Poema: Clamor

Desierta la sed del hombre, sin algo para beber, tanteando tal vez un manantial en tu ser. Más tarde que después te hallará, en algún juzgado terrenal, si te apiadaras de su clamor saciar…

¿Vendrás?, pues estamos tantos y tan pocos, y miramos que eres mucha y escasa para todos y te escondes en tus redes y nos derivas a la muerte solitaria de no saber más de lo sabido en nuestras memorias y después ¡QUE!, seguirás huyendo de nosotros como el cruel conejo del hambre del lobo, hasta cuando nuestras secas palabras te adularán y te pondrán en pedestal de gloria y tú, cual vil escoria, tratarás a nuestra ansiedad de saber más de lo que dicta nuestra perdida moral, que no hace más que sacrificar la libertad inherente en cada cual de nuestras conciencias, no tienes razón de morir en vano; ¡Revive!, brota como el pájaro que se quemó en sus propias pasiones, ¡Vuelve!, si estuviste, o nace si nunca empezaste, porque tantos estamos en espera dentro de nuestras conchas de metal, ansiando tu voz con solo nuestras fuerzas encausadas en un río de pálida-rojiza vergüenza, la que nos hace seguir en días de días, en la cruel senda de nuestras culpas; ¡Culpas?, si tantos y tan pocos sabrémonos culpables de humanas acciones y así levantamos la voz para preguntar: ¿Dónde llegarás?, ¿A quién en tu manto acogerás?, y seguimos el paso, en varas y mallas, en alambrados y reflectores, en barras y ranchos rancios, en patios cerrados, en sólidos muros y visitas cada miércoles, esperando tiempos, generaciones y dioses, cómo la cascada que limpiará nuestros corazones y parará la sed, ¡La gran SED!, de los que estamos en muchos y grandes monumentos a la Ley del Hombre, y que te ansiamos día a día en el desierto de nuestras esperanzas marchitas en papeles membretados, que navegan en el mar de los sellos de idas y vueltas entre secretarios malhumorados y licencias para comer de días y meses que archivan esos mustios pétalos donde van impresas las ganas de ver de nuevo el sol desde la plaza del pueblo, de la ciudad, de la calle que nos vio parir.

Mientras llegas, nuestra fe, finita o inconmensurable es, ya te puso un nombre, te marcó con su deseo y te llamó: ¡JUSTICIA!  

Por: Sarko Medina Hinojosa

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Frazadazo

violacion

Cuando le dictaminaron nueve meses de prisión preventiva en el Penal de Socabaya, sintió que todo se le derrumbaba. Regresaría al lugar de donde salió el 2005. Por reincidente lo pondrían en el Pabellón D.

Durante todo el día sufrió un colapso estomacal que lo llevó a estar pegado a la letrina del baño comunitario. Un frío terror lo invadía.

No le dieron un catre, solo un colchón por el que pagó 20 soles y una frazada sucia y maloliente.

—Primero pagarás piso niña antes de tener tu catre —dijeron varios de los reclusos.

No tenía pinta de infante, al contrario, aparentaba los 43 años que cumplió hace poco. Su rostro cetrino con marcadas arrugas, presenta una nariz abultada, labios caídos, hasta lascivos se diría, barba y bigotes ralos casi inexistentes. Las manos son algo rugosas, propias de un taxista como él. Los ojos apagados por sus cejas pobladas.

La primera noche sufre de sobresaltos continuos, esperando que lleguen los demás para ultrajarlo.

Sabía que lo harían en algún momento. Porque él lo había hecho ya.

Claro, no había abusado de algún reo. No. Había cometido sus crímenes contra adolescentes desprevenidos, esos que en afán de paseo o de encontrar un lugar donde besarse y acariciarse, bajaban al sector de Chilina, en el río de la ciudad. Un lugar con “chacras”, árboles, full naturaleza que invitaba a paseos largos y románticos, a aventuras de campamento rápido. Era de tradición adolescente el paseo a ese sector, en grupos, llevando algún plato preparado y gaseosa, hasta un “trago” de repente. Los días especiales eran los feriados, los fines de semana. A esos grupos los esquivaba él y sus compinches. Eran demasiados.

