Buscando un dato para un cuento, me terminé enterando de un programa excelente y poco conocido para los internos de penales: «La libertad de la palabra».
El mundo carcelario tiene sus propias reglas, impuestas no solo por la autoridad que trata, intenta, propone que los internos se rehabiliten para que, al cumplir con sus penas, salgan como renovados ciudadanos. Esas reglas también chocan con las condiciones reales de los centros penitenciarios, los cuales tienen un hacinamiento que hace imposible la tarea de rehabilitación como se debiera.
Por ejemplo, el Penal de Socabaya para varones, tiene una capacidad real para 670 reos, pero soporta a 1922, utilizándose para tal efecto hasta las oficinas y ambientes administrativos, con lo cual se limitan los programas que pueden ayudar a los encarcelados a desarrollar, aún entre rejas, actividades que les devuelva el orden, el respeto por sí mismos, la esperanza de poder cambiar una realidad dura como es la de tener encima una condena penal.
Justo en ese penal, 25 internos participaron hace un tiempo en el conversatorio virtual con el escritor Walter Lingán con su libro: Koko Shijam: el libro andante del Marañón. Datos del mismo programa y de otros que buscan esta reinserción, apuntan a que, en 9 años de funcionamiento, han recaído solo 3 internos. Está dirigido principalmente a jóvenes de 18 a 29 años. Según datos del mismo INPE en el 2021, los conversatorios virtuales con escritores se han realizado en los establecimientos penitenciarios de Mujeres Chorrillos, Ancón II, Lurigancho, Huancayo, Huancavelica, Miguel Castro Castro y Arequipa Varones.
Pero falta espacio, falta voluntarios, falta lugar para realizar estos conversatorios de manera presencial. Dentro de las posibilidades de construir un nuevo penal de Varones de mínima y mediana peligrosidad está que el Gobierno Regional lo haga. Sería mejor que construir cementerios ¿No?
Julia se levantó ese día con la convicción que no volvería a su casa sin haber encontrado a su hijo. Eran dos semanas que estaba desaparecido y nadie sabía nada de su Nicanor.
En la comisaría, al cuarto día de no habido, llegó con la esperanza que alguno de los guardias de verde la acompañara aunque sea por los lugares en que sabía andar su único vástago. Las miradas de desidia y aburrimiento fueron una pared inconmensurable e inescrutable. Sabía de las veces que Nico fue inquilino por horas de la carceleta, por diversas razones, algunas justas otras injustas, muchas por el hecho de ser Nico solamente.
El largo camino
El catorceavo día de ausencia desayunó fuerte, con arroz y papas, con carne frita y jugo de frutas, todo lo que había guardado para que desayunara su hijo si aparecía por allí. Recordaba la infancia de su pequeño, en ese cuarto con cocina que alquilaban desde hace años, a falta de un hogar permanente. Ella, con sus achaques de vieja no logró sacar adelante el negocio de palitos de carne asada que vendía en un rincón del mercado del barrio. Pero nunca había faltado un buen desayuno, se enorgullecía, con ese ego que se siente por lograr cosas pequeñas y contundentes, como nunca haberle debido un sol a nadie o nunca haber dejado de pagar el recibo del agua o de la luz.
Orgullo. Algo destrozado a sus 35 años, cuando creía haber salvado la valla del amor y tener un futuro de solterona respetable en la comunidad. Mala tarde en que vino el padre de Nico, aquel camionero grande y con aroma a monte que la convenció de entregarle lo que a nadie le entregó. Para luego enterarse que el desgraciado tenía familia en la sierra. Le prohibió volver a verla y él nunca supo que su hijo estaba gestándose en el cuerpo de esa solterona herida en su dignidad, vista por todos como se sabe mirar a quien está en desgracia, como se sabe tratar a quién cae mal por sus aires y de la noche a la mañana cae del pedestal que ella misma se construyó.
Pero, el calorcito de su hijo por nacer, esas pataditas a medianoche, el milagro de la vida abriéndose paso, convirtió su vida en una nueva aventura, llena de detalles imprecisos y diarios, que la asaltaban y llenaban de zozobra, pero también de una alegría incierta, sutil, que la llevaban a añorar el nacimiento de ese pequeño, al cual, cuando le preguntaron por el nombre, luego de diez horas de parto doloroso, no atinó a pensar en otro que no sea el del padre de la criatura, como el recuerdo imperecedero que el corazón odia, ama y nunca olvida.
