
La calle es un misterio de sonrisas a medio despegar, pero nadie se atreve a soltar alguna, es infame mostrar la felicidad que agobie al otro, que lo enfrente con su miseria de no poder sonreír. Bueno, es difícil que sonrían con los bozales puestos, es verdad. El respeto por la tragedia ajena es fuerte, hace que nadie te dé un abrazo espontáneo ni siquiera un “buenos días” alegre y menos una ayuda desinteresada, claro, en tiempos donde nadie se acerca por miedo del contagio, peor. Si te caes nadie te levanta, salvo seas un anciano rumbo al mortuorio y ni así. Lo sé, estoy filosofando frente al espejo de este baño en el trabajo, solo con el fin de ganarle un par de minutos a la patronal.
Hoy me desperté contento, pese a la realidad desconsolada de las noticias entre asesinatos, asaltos y corrupción. Estoy con una cara radiante, o como me dijo mi esposa, “cara de cojudo”, porque con el matrimonio que nos gastamos ¿quién puede ser feliz a las cinco de la mañana?, me dijo antes siquiera de poderle explicar que mi sonriente faz se debía a que leí el día anterior unas frases motivadoras en una página de Facebook y que me estimularon el optimismo de que todo podría mejorar con una buena actitud.
Aún con la mala onda de aquella que me soportaba los ronquidos, el día se presentaba encantador, cual relato de Andersen antes de fundir al héroe en el fuego o que se diluyera entre la espuma del mar la heroína. En el trabajo, pese a que intentan de varias formas bajarme el ánimo, no lo consiguen. Aun señalando mi sobrepeso o que me pongo mal la mascarilla y que sudo como chancho, todo me resbala hoy.
Salgo del trabajo, pero hace minutos, para recordarme que esclavo soy del sueldo mensual, mi jefe me recordó que tenía que dejar un encargo en el local de San Lázaro. Era de esos momentos en que en otras circunstancias la carta mental de renuncia que tenía guardada, salía del archivo neuronal y amenazaba con esgrimirse en cinco párrafos con imprecaciones incluidas, pero este día nada mata mi buen ánimo.
Al dirigirme hacia mi destino, corté por el parque San Francisco pues quería comerme una tuna jugosa. Mejor refrescante no hay, protegida por su piel libre de “quepos”, la fruta andina era de mis favoritas y la señora Casimira la que más frescas venden en el lugar.
—Doña, una tunita.
La seño me sirve una roja deliciosa. Pago y estoy por irme, pero algo me detiene, la antes más amable mujer, está triste y acongojada, a pesar de la careta facial y el tapabocas, logro verlo. Lo presiento también en su manera de estar sentada, con derrotismo, con ese brazo derecho apoyado en una de las rodillas y sosteniendo su cara de abandono.
Le pregunto, sin ánimo de molestarla, sobre el porqué de su rostro. Me mira algo extrañada, mi pregunta la asalta en algo íntimo, lo presiento, quiero retirarme, evadirla, pero ya está llorando. Me siento a su lado, no me importa el terno y su contacto con el polvo inmemorial de ese pasaje, trato de decirle algunas palabras, contagiarla de mi buen ánimo, pero ella interrumpe y empieza a contarme:
—Joven, yo no nací en cuna de oro, pero siempre fue honesta mi familia, aun pelando ajos, mi madre nos sacó adelante a mis hermanos y a mí, porque mi padre nunca nos vino a visitar después que se fuera a sacar oro en Cháparra. No soy tan vieja, tengo mis sesenta años nomás y conocí a mi esposo, Tulio, cuando tenía unos 28. Estaba acabada creo, sin poder tener hijos, ya dos me habían abandonado. Pero él se quedó. Y siguió quedándose a mi lado hasta cuando nos vinimos al morir mi madre. Le juro que yo trataba de darle un hijito siquiera para nuestra vejez, pero nada. Puse de cabeza a varios santos y nada, hasta fuimos al Cuzco, a lo del Señor de Qoylluriti, pero mi vientre estaba seco. Él me juraba que no importaba, que de repente nos ahijábamos unito por allí. Pero tampoco nos confiaban a uno o nos hacían padrinos. Pocos parientes teníamos los dos. Él también es un hijo del destino, por eso nos queremos creo. Yo… yo no quiero que deje de abrazarme y llamarme su “cuculí”. Míreme, no soy gran cosa pero sé cocinar y vendo mis tunas toda la mañana. Él trabajaba en obras pero, ya mayor, en casa se dedicaba a pelar las papas para una salchipapera. Allí le entró el bicho. Nada pudimos hacer, ese le estaba comiendo los pulmones. No quisieron ni recibirlo en el hospital, pero la verdad era que no teníamos seguro y menos dinero, con eso seguro nos decían que se podía hacer algo. Hace unos días se puso más mal y allí nomás se durmió. Allí sigue, no quiero despertarlo, a pesar que extraño que me diga “cuculí” y me haga reír con sus caras, no quiero que despierte y me vea llorar. Trato de limpiarlo, pero se está poniendo hinchado y huele un poco mal. Creo que lo bañaré así nomás por encimita, aunque se ha puesto morado y eso me asusta un poco, igual me acuesto a su lado y le canto sus huaynitos. Ya ni se queja del dolor, viera usted, tranquilo nomás está, pero no sé qué hacer para que no huela mal. ¿Sabe de algo para eso?
…y aquí estamos los dos. Le doy como metralleta todas las frases que me aprendí de esa página, “La vida es una caja de sorpresas”, de cómo la vida continua para los que nos quedamos aquí “El universo planea darte lo que pidas”, y el consuelo de saber que ya está en un mundo mejor. Ella suspira, me hace caso, pero mientras, pienso y pienso, y no llegan. La doña en automático despierta de su pesadilla y vende una tuna. ¿Dónde están los policías? Espero la traten bien, por eso también me quedo, pero ¿mi encargo?, ya pasó media hora. Nadie sabe lo de nadie. Mi mujer me llama, seguro para preguntar dónde estoy. “Bebe todos los días del néctar de la miel de la oportunidad”. Sigo prometiéndole que su Tulio olerá rico, con las flores que le compraremos, estará fragante, le he prometido que le regalaré un terno para que lo vista, ¿de dónde sacaré ahora un terno si solo tengo dos para el trabajo? Que se apuren los policías, yo no puedo seguir más, la tristeza me amenaza y no quiero desperdiciar esta alegría que aún me sostiene, “La felicidad es un lunar en una vida llena de dolor”, esa no me sirve, quiero regalarle un poco más de ánimo a la doña. Ya me está llamando el jefe, pero pienso en ese cuerpo abandonado y su presencia aún viva para ella y quiero derrumbarme, irme, seguro estoy despedido, divorciado, contagiado. ¡No!, ¿incienso?, eso puede servir, de repente mejor me voy con ella y despierte su esposo, qué digo, ya me está afectando el asunto. “La vida es para vivirla”, me repito, una y otra y otra vez. Veo a los de verde. “Todo saldrá bien”, prometo, pero ya no me lo creo.
Por: Sarko Medina Hinojosa