarea de tener jermita, como muchos tenían.
—¿Y?, cual es la respuesta— le preguntó de arranque.
—Te respondo pero me voy rápido ¿Sí?— le dijo obviando el saludo también.
—Ya, ya—, le dijo para recibir un “Sí” quedito y ver a la chica salir corriendo de nuevo para repetir la misma escena de ayer con sus amigas e irse brincando y mirándolo de reojo.
Él se sintió un hombre a sus trece años. “Ya cayó la mocosa”, se dijo para sí mismo.
Pero, en esos momentos, frente a esos muchachos con ganas de estamparlo en la pista gratuitamente, no se sentía nadita mayor, más bien empezaban a temblarle las piernas imaginando la paliza que estaban por darle. Mientras, el instinto primigenio, le hacía hablar en el mismo tono, sin inflexiones, contestar sin insultos comprometedores al otro tipo y avanzar paso a paso hacia la esquina, desde donde se veía la avenida La Salle y, por alguna razón, sabía que los chicos esos no se atreverían a chancarlo allí, no vaya a aparecer una patrulla de la Policía.
—Mira no me jodas si quieres a la chibola te la regalo que a mí me sobran ¿Sí?, así que vete con tus choches a otra parte y no me molestes— les dijo Thomás ante la cercanía ya palpable de la esquina, a la que llegó y, sin temblor, dio la vuelta con Rosa agarrada a su mano, con la cual empezó una caminata rápida hacia Le Petit Marché.
—¿Es verdad lo que les dijiste Thomás?—, —¿Es verdad que tienes otras?
—¡Cállate!, ¿No ves que todo es tu culpa por ser regalona?—, le gritó.
¿Qué es ser regalona?, ¿Qué significa estar con uno y con otro, chapar con uno y otro jugando a la botella borracha, irse a la cama con uno y con otro cuando se van a la casa del Toro, enamorarse y entregarse a uno y otro en la academia, instituto, trabajo, que significa tener un hijo para uno y otro, no saber de cual es cual o simplemente hacerse la sueca para endosárselo al más pavo de todos, que significa, por último, ese dolor interminable de no entender qué pasó, en que se equivocó con Thomás, porqué la trata así, porqué se aleja de ella, porqué no lo verá nunca más, porqué tomará su carro a su casa en otro paradero y así evitará ser una regalona? Porqué…
Mientras camina hacia la esquina, Thomás piensa en convocar a los de su mancha, a los que aún están en tercer año, los que no participan tanto en los asuntos del grupo “La Maffia”, la cual lidera el Toro, muchacho de veintitrés años y líder natural. Él logró que la esquina entre las avenidas La Salle y Goyeneche fuera sólo del Muñoz Nájar y que los de la “I” se fueran a la esquina del Seguro Social. Lo consiguió a punta de masacres a la hora de la salida. Él también dirigía los atracos nocturnos después de embarcar a las chicas. Él tenía un fierro del 38 que cargaba Miluska, su flaca. De él se decía que había matado, violado, por eso lo seguían, porque era bravazo.
Thomás pensaba en todas esas cosas mientras llegaba a la esquina donde estaban sus amigos y les dijo: —Vamos.
—¿Qué pasa?—, le increparon, —Unos huevones del Túpac me quisieron gomear, así que vamos para sacarles la mierda. Se movieron varios para seguirlo justamente cuando los mencionados se acercaban a la esquina.
De frente Thomás se le paró al quiscudo.
—¡Así que machito con tu mancha no huevón! ahora pues arreglemos frente a frente si eres hombrecito.
El quiscudo puso una cara de rabia que se transformó poco a poco en de cuidado. Thomás entonces sintió como a sus espaldas se congregaba gente.
Uno de los del Túpac dijo: —¡Qué mierda quieren huevones nosotros no les hicimos nada!.
De pronto la voz del Toro se dirigió hacia uno del Muñoz: —Bájatelo a ese—, inmediatamente un puñetazo a la nariz dejó sin habla al del Túpac.
—Entonces no hay paltas—, dijo Thomás que se sintió el más de las capaces en ese momento.
—No hay nada, todo bien—, contestó a media voz el quiscudo.
—Entonces pide disculpas huevón—, le dijo con ganas de buscarle la sinrazón.
Un instante de silencio necesario para medir las fuerzas, eran 7 contra toda una mancha de forajas que empezaban a agarrar palos de por allí.
—No, no hay nada y quédate con la chibola si quie…—, no alcanzó a terminar.
—Es mi flaca desgraciado y ¡Respeta carajo!—, le gritó Thomás, mientras le daba un puñetazo en la cara.
El quiscudo, escupió de costado la sangre de su boca y apretó los puños, pero los relajó al instante para alejarse de costado sin dar la espalda junto con sus amigos para nunca más asomar la nariz por allí.
El tumulto se disolvió… los amigos de Thomás le decía: —Bien jugado… así aprenderán a no meterse con nosotros… estuviste bravazo.
Mientras le decían esto él buscaba con la mirada a Rosa, pero no la vio más. —Qué importa, después de esto voy a tener más flacas de las que necesito—, se dijo para calmarse un dolorcito que se le empezó a formar en el pecho.
Más tarde, cuando las muchachas fueron embarcadas y los chicos se iban a sus casas, el Chato José, un lugarteniente del Toro lo llamó: —Oe él quiere hablar contigo de algo. —¿Conmigo?—, —Sí, a ti huevón, no te hagas el chueco—, le dijo.
—Bueno…
Él Toro lo esperaba junto con los más avezados de la mancha.
—¿Cómo te llamas?.
Thomás le respondió, reprimiendo las ganas de decirle que ya se conocían.
—Hoy estuviste bien, ¿Quieres hacer algo más fuerte?—, —Sí, puede ser, ¿Como qué?—, preguntó.
—Nada, ya lo manyarás en el camino, lo único que tienes que hacer por ahora es tener los ojos bien abiertos para que nadie, en especial los tombos, nos frieguen ¿Sí?.
—Si Toro—, contestó Thomás, imaginado las miles de aventuras que significaba que lo integraran al grupo de los reyes, de los machazos, de los bravazos de “Le Petit Marché”.
(Próxima crónica: «Palo con clavo y santo remedio»)