El Comecuentos: La Higuerilla de Ribeyro

El domingo se cuela por la ventana en un brillo solar intenso, hasta se puede tocar. La calle no está tranquila, para nada. Ayer contamos hasta 24 personas transitando en una hora. ¿Cuántos realmente salieron por una urgencia?, ¿Cuántos solo salieron porque las paredes los ahogan pero no termina por aceptarlo?, se inventan necesidades para ir a la tienda, a la farmacia. Un niño peloteaba el sábado a una cuadra, libre, sin temor, su hermano, oculto por las casas, seguro también estaba así, despreocupado.

Mathias no está aburrido, tiene todo lo que necesita, desde lo primordial hasta lo superfluo. Me parece algo genial que estos primeros quince días no haya sentido las ganas de ir al centro comercial o al parque. Hemos jugado con carritos y ahora mismo juega a tratar de asustarme, escondido tras las puertas. Finjo sorpresa. De pronto el pensamiento negativo del día me atraviesa. El Corona Virus también se oculta y te ataca por sorpresa.

Nadie nos preparó para esta situación, pero la experiencia conjunta sí. Terrorismo, cólera, dictaduras, autogolpes, Arequipazos, Cuatro Suyos, Gripe Aviar. Cáncer… Sí, casi nos olvidamos que afuera la vida continúa y los enfermos siguen padeciendo de sus dolencias. Una amiga postea #FuckCáncer y me conmueve porque ella desde hace semanas, meses, ya aprendió que debe cuidarse, comer sano, quitarse algunos gustos efímeros y lavarse las manos, siempre, amar la vida, siempre.

En la Fazenda de la Esperanza aprendí a vivir con la ansiedad de no enfermarme y tratando de conservar las cosas por si alguna vez me faltaran. Ya para el final de la experiencia aprendí a soltar, a dejar de aferrarme. Pero, era un ambiente seguro en muchos aspectos, había alimento tres veces al día y hasta una mediamañana. Un asado una vez al mes. Ahora, trato de controlar esas ganas de contar una y otra vez las cosas que tenemos. Dos semanas dije y dos semanas compré. Y todo está bien, solo esta increíble necesidad de saber que tienen todo los que amo y por si acaso, cuento de nuevo las bolsas de kilo de azúcar que logre conseguir. Cumplí a rajatabla el no alocarme por comprar y, cuando fui, no había mucho, pero sí lo suficiente. Termino entendiendo porqué algunos han salido a abarrotarse a lo loco de comida para dos meses, pero no los justifico. Respiro. No hay necesidad de salir para nada, me repito.

Los vecinos se han apostado en su techo. Tiene una sombrilla incluso y banquitos. Se adivina una mesa. Están casi toda la mañana viendo a la gente pasar. Mis ventanas reflejan el sol, pero asumo que en algún momento verán mi sala. Mi limpia e inmaculada sala. Cada día por medio nos turnamos en la limpieza. He aprendido a valorar a quién hace el trabajo en casa en plenitud, el polvo y el desorden de la vida que se mueve, hace que cada día uno se pregunte si vale la pena vivir civilizadamente y no en un hermoso desorden de acumulador diagnosticado.

Antes de bajar al primer piso, donde mi madre ha preparado un asado al horno de chancho, trato de enfocarme en las cosas que tengo para valorarlas y agradecer. Es mucho frente a lo poco de otras época, pero nunca tan poco como lo que tuvo Jean-Dominique Bauby, editor de la revista francesa Elle, quién sufrió un ataque cerebrovascular. Despertó tras veinte días en coma, descubriendo que era incapaz de mover ninguna parte de su cuerpo, solo el ojo izquierdo y un leve ladeo de la cabeza. Con eso, y desde la cama del hospital escribió un libro “Desde la prisión de mi cuerpo”, donde narra su situación, su padecimiento del síndrome de enclaustramiento. La parte más dura que leí fue la del domingo: “Luego llega el domingo. Detesto que llegue este día porque, si nadie viene a verme, no habrá quien rompa el monótono transcurso de las horas. No vendrá ninguna de las terapeutas. Es como cruzar un desierto cuyo único oasis es un baño de esponja, aún más rutinario que de costumbre”.

