Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.
Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta… ¿Se podía pedir más?.
En una ocasión, bajando a toda velo la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.
No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció, de bicicletas nunca más se habló…
Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…