Luego de desayunar, se fue a conversar con el párroco, después de años de exilio voluntario de las misas dominicales, la anticuchera Julia, como la conocían, volvió a trasponer los pies en el lugar que alguna vez juró no volver, desde cuando le pusieron trabas para bautizar al pequeño. El nuevo párroco, conocía la historia de la mujer y trató en alguna ocasión de ofrecerle gratuitamente lo que su antecesor, nublado por leyes caducas en la nueva visión de la Iglesia, se había emperrado en prohibir. Pero nada consiguió. Por eso se sorprendió al ver a Julia llegar a él y conversar largo y tendido, arrancando una promesa que ya de por si iba a ser aceptada. El sacerdote entendió los motivos, trató de dar palabras de ánimo, pero sintió que eran innecesarias, esa mujer estaba convencida de su búsqueda.
San Pancho street
Así empezó el Vía Crucis, por comparar con algo, de Julia, la anticuchera del barrio de La Recoleta, la cual esperó la noche para ir a la calle San Francisco, donde estaban las discotecas de siempre, milenarias en una ciudad que, en pocas décadas, había acelerado su cosmopolitinización, para adoptar costumbres bohemias, copiadas de ciudades europeas.
Preguntando a cada portero, a cada chiclera, a cada vendedora de cigarros, llegó a la conclusión que los fumones salían apresurados de los bares y pubs, para irse a consumir una dosis apresurada o relajada, según la personalidad del adicto, a la Calle de la Tolerancia, a un costado del Monasterio de Santa Catalina, lugar en el que, ida y vuelta a una cuadra, contabilizaba el tiempo para unas cuantas buenas pulmonadas a los cigarros de marihuana o esnifada de los paquetitos de papel mantequilla. Ella se dirigió al lugar y esperaba a los chicos y chicas que llegaban para preguntarles por su hijo, si lo habían visto por esos días, si les había vendido algo y dónde podía estar. Casi al filo de las dos de la mañana, por fin uno de ellos le dijo que su hijo hacía meses que ya no iba a la San Pancho a vender marimba, que ya le había ganado la Pasta.
Donde las Tías
El muchacho lariguncho y con barba de varios días, prometió llevarla a la calle Dos de Mayo para que contactara con las Tías, las que vendían los paquitos de droga blanquecina. A cambio pidió dos ligas, como veinte soles en droga. Caminaron casi apurados, mientras él le explicaba que su cerebro ya había asimilado que había la posibilidad de hacer unos mixtos con hierba y queso, así que lo estaba machacando duro el sudor corporal, las ansias y las ganas de ir al baño a soltar una diarrea de campeonato, todo normal en la vida de un adicto, pero igual que caminara rápido.
Cruzaron las calles para notar la diferencia de caras. En la calle San Francisco, en la misma Plaza de Armas y hasta en la Álvarez Thomas, las caras de los muchachos eran aún sonrientes, alegres por el licor, pero, adentrándose en la Piérola, Parque Duhamel y la misma Dos de Mayo, los rostros eran delincuenciales. Julia pensaba en las madres de ellos y hasta atinó a recordar un Ave María que recitó también por su pequeño, algo aligerada en el rencor a Dios que los últimos años había alimentado, no tanto por sentir que le había fallado en algo, sino en permitir que su Nico se hubiera degradado de escolar prometedor, a vago de esquina, aún cuando ella puso su empeño en educarlo de la mejor manera.
Las Tías de la droga tenían sus chacales, los cuales salían al encuentro de los clientes o avisaban de los policías a descubierto y encubiertos. Venciendo resistencias y recelos, logró acercarse a algunas para preguntarles por su muchacho. La única que le dio pistas fue la Gorda, quién manejaba la venta en la esquina con IV Centenario. Ella le contó que Nico había pasado los últimos días gastando lo que ganó en un buen golpe que dieron con sus compinches en una casa olvidada por los dueños en vacaciones. Lo malo que la droga que consiguieron, era demasiado pura, lo que significaba que les estaba carcomiendo los pulmones y el cerebro. Al final le dijo donde podía hallarlo.
La Mansión del Diablo
Ya casi a las cinco de la madrugada, Julia se encaminó a la zona de la Mansión del Diablo, en la avenida La Marina, lugar en el que se encontraba la cáscara de cemento y ladrillos de lo que fuera la fábrica de cueros más importante de la región en sus buenos tiempos, devenida ahora en fumadero y refugio de delincuentes. Su lariguncho guía la dejó para irse a fumar lo acordado. Al llegar a la pared frontal, recordó los consejos para subir y bajar al otro lado, claro, con la esperanza de que los que estén allí no la violen.
