Los colores

 

multicolores

Juanito M. me llamaba las tardes de los sábados a su casa a jugar. Era un amigo que conocí en el jardín de niños. Llegaba hasta el techo trasero de su vivienda inmensa y me llamaba a grandes voces hasta mi casita de pocos cuartos y gran huerta. Yo iba contento porque sus juguetes eran lo máximo: tenía autos de carreras, el castillo de los Thundercats, las figuras de acción de He-Man y muchas cosas más recontra finales de los ochenta.

Nunca le tuve envidia porque comprendía que algunas familias tenían mejor capacidad económica que otras, como siempre me había explicado mi madre. Estimaba mucho a sus papás que me trataban bien y me invitaban siempre el té con cosas ricas, me llevaban de paseo en muchas ocasiones y sus hermanas me hacían jugar también. Aunque a veces sentía que me tomaban el pelo, un poco por mi provinciana inocencia, un poco por mi entonces introvertida actitud.

Los años pasaron. Un día, en que me llamaron y fui con unas ganas medias raras. Ya no aguantaba como antes las bromas a mi callada actitud o los aspavientos con que anunciaba mi amigo sus nuevos juguetes. Ese día me sorprendieron su papá y él mostrándome de arranque una paloma multicolor. Estaba llena de matices brillantes y se le veía asustada. Me preguntaron qué pensaba. Ya estaba algo maltón y sin ganas de seguir juegos y les contesté que no sabía.

—No seas tonto, las hemos pintado nosotros —me dijo un poco exasperante el Juanito M.

Respondí mirándoles a los ojos a los dos —Pues espero que la despinten porque se ve triste y asustada.

Lamentablemente sé, porque no volvieron a hablar del tema nunca más, que no lo hicieron. Poco tiempo después dejé de ser amigo de esa familia.

Paloma

enamorando

Después de un drama familiar, llegué con mi madre a Villa Rica, pueblo cafatalero ubicado en el centro del país, en plena ceja de selva de Pasco. Ella hacía su SERUMS, su servicio rural antes de optar por el título profesional de obstetra. No haré largo el tema, pero debo confesar que fue uno de los años más maravillosos que pasé en compañía de mi progenitora.

En fin, que puedo decir, era un arequipeñito suelto en plaza, es decir un personaje que inmediatamente y sin querer concitó algunos intereses. En ese tiempo aún quedaban los restos de mi introspectiva forma de ser. Poco a poco, a punta del ambiente alegre de la zona, mi hosca actitud cambió. A los 11 años se es buen tiempo para abrirse a los demás.

La doctora y la odontóloga del Centro de Salud del entonces IPSS, vivían en una casa multicuartos de madera, vecina a un aserradero, cuyos dueños eran también los responsables de 6 niñas de diferentes edades, las cuales inmediatamente a pocos días de mi llegada y conocimiento, me acogieron en sus juegos. Una de esas bulliciosas chicas se llamaba Paloma. Su historia de abandono de padres y rebeldía la fui conociendo poco a poco y, claro, se convirtió en mi amor cuasi púber, en esa ilusión que te carcome el estómago y te hace hacer y decir sonseras frente a ella o tratar de lucirte sin sentido.

No podía saber si ella correspondía a mis sentimientos, era un cercado de alambres su genio, a veces explosiva, a veces dulce, a veces callada, a veces triste y siempre en actitud desafiante. Me la imaginaba como solo un niño de amor puro puede, recuerden, así, con esos pensamientos en los que el beso era la cúspide de todo anhelo, pasear de la mano era algo que cosquilleaba y escribir cartas que luego se rompían inmediatamente, era la práctica usual.

