El último día

Morgue de Arequipa

A su padre Dadnel le gustaba comer chicharrones de alpaca. Era un gusto adquirido desde su tiempo de comerciante en el mercado Las Mercedes de Juliaca. Algunos agarran la costumbre al emoliente, otros a los huevos con ocopa, la quinua batida, pero su papá, siempre que podía y, para enojo de su madre, se compraba un plato de chicharrón y ya no quería comer en casa hasta pasada la digestión.

Ahora, no comería nunca más el potaje hecho con la carne de camélido sudamericano “Vicugna pacos”, rica en Omega 6 y Omega 3.

En esos momentos, a Hortensia, le pesaba saber tantas cosas con respecto a la nutrición. Su negocio de venta de productos naturales en el mercado de San Camilo, la hizo ducha en varios alimentos como complemento de los extractos de maca, la harina de cúrcuma, los frascos de polen, el mate de hojas de achiote, para potenciar la salud, para recomendar en las dolencias. Pero ¿Qué puedes recomendar para evitar la Covid-19?

LA COVID, todo es culpa de ese bicho, pequeñito.

Su mamá, cuando era adolescente, le notó ciertas tendencias a la malcriadez, a la tristeza, a hacer cosas sin explicar demasiado, pero con excusas bien elaboradas. Algo andaba mal. La llevaron a uno y otro médico, luego a un psicólogo, que les recomendó internarla en un centro. Su papá se opuso, pero su mamá, que en paz descanse, estaba empecinada. Algo andaba mal en ella y tenía que ayudarla.

A veces, en las noches, se iba sollozando a la cama de sus padres, para darse calor, aún con dieciséis años, quería amor, cariño en cantidades tipo fiestas candelarias, con muchos te quieros y abrazos “juertes”. Su papito le decía: “Hijita, si pudiera meterme en tu cabecita y agarrar a ese bichito que no te deja en paz, del cuello le obligo a irse”. Pero no se iba. Hubiera querido hacer lo mismo con el bicho que tumbó a su padre, pero no pudo.

Le recomendaron un psiquiatra en Arequipa y allí se fueron. Dejaron el mercado, la casita, los primos. Era en verano, volverían se dijeron. Un hermano de su madre los tuvo un tiempo. La doctora Luza la ayudó mucho, no le dio pastillas, aunque quería hacerlo, le confesó, pero sentía que lo de ella era otra cosa. Pero nada, en la búsqueda de razones, no hubo tocamientos indebidos, ni malas experiencias con amores, es más, nunca tuvo enamoradito. Mientras, en casa, mamá se ponía media mal, mientras, papá se ponía a trabajar. El Altiplano, mercado recién inaugurado luego de demoler las antiguas caballerizas y perrera de los Policías. Un puestito consiguió agenciarse Dadnel y se quedaron. La casa allá en la tierra se vendió. Consiguieron un cuartito, luego un terreno por Israel.

Mamá Lucrecia no mejoraba. Lograron detectarle el cáncer a tiempo para darle unos 10 años más de vida. Nada más. Mientras, Hortensia, seguía tratando de descubrir qué la llevaba a sentirse tan sola, teniendo dos padres que la amaban con locura. Para tratar de sacarse la duda, estudió Psicología en la UNSA, pero no terminó, se le atravesó Quintanilla, profesor de academia que la conquistó explicándole sobre sinapsis y desbalances químicos. Eso podría ser. Y como preguntando, en la zona de hierbas del mercado donde trabajaba papá, le recomendaron la cúrcuma y la hierba de San Juan.

Pasaron los años y estaba mejor, mamá falleció, con Quintanilla tuvieron dos pequeños, puso su puesto de productos naturales, le llevaba de tanto en tanto su rico chicharrón a su papá. En eso llegó la pandemia. Y ahora estaba allí, caminando hacia el Hospital Honorio Delgado. En la mañana le dieron la noticia. ¿Cómo es la vida no?, justo ese lunes el bendito Gobierno liberó los negocios y podía ir a abrir su puesto y pasa. Misterios que nunca sabrá responderse.