En cambio las parejitas fueron su especialidad. Con paciencia gatuna, mientras tomaban un combinado de pisco y gaseosa, aguardaban entre los arbustos, “chequeando” el vallecito. Cuando detectaban a los infortunados, los seguían cual pumas, para sorprenderlos, golpearlos, robarles sus pertenencias, amarrarlos y luego abusar repetidas veces de las casi niñas en su mayoría. La mano encima de la boca, los insultos gruesos, las amenazas de muerte, todo lo que significaba sentirse poderoso, invencible, dueño de la vida y de la muerte de sus víctimas.

Pero ahora, tirado en la esquina del pabellón de alta peligrosidad, no se sentía poderoso. Orando trataba de menguar en algo el miedo que lo sacudía, intentando la compasión de cualquiera que oyera sus rezos apagados. Sus lágrimas que desbordaban eran seguidas de pequeños gemidos. La tormenta en su cabeza se alteraba e incrementaba con algún ruido, un rechinido de catre, o un ronquido fuerte. Así transcurrieron las horas.

Ya pasadas las tres de la madrugada, se tranquilizó algo. Pensó que adentrada la madrugada no le harían nada y no se atreverían a tocarlo de día. Suficiente tiempo para que su compadre le trajera el dinero para aplacar el castigo de bienvenida que en la cárcel aplican a los violadores como él, denominado “frazadazo”. Le pidieron mil soles para que lo protegieran, solo si lograba salir indemne de la primera noche. Pensando eso descansó los ojos, relajó el cuerpo, se acomodó en el colchón casi plano por su peso y trató de dormir.

No sintió en que momento lo voltearon boca abajo y le pusieron ese trapo asqueroso entre los dientes, solo sintió que la frazada que antes lo cobijaba ahora estaba apretándolo contra el colchón. El peso de varios cuerpos lo tenía sólidamente quieto. El terror lo invadió, quería que alguien hablara, que dijeran que solo era para meterle miedo para que pague más dinero, intentó suplicar pero el trapo estaba bien metido. Nadie hablaba, eran sistemáticos, como si ya lo tuvieran todo calculado.

Un dolor indescriptible lo asaltó de pronto y continuó durante muchos y largos minutos, creciendo a cada instante, llenado todo su ser.

A las cinco de la madrugada, cuando el sol ya clareaba, los guardias lo arrastraron a las duchas para que se lavara la sangre y otros líquidos que lo cubrían.

Historias del Peregrino: Los idiotas

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El pequeño corría por las calles del pueblo buscando a quién esperaba pudiera ayudarle.

-¡Peregrino!, dónde estás por favor-, clamaba.

-¿Qué pasa pequeño?, porqué gritas en una mañana tan calurosa-, dijo el anciano, apareciendo del fondo de un callejón.

El desesperado buscador explicó a su amigo que en la plaza del pueblo, estaban unos muchachos de la ciudad molestando al Chupe, un joven con retardo mental, conocido por todos.

-No están los mayores, ni siquiera Don Hermenegildo que podría defenderlo, están en el campo en una faena, solo tú puedes ayudarlo, por favor.

-El anciano se enderezó y, apretando la mano en su inseparable bastón, intentó seguirle el paso al pequeño.

El Chupe ganó su apodo porque era la única comida que le gustaba, cualquiera que fuera el caldo grueso que le presentaran, el lo devoraba sin más. Era hijo de Nélida, una joven abandonada a su suerte que, a consecuencia del terrorismo, llegó a la zona por la década pasada. Trabajaba en la hospedería de Don Hermenegildo, hasta que un obrero de paso, que vino con los de la Sociedad Eléctrica, la embarazó y se fue sin más.

Durante el parto, que fue muy difícil, las caderas de la pobre muchacha apretaron la cabeza de su bebé y no terminó de llegar aire al cerebro. Pero con todo, ella lo crió como a su más preciado tesoro. El Chupe era en todo normal, solo que no llegó nunca a comprender más allá que los abrazos de su madre y el no meterse en problemas.

¿Cómo habría logrado salir de su casa?, era lo que se preguntaba el Peregrino mientras a lo lejos ya vislumbraba los cedros de la plaza. Podía también escuchar los gritos que daba el Chupe.

Cuando llegaron con el pequeño, vieron como cuatro jóvenes, claramente fuereños, se empujaban mutuamente al Chupe.