Tengo mucho y no avanzo nada. Es decir, el teletrabajo me ayuda a concentrarme y cumplir con un horario y hasta atravesar imprevistos con buen humor, paciencia y recordando que no hago esto por mí sino por muchas personas más. Pero, cuando termina eso y afronto mi propio trabajo literario, me quedo allí, sin saber por dónde atacarlo, si leyendo los libros que me falta, los escritos inconclusos o qué. Para salir del dilema estoy haciendo transmisiones que, a riesgo de perder público, debo confesar que me hacen mucho bien más a mí, que creo a los que escuchan esa suerte de leer lo que escribí.

Hay que bajar. Mathias está fascinado por el jardín, las cosas que han arreglado mis hermanos, el jardín de Hilaria, las plantas nuevas de mi madre. Una parra hermosa como siempre deseó ella se extiende. Hasta la casa de Bárbara está limpia. Comemos en el patio, la mesa ampliada. Recibo una llamada y me ausento, tengo que resolver algo del trabajo. Vuelvo para comer a las apuradas el caldo de pollo y atacar sin miramientos las carnes, las papas, las verduras. Como un domingo en la Fazenda, sin las penas de Jean-Dominique, porque allí está, la comida generosa, la ocopa con el huacatay de esta misma huerta, hasta la gaseosa limpia-caños que tanto me gusta y tanto no debo tomar seguido. Pero, principalmente, las historias, una a una se superponen y se cuenta los gallos que se comieron, criaron, pelaron, se bajaron a punta de resorterazos. Los engaños que se sufrieron por falsos agentes de la PIP. Cuando lo detuvieron en Huancayo a mi tío Max, la vez que conocí al guardaespaldas de Janis Joplin: “Sí, sí, se acercan dos drogadictos para robarnos y pum, pum, les disparé y nos fuimos. Muertos creo. Nueva York era un sitio extraño”, me decía y nos damos cuenta que ahora también lo es… el mundo entero lo es.

El Coronavirus entra a la conversación. Es inevitable hablar de los muertos, las medidas de seguridad, lo que hace el Gobierno, lo que no hace. Terminamos esperanzados, arrancando a nuestros cuidados la validez de un encantamiento que nos mantendrá impolutos, sin contagio. Podremos lograrlo, nos exigimos, cual promesa. Decretamos salud. El juego Pictionary nos alegra mucho más, el postre de frutas al jugo, un rato más de risas, Mathias tocando el piano eléctrico. Pero mi ansiedad vuelve. Necesito ir a casa.

En el cuento Al pie del acantilado, del «Flaco» Julio Ramón Ribeyro, el inicio lo es todo: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados”. Esta fue una casa llena de piedras que se sacaron desde el vientre de la tierra para poder construir lo inconcebible en un desierto. Mi abuela Hilaria trajo dos camionadas de tierra de chacra para poder plantar manzanas, maíz, alfalfa, criar cuyes, gallinas, romero y un cedrón el cual aún impregna con su olor mis recuerdos. Hasta fresas logramos cultivar e infinidad de mascotas hicieron de abono ambulante y varios allí están enterrados con amor. Luego, un día, tumbamos todo, techos, paredes, arrancamos el tronco muerto del eucalipto, el cuarto donde nací y morí. Construimos este castillo.

Y allí estoy. En la torre de mi reino, contemplando la ciudad que no quiere resignarse a callar, con sus trashumantes caminando en el incierto camino del contagio, hacia donde nadie sabe.

Pero yo estoy aquí, rodeado de lo necesario pero principalmente del amor. Como la higuerilla, el cariño se reafirma en pequeños resquicios que permite el corazón y vuelve a inundar todo. Un perro ladra, un par de coches casi chocan en mi esquina de los accidentes, inconcebible. Tecleo #FuckCoronavirus y pido perdón por el francés. “Resistiremos”, les prometo a mi esposa e hijo, “somos la higuerilla de Ribeyro”, digo y nos vamos a dormir.

Por: Sarko Medina Hinojosa

Cuento de Julio Ramón Ribeyro donde aparece la Higuerilla: https://www.literatura.us/julio/pie.html

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