Papá Dadnel se contagió porque salía a la tienda insistentemente a comprar pan. La dueña cayó enferma y cerró la tienda, una semana después le empezó la tos fuerte. No quería ir al hospital, así que trajeron a una enfermera. Ella trataba de hacer mates de kión con limón, algo de manzanilla, algo de gotas de eucalipto y miel en dos dedos de agua caliente. Pero la tos persistía y el oxígeno empezó a faltarle. “Dame dióxido”, le pidió una noche en que estaba en 87 de oxigenación. Quintanilla dijo que iba a comprar. Le dieron la fórmula. Pero no mejoró. Se lo llevaron casi inconsciente al hospital.

¿Cuál es la verdad final?, se preguntaba mientras caminaba apurada, no quiso tomar carro, mucha vuelta, el mercado no estaba tan lejos del hospital, bajas derecho, luego volteas y ya estas cerca de la UNSA. Un poco de vergüenza por no terminar la carrera y estaba en el hospital. La llaman del carro que contrató. “Ya estoy llegando”, contesta. La verdad es que no sabría decir cuál es la razón final. A ella años que no le vienen los ataques de ansiedad, anda más ocupada en sus hijos, su esposo y lo de su papá ahora. Su mamá pudo irse antes, pero alcanzó al bautizo del menor. Ni en el entierro le volvió la oscuridad. Su papá siempre fue fuerte, pero le agarró duro el bicho, pero a ellos no. Misterios.

Mientras espera que le entreguen a su padre, trata de no ahogarse en su propia negrura que intenta invadirla, someterla, recordarle sus fracasos. Se impone una idea, aún hay camino que recorrer, sus hijos necesitan de ella, su esposo malo que bueno anda bien nomás el desventurado, pero, ahora, quién más la necesitará es su padre. La negrura se disipa.

—De una buena te has salvado —le dice mientras suben al taxi.

—Habrá querido Dios no llevarme aún.

—El Doctor ya me dijo que no vas a poder comer grasa nunca más, así nada de gustitos, tampoco podrás ir a comprar pan, estás prohibido, ya sabes.

—¿Aunque sea un pedacito?, yo te quiero mucho.

Abraza fuerte a su padre, quisiera besarlo, pero aún deben cuidarse. Por lo menos la carne de alpaca se puede comer en estofado, no será lo mismo, pero habrá que acostumbrar a papá, piensa, mientras ve los cajones salir de la morgue al costado del Hospital y no puede evitar sentirse culpable, pero no sabe de qué y no quiere saberlo.

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Por: Sarko Medina Hinojosa, cuento publicado en Diario El Pueblo.

El Comecuentos: La Higuerilla de Ribeyro

El domingo se cuela por la ventana en un brillo solar intenso, hasta se puede tocar. La calle no está tranquila, para nada. Ayer contamos hasta 24 personas transitando en una hora. ¿Cuántos realmente salieron por una urgencia?, ¿Cuántos solo salieron porque las paredes los ahogan pero no termina por aceptarlo?, se inventan necesidades para ir a la tienda, a la farmacia. Un niño peloteaba el sábado a una cuadra, libre, sin temor, su hermano, oculto por las casas, seguro también estaba así, despreocupado.

Mathias no está aburrido, tiene todo lo que necesita, desde lo primordial hasta lo superfluo. Me parece algo genial que estos primeros quince días no haya sentido las ganas de ir al centro comercial o al parque. Hemos jugado con carritos y ahora mismo juega a tratar de asustarme, escondido tras las puertas. Finjo sorpresa. De pronto el pensamiento negativo del día me atraviesa. El Corona Virus también se oculta y te ataca por sorpresa.

