Las peores pesadillas para unos pueden ser los sueños de redención de otros. Pongámoslo así: para lo que algunos, puede ser una desgracia mayúscula, para otros puede ser el germen de una nueva vida. En el libro que tiene en sus manos, Antonio Casas Romero, esgrime con maestría esta dualidad. Ya desde el primer texto, “Entre estigmas”, se anuncia lo que viene: una serie de relatos con efectos varios que hipnotizan al lector para continuar leyendo sus desgarradores destinos.
Si bien aún no termina de conocerse todos los casos dramáticos vividos en pandemia, las noticias nos iban dando a conocer muchos de ellos. Imaginar los momentos más terribles de un drama global, fue una tarea que se impuso Antonio a través de estos relatos, nacidos en diferentes momentos de esta crisis, profundizando en las posibilidades más duras del proceso que vivieron muchos, asumo que para él, como una necesidad de creación en medio de la conmoción.
“Pandemia y hambre”, es un relato duro, por ejemplo, pero que podría haber ocurrido en cualquier urbe del mundo. En una vuelta del destino que confirma lo dicho, un video de Shanghái, en el último confinamiento de abril del 2022, nos hace escuchar los gritos de hambre de los pobladores en una cuarentena casi espartana. Casas solo imagina y narra el interior de esos gritos, o acaso gritos helados como en “Amor Frankenstein”.
Las festividades no escapan de la pluma del escritor formado en conjunto con otros autores en las míticas antologías del grupo Kosmogonía, en las cuales destacó por derecho propio como un narrador efectivo. Dos relatos sobre la Navidad muestran esta capacidad de dar giros de narrador para llevarnos de la ternura al horror de la realidad.
Varios de los relatos abordan la voz interior de los protagonistas en medio de situaciones y probabilidades de solución o final para esta locura viral. Nos sumergen en sus pretensiones, esperanzas, crímenes y amores, para darnos a conocer que el ser humano, aún en la peor de las crisis aún ama, aún odia, aún quiere vivir, como sucede en “Máscaras” o “Entre la muchedumbre”, por ejemplo.
La influencia de Edgar Allan Poe es constante, pero también de HP Lovecraft en varios cuentos, se habla de seres humanos que parecen monstruos o de personas que vencen al Covid, siendo más que humanos, tales son los casos de “Corazón delator” o “Eternamente Mamá”, incluso seres eternos, como en “Toque de queda”, que por el virus no consiguen alimento y, por un golpe de leyes, logran proveerse de ayuda estatal cual si bonos se tratara.
Antonio ha hecho un buen trabajo de imaginar posibilidades que se escapan de lo cotidiano, llevando por diversos caminos su narrativa para darnos otros espacios para analizar narrativamente esta pandemia, invitando a los escritores a no quedarse en los dramas habituales, y a los lectores a explorar lo impensable, fantástico, horroroso que aún puede generar este virus.
La calle es un misterio de sonrisas a medio despegar, pero nadie se atreve a soltar alguna, es infame mostrar la felicidad que agobie al otro, que lo enfrente con su miseria de no poder sonreír. Bueno, es difícil que sonrían con los bozales puestos, es verdad. El respeto por la tragedia ajena es fuerte, hace que nadie te dé un abrazo espontáneo ni siquiera un “buenos días” alegre y menos una ayuda desinteresada, claro, en tiempos donde nadie se acerca por miedo del contagio, peor. Si te caes nadie te levanta, salvo seas un anciano rumbo al mortuorio y ni así. Lo sé, estoy filosofando frente al espejo de este baño en el trabajo, solo con el fin de ganarle un par de minutos a la patronal.
Hoy me desperté contento, pese a la realidad desconsolada de las noticias entre asesinatos, asaltos y corrupción. Estoy con una cara radiante, o como me dijo mi esposa, “cara de cojudo”, porque con el matrimonio que nos gastamos ¿quién puede ser feliz a las cinco de la mañana?, me dijo antes siquiera de poderle explicar que mi sonriente faz se debía a que leí el día anterior unas frases motivadoras en una página de Facebook y que me estimularon el optimismo de que todo podría mejorar con una buena actitud.
Aún con la mala onda de aquella que me soportaba los ronquidos, el día se presentaba encantador, cual relato de Andersen antes de fundir al héroe en el fuego o que se diluyera entre la espuma del mar la heroína. En el trabajo, pese a que intentan de varias formas bajarme el ánimo, no lo consiguen. Aun señalando mi sobrepeso o que me pongo mal la mascarilla y que sudo como chancho, todo me resbala hoy.
Salgo del trabajo, pero hace minutos, para recordarme que esclavo soy del sueldo mensual, mi jefe me recordó que tenía que dejar un encargo en el local de San Lázaro. Era de esos momentos en que en otras circunstancias la carta mental de renuncia que tenía guardada, salía del archivo neuronal y amenazaba con esgrimirse en cinco párrafos con imprecaciones incluidas, pero este día nada mata mi buen ánimo.
Al dirigirme hacia mi destino, corté por el parque San Francisco pues quería comerme una tuna jugosa. Mejor refrescante no hay, protegida por su piel libre de “quepos”, la fruta andina era de mis favoritas y la señora Casimira la que más frescas venden en el lugar.
—Doña, una tunita.
La seño me sirve una roja deliciosa. Pago y estoy por irme, pero algo me detiene, la antes más amable mujer, está triste y acongojada, a pesar de la careta facial y el tapabocas, logro verlo. Lo presiento también en su manera de estar sentada, con derrotismo, con ese brazo derecho apoyado en una de las rodillas y sosteniendo su cara de abandono.
Le pregunto, sin ánimo de molestarla, sobre el porqué de su rostro. Me mira algo extrañada, mi pregunta la asalta en algo íntimo, lo presiento, quiero retirarme, evadirla, pero ya está llorando. Me siento a su lado, no me importa el terno y su contacto con el polvo inmemorial de ese pasaje, trato de decirle algunas palabras, contagiarla de mi buen ánimo, pero ella interrumpe y empieza a contarme:
—Joven, yo no nací en cuna de oro, pero siempre fue honesta mi familia, aun pelando ajos, mi madre nos sacó adelante a mis hermanos y a mí, porque mi padre nunca nos vino a visitar después que se fuera a sacar oro en Cháparra. No soy tan vieja, tengo mis sesenta años nomás y conocí a mi esposo, Tulio, cuando tenía unos 28. Estaba acabada creo, sin poder tener hijos, ya dos me habían abandonado. Pero él se quedó. Y siguió quedándose a mi lado hasta cuando nos vinimos al morir mi madre. Le juro que yo trataba de darle un hijito siquiera para nuestra vejez, pero nada. Puse de cabeza a varios santos y nada, hasta fuimos al Cuzco, a lo del Señor de Qoylluriti, pero mi vientre estaba