-Míralos Peregrino, son unos salvajes, agárralos a bastonazos, tú eres fuerte, te he visto como volteabas el otro día al toro del Señor Grimaneso sin siquiera sudar, por favor dales su merecido-, clamaba el pequeño.

El Peregrino acarició la cabeza llena de rulos hirsutos y, avanzando, empezó a toser.

Los muchachos pararon su violento juego y, viendo al anciano haraposo acercarse, se miraron, dirigiéndose guiños como diciendo: -Ahí viene una nueva víctima.

-En un día tan caluroso, unos jóvenes de tan buena pinta, no entiendo cómo se entretienen maltratando a un pobre muchacho, deberían irse a los Baños de Tinzo a refrescarse, de repente encuentren buena compañía ahí.

-No queremos bañarnos viejo entrometido, lo que queremos es seguir jugando con este idiota, así que largo de aquí si no quieres que te cambiemos de lugar con él.

El Peregrino midió a quién así habló. Era alto y musculoso, típico de aquellos que cultivan la carne antes que otra cosa. Los demás compañeros suyos eran también fortachones y fijo que lo que realmente buscaban era pelearse con alguien, como para dar el mensaje que: “hemos llegado y mandamos desde ahora aquí”.

Sin mayores respuestas, se sentó y desde su nueva posición dijo: Le has llamado idiota al muchacho, debe ser porque no ha podido contestarles como ustedes hubieran querido, ustedes por supuesto son más inteligentes que él, o así lo creen ¿no?.

-Por supuesto viejo entrometido, los cuatro estamos en la Universidad más cara de la ciudad, y si preguntas a cualquiera deberás saber que soy el hijo de Eusebio Díaz del Puente.

-Debe ser por eso que tu rostro se me hacía conocido, pero me dices que eres muy inteligente, más seguro que cualquiera de los presentes, entonces no te molestará que te haga una pregunta.

-Claro que no vejete, pero sabrás que al responderla nos divertiremos ahora contigo, ya que este tarado ya nos aburrió.

-Bueno, bueno, la pregunta es sencilla: ¿De qué color es la noche?.

-Jajajajaja, viejo idiota, es negra pues, que pregunta para más tonta haces.

-Pues te equivocaste amigo, la noche en sí no tiene color, ya que lo que llamamos noche, es la ausencia del sol, de la luz, lo cual es obscuridad, la cual no tiene color.

Los jóvenes se quedaron un rato pensando, comprendieron que el anciano tenía razón. Su líder, sin embargo, se puso furioso y avanzó contra el Peregrino, quién no se inmutó, al contrario, lo único que hizo cuando el grandulón iba a cogerlo, fue hacerse a un lado y con el bastón empujar suavemente el cuerpo del muchacho que ya de por sí se inclinó para atraparlo y continuar su camino hacia el suelo, lamentablemente, el apoyo donde se había sentado el Peregrino eran unas cercas hechas de fierros en forma de arco que se entrecruzaba, la cabeza del joven quedó atrapado en uno de estos arcos.

Mientras sus amigos corrieron a ayudarlo, el peregrino, el pequeño y el Chupe se alejaron de allí. Al llegar a la casa del joven con capacidades especiales, vieron que su madre había, por un descuido, dejado sin tranca la puerta.

El Peregrino dedujo que, al encontrar la salida despejada, el Chupe fue al lugar que más le gustaba en el mundo: la plaza, la cual visitaba junto con su madre los domingos por la tarde, después de la Misa, donde se encontraba con otros chicos del pueblo, con los cuales jugaba y se divertía.

-Peregrino ahora te van a buscar esos chicos, si es cierto que es el hijo de quién ya tu sabes, te has ganado un gran enemigo.

-No te preocupes mi pequeño amigo, dicen que el mayor de los idiotas es quien quiere creer que tiene enemigos, cuando lo que tiene son amigos en potencia, solo que ellos no lo saben, pero, porsiacaso, tendré cuidado, solo para que estés tranquilo, ahora vete tú también porque deben andarnos buscando.

Mientras se iba corriendo su amiguito, el Peregrino se despidió del Chupe, y se fue silbando una vieja canción sobre el tener un millón de amigos.