Nadie nos preparó para esta situación, pero la experiencia conjunta sí. Terrorismo, cólera, dictaduras, autogolpes, Arequipazos, Cuatro Suyos, Gripe Aviar. Cáncer… Sí, casi nos olvidamos que afuera la vida continúa y los enfermos siguen padeciendo de sus dolencias. Una amiga postea #FuckCáncer y me conmueve porque ella desde hace semanas, meses, ya aprendió que debe cuidarse, comer sano, quitarse algunos gustos efímeros y lavarse las manos, siempre, amar la vida, siempre.

En la Fazenda de la Esperanza aprendí a vivir con la ansiedad de no enfermarme y tratando de conservar las cosas por si alguna vez me faltaran. Ya para el final de la experiencia aprendí a soltar, a dejar de aferrarme. Pero, era un ambiente seguro en muchos aspectos, había alimento tres veces al día y hasta una mediamañana. Un asado una vez al mes. Ahora, trato de controlar esas ganas de contar una y otra vez las cosas que tenemos. Dos semanas dije y dos semanas compré. Y todo está bien, solo esta increíble necesidad de saber que tienen todo los que amo y por si acaso, cuento de nuevo las bolsas de kilo de azúcar que logre conseguir. Cumplí a rajatabla el no alocarme por comprar y, cuando fui, no había mucho, pero sí lo suficiente. Termino entendiendo porqué algunos han salido a abarrotarse a lo loco de comida para dos meses, pero no los justifico. Respiro. No hay necesidad de salir para nada, me repito.

Los vecinos se han apostado en su techo. Tiene una sombrilla incluso y banquitos. Se adivina una mesa. Están casi toda la mañana viendo a la gente pasar. Mis ventanas reflejan el sol, pero asumo que en algún momento verán mi sala. Mi limpia e inmaculada sala. Cada día por medio nos turnamos en la limpieza. He aprendido a valorar a quién hace el trabajo en casa en plenitud, el polvo y el desorden de la vida que se mueve, hace que cada día uno se pregunte si vale la pena vivir civilizadamente y no en un hermoso desorden de acumulador diagnosticado.

Antes de bajar al primer piso, donde mi madre ha preparado un asado al horno de chancho, trato de enfocarme en las cosas que tengo para valorarlas y agradecer. Es mucho frente a lo poco de otras época, pero nunca tan poco como lo que tuvo Jean-Dominique Bauby, editor de la revista francesa Elle, quién sufrió un ataque cerebrovascular. Despertó tras veinte días en coma, descubriendo que era incapaz de mover ninguna parte de su cuerpo, solo el ojo izquierdo y un leve ladeo de la cabeza. Con eso, y desde la cama del hospital escribió un libro “Desde la prisión de mi cuerpo”, donde narra su situación, su padecimiento del síndrome de enclaustramiento. La parte más dura que leí fue la del domingo: “Luego llega el domingo. Detesto que llegue este día porque, si nadie viene a verme, no habrá quien rompa el monótono transcurso de las horas. No vendrá ninguna de las terapeutas. Es como cruzar un desierto cuyo único oasis es un baño de esponja, aún más rutinario que de costumbre”.

Tengo mucho y no avanzo nada. Es decir, el teletrabajo me ayuda a concentrarme y cumplir con un horario y hasta atravesar imprevistos con buen humor, paciencia y recordando que no hago esto por mí sino por muchas personas más. Pero, cuando termina eso y afronto mi propio trabajo literario, me quedo allí, sin saber por dónde atacarlo, si leyendo los libros que me falta, los escritos inconclusos o qué. Para salir del dilema estoy haciendo transmisiones que, a riesgo de perder público, debo confesar que me hacen mucho bien más a mí, que creo a los que escuchan esa suerte de leer lo que escribí.