Luego de la dificultosa proeza de pasar su cincuentón cuerpo hacia el submundo irreal del fumadero, se dio cuenta de la insania de vivir realidades alternas, una en la que todos aparentan que no existe un lugar así, y otra, como la que está viviendo ella, de sentir en carne propia los olores nauseabundos, la visión de la basura centenaria, los esqueletos de las máquina, y, entre ellos, las figuras trashumantes de seres alguna vez de carne completa, porque lo que eran ahora no podía definirse como carne humana.
Apestando a orines de días, varios estaban tirados con alguna botella de alcohol o de terokal chorreando de las manos. Otros enfrascados en armar los llamados clavos de pasta, oleoginosos y negruzcos, pastosos y grasientos. Otros más, en los delirios, afilaban las navajas y verduguillos, algunas mujeres, eran poseídas sin ton ni son a la par que su laxitud o borrachera les permitía algún movimiento peristáltico. Pero nada de su Nico, al intentar interrogar a algunos recibió negativas y hasta uno que la empujó con fuerza y que fue reprendido por otros para no ocasionar bulla, so pena que entraran los policías.
Pero Julia no se amilanó hasta lograr que le contaran que la plata se le acabó a su hijo, pero estaba tan dañado, que siguió consumiendo terokal y chajro, esa mezcla maldita de alcohol metílico de chicha, pero ya no con ellos, porque estaba agresivo, sino con los indigentes de la torrentera de la avenida Venezuela.
Torrentera hacia el infierno
Largo camino tuvo que recorrer Julia, con los cabellos alisados con su mano sudorosa y los pies matándola de cansancio. Pero aún así atravesó el centro de la ciudad, con la gente amaneciendo a sus trabajos, con algún conocido divisándola pero volteando la cara para no ser relacionados con ella.
La torrentera culminaba en la parte baja, cerca del Colegio El Pilar. Ella sin miedo ya a nada, se internó en esta, a vista de todo el mundo, buscando encontrar debajo de alguno de los puentes que la cruzaban a su Nico.
En el camino se encontró con algunos grupos de indigentes que le sugirieron avanzar más.
Ella estaba segura de lo que iba a encontrar. No tenía resentimiento alguno para la vida, o para Dios, o para ella misma. En el transcurso de su cruzada, había reflexionado mucho sobre las causas de la desgracia de su hijo y la suya misma. Había relacionado todo con varias decisiones erróneas. Nadie le enseñó a ser madre. No tenía elementos para darle una mejor educación, o un mejor entorno a su hijo. Lo que él pudo encontrar de enseñanza varonil lo hizo en las pandillas del barrio. Ella no era un héroe para él. Pero, principalmente, aprendió a reconocer que fue ella misma la que dejó avasallarse, denigrarse para no poner orden en su propia casa y advertir que su hijo se destruía, pensando en que como buen chico se rescataría uno de esos días para transformarse en su ilusión de madre anciana con un hijo valiente que la protegiera.
Caminando ya con los zapatos hechos leña, divisó un bulto bajo el puentecito de una acequia, ya cercana a la zona conocida como La Negrita. Cuando llegó no le sorprendió descubrir a su Nico. Se agachó junto a ese cuerpo inmóvil y lo abrazó sin lágrimas, le separó los cabellos sucios de la cara y miró ese rostro, que para ella seguía siendo el más bello de este mundo.
CODA
El tiempo se detuvo, buscando que no avanzara, que se quedara congelado allí, junto a su hijo, abrazándolo.
-Hijito-
-Hijito-
-Vieja ¿Eres tú?-
-Sí Nico-
-Oye, sácame de aquí quieres, estoy cansado, quiero ir a casa-
-Lo haré hijo, pero debes saber que las cosas van a cambiar, ya hablé con el nuevo párroco y tengo un lugar en el cual te ayudarán, tú trabajarás y yo te apoyaré, pero vamos a salir de esto juntos-
-Lo que sea vieja, estoy cansado, ¿Sabes que quise morir en estos días, pero no pude?. Oye, ¿Cómo me encontraste?-
-Y, cómo no iba a hacerlo Nico, lo que me propongo lo consigo, bueno es un decir, no me hagas caso, ahora, ayúdame a levantarnos los dos, que tenemos aún todo el día para solucionar tu estado-
-Ta bien viejita, yo te sigo nomás-
Julia y Nico, apoyados ambos uno del otro, salen de esa torrentera, salen de ese infierno, salen de ese mundo para siempre y nunca más volver.