Para finales de diciembre, las amenazas de terroristas en contra de mi madre, en busca de que proporcione medicinas, eran ya de marca mayor y ante la insinuación de que se las cobrarían conmigo sino entregaba los suministros, hizo que los planes para mi salida fueran de urgencia. Ya no podía salir solo a la calle y ni pensar en visitar a mi amiga. El último día, a pocas horas de viajar, me llegó una carta, conteniendo varias minicartas, pedazos cortados de papel de block escolar, pintadas con colores, con frases sencillas: te quieros, te extrañarés, adioses esperanzadores, pululaban. La carta central, hablaba de bellas cosas, sí, cursis, ¿Qué pueden esperar de niños de once?.

Quisiera contarles que me arriesgué a salir sin compañía a encontrarme con ella y regalarnos ese primer beso… pero no fue así, alcancé a escribirle una carta también confesándole mi amor escondido durante meses y luego viajar, triste, pero a la vez contento, contradictorios sentimientos que uno atesora en el corazón y que luego, al evocarlos como ahora, arrancan una sonrisa traviesa.

Las alas

VOLADORA

Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.

Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente  superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta… ¿Se podía pedir más?.

En una ocasión, bajando a toda velo la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.

No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció, de bicicletas nunca más se habló…

Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…

Palomar

palomar

Fue una tarde en Lima, en la casa de mi tío Pepe. La construcción era un monstruo de cuatro pisos que se elevaba por encima de los caserones vecinos, con sólo el primer piso estucado y pintado de un verde provinciano; lo demás con el ladrillo rojo, desafiante. En el cuarto piso estaba el Palomar, en el tercero estaba la mini fábrica de repuestos de escobillones de fibra, el segundo habitaciones y en el primero la cocina, la sala comedor, el baño con la única ducha y el cuartito donde dormía como invitado.

Llegado a pasar un verano allí, no conocía las reglas del lugar y nadie me las explicó. A punta de curiosidad examinaba cada tarde los vericuetos del inmenso castillo, a medida que mis primos me lo permitían. La primera noche, recuerdo, mi prima Eli me llevó a comprar una delicia de veinte centavos: tripitas con tostado. Eran un potaje de tubitos crocantes mezclados con maíces dorados en una pizca de aceite. Los intestinos de los pollos eran la clave de ese manjar de niños de barrio, en una época en que las papas fritas aún no se masificaban.

Una tarde, en que todos dormían bajo el sopor pegajoso de la capital, me aventuré hasta el cuarto piso, sacrosanto lugar donde habitaba Nerón, el perro familiar, que a punta de confianzudas mañas, logré me aceptara sin pelar sus dientes de doberman.

Mientras subía, encontré en una de las ventanas laterales de las escaleras, a una paloma acurrucada… La primera impresión era que estaba perdida, pero recordé que arriba estaba el criadero de mis primos. No sabiendo que más hacer, la cogí con ambas manos y la lancé por la ventana. La pobre aleteó un poco y se me perdió de la vista en su intento de frenar su caída.

Abrumado por el miedo, bajé las escaleras y me escondí en el ruido tranquilizador del televisor de la sala. A la mañana siguiente, en el desayuno, mi primo Wilmar preguntó por la paloma herida, aquella que estaba en recuperación, ya que al parecer había escapado de su jaula.

No pude aguantar y, en medio de lágrimas de nueve años, conté lo ocurrido. Miradas de compasión me salvaron de una reñida y el vozarrón de mi tío diciéndome ¡Loquito sonso no te preocupes!, me devolvieron algo de paz.

Casi toda la familia salió en busca de la perdida alada. Se preguntó en casas vecinas, en canchones y hasta en manzanas anexas. Nada. A la tarde ya estaba echada la suerte sobre mi conciencia y la tristeza invadía el hogar. Al atardecer mi prima Eli salió conmigo a la vuelta a la manzana diaria. Saqué de mis bolsillos una de las monedas que me diera mi mamá “porsiacaso”, y le dije si quería comprar una porción de tripitas… me miró indeciblemente y suspirando me confesó que temía que en la porción que nos dieran estuvieran los restos de la enferma que lancé al vacío. El silencio nos acompañó durante el corto paseo de ese día.

(Relato contenido en el Libro Palomas de difusión gratuita)