Hay que bajar. Mathias está fascinado por el jardín, las cosas que han arreglado mis hermanos, el jardín de Hilaria, las plantas nuevas de mi madre. Una parra hermosa como siempre deseó ella se extiende. Hasta la casa de Bárbara está limpia. Comemos en el patio, la mesa ampliada. Recibo una llamada y me ausento, tengo que resolver algo del trabajo. Vuelvo para comer a las apuradas el caldo de pollo y atacar sin miramientos las carnes, las papas, las verduras. Como un domingo en la Fazenda, sin las penas de Jean-Dominique, porque allí está, la comida generosa, la ocopa con el huacatay de esta misma huerta, hasta la gaseosa limpia-caños que tanto me gusta y tanto no debo tomar seguido. Pero, principalmente, las historias, una a una se superponen y se cuenta los gallos que se comieron, criaron, pelaron, se bajaron a punta de resorterazos. Los engaños que se sufrieron por falsos agentes de la PIP. Cuando lo detuvieron en Huancayo a mi tío Max, la vez que conocí al guardaespaldas de Janis Joplin: “Sí, sí, se acercan dos drogadictos para robarnos y pum, pum, les disparé y nos fuimos. Muertos creo. Nueva York era un sitio extraño”, me decía y nos damos cuenta que ahora también lo es… el mundo entero lo es.

El Coronavirus entra a la conversación. Es inevitable hablar de los muertos, las medidas de seguridad, lo que hace el Gobierno, lo que no hace. Terminamos esperanzados, arrancando a nuestros cuidados la validez de un encantamiento que nos mantendrá impolutos, sin contagio. Podremos lograrlo, nos exigimos, cual promesa. Decretamos salud. El juego Pictionary nos alegra mucho más, el postre de frutas al jugo, un rato más de risas, Mathias tocando el piano eléctrico. Pero mi ansiedad vuelve. Necesito ir a casa.

En el cuento Al pie del acantilado, del «Flaco» Julio Ramón Ribeyro, el inicio lo es todo: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados”. Esta fue una casa llena de piedras que se sacaron desde el vientre de la tierra para poder construir lo inconcebible en un desierto. Mi abuela Hilaria trajo dos camionadas de tierra de chacra para poder plantar manzanas, maíz, alfalfa, criar cuyes, gallinas, romero y un cedrón el cual aún impregna con su olor mis recuerdos. Hasta fresas logramos cultivar e infinidad de mascotas hicieron de abono ambulante y varios allí están enterrados con amor. Luego, un día, tumbamos todo, techos, paredes, arrancamos el tronco muerto del eucalipto, el cuarto donde nací y morí. Construimos este castillo.

Y allí estoy. En la torre de mi reino, contemplando la ciudad que no quiere resignarse a callar, con sus trashumantes caminando en el incierto camino del contagio, hacia donde nadie sabe.

Pero yo estoy aquí, rodeado de lo necesario pero principalmente del amor. Como la higuerilla, el cariño se reafirma en pequeños resquicios que permite el corazón y vuelve a inundar todo. Un perro ladra, un par de coches casi chocan en mi esquina de los accidentes, inconcebible. Tecleo #FuckCoronavirus y pido perdón por el francés. “Resistiremos”, les prometo a mi esposa e hijo, “somos la higuerilla de Ribeyro”, digo y nos vamos a dormir.

Por: Sarko Medina Hinojosa

Cuento de Julio Ramón Ribeyro donde aparece la Higuerilla: https://www.literatura.us/julio/pie.html

El Comecuentos: Hombres en el Mercado

La diferencia entre el perejil y el culantro es que el primero tiene las hojas terminadas en redondeces mientras este último las tiene puntiagudas. Cosas como esas son las que debes recordar en el mercado, porque si no te das cuenta, te dan otra cosa y en casa terminarán regañándote.

La Feria El Altiplano queda en la frontera entre los distritos de Mariano Melgar y Miraflores. Fue construido en lo que antes eran las caballerizas de la Policía Montada y las casas de la Policía Canina. Pero la misma feria tuvo sus inicios en la Quinta Romaña, los días lunes y martes de cada semana. Luego en los alrededores del Estadio Melgar, de allí a la calle Unión en Miraflores, terminando en la Calle Paris de la Urb. Santa Rosa, en toda esa primera etapa. Luego llegaron los 21 años en la calle Londres y alrededores de la Gran Unidad Mariano Melgar, donde se convivió con la llamada La Cachina. Por fin en el 97 obtuvieron los terrenos y se ha convertido en un centro de abastos que facilita la compra a los habitantes de las zonas altas de ambos distritos que tienen más cerca este centro que el Avelino Cáceres.

Por los parlantes se nos advierte que este día solo pueden entrar varones. La voz de locutor trata de ser cercana, paternal. “Por favor no queremos que las saquen señoras, mañana les toca a ustedes, hoy dejen que los hombres se hagan cargo de las compras”, suena en medio de varios compradores que hacen cola en un puesto de abarrotes. Me siento confundido, hay una larga cola en ese pero en el de al lado no. Deben saber algo que ignoramos los demás. Hago mi cola por si acaso.

De pronto a mi costado una persona me empuja, es una señora. Detrás de ella llegan los policías. “Señora, no me haga correr, deténgase”, escucho. Le piden sus documentos, la razón por la cual ha salido a pesar que está prohibido. “Soy madre sola”, “Sí, pero puede comprar mañana o para la semana”. No la van a detener, pero se irán con una advertencia y un efectivo la acompaña a la salida.

Luego de comprar el chocolate enriquecido para mi hijo con la sensación de haber pagado lo mismo de siempre, transito por galerías vacías y puestos celestes cerrados. Son los de zapatos, librerías, regalos, productos de belleza, juguetes, videos piratas, los cuales no son “indispensables”. En un puesto veo a un señor medio oculto darle vuelta a un juego de niños. “Cuanto”, “Quince, pero métalo rápido en la bolsa”, dice la vendedora. Estoy tentado de preguntar por rompecabezas. Pero he venido por verduras y abarrotes. Nada más.

Al llegar a la zona de frutas y verduras, la batalla está en su apogeo. Los hombres tienen fama de prácticos y lo compruebo, si no los atienden, se van a otro puesto, o regresan a ver si se desocupo la casera. Los veo comprar también a la ligera, es decir: “Dame manzana”, “¿Cuál?”, “No me dijo, dame la verde nomás, un kilo”. Le pregunto a la señora que me está pesando mis cebollas y tomates quién la estresa más si las mujeres o los varones al comprar: “Las mujeres”, responde. No me fio de la respuesta.

Me detengo a ver los rostros, algunos de confusión, otros de apuro, por allí uno que saluda a otro y las bromas. Pocos piden “yapa”, “aumento”, “dame verduritas”, casi nadie pide rebaja, casi todos ven una lista o consultan por celular.

Tengo que ir por la carne. Hace dos semanas compré las cosas para dos semanas. Y me han sobrado arroz y azúcar y leche para otras dos semanas más. Así que pensé que sería todo en una sola bolsa, pero, entre la fruta y una cosita más que agregué, el peso ya está repartido en dos. Miro con envidia al que trajo su carrito, al hijo para que le ayude, o que vinieron en mancha de puro varón. Pero no, es uno por familia. Hay que cumplir.

Saliendo a tomar mi combi me acuerdo del aceite, felizmente abarrotes está en la salida para Mariano Melgar. Terminado de comprar, un señor le dice a la vendedora: “Seño, deme la boleta de la leche, sino no me creen en casa”, lo miro, me mira, sabemos de qué habla, a través de la mascarilla se adivina nuestra risa cómplice.

En la combi, repaso mi lista, ruego no haberme olvidado de nada, pero en especial pidiendo que la papa de cáscara negra que estoy llevando sea esa papa chachán que me pidieron. Siento que acabo de cometer un error. Un sudor frío me embarga. Por lo menos el culantro sí estoy seguro que llevo bien. Espero eso rebaje el regaño.

Por: Sarko Medina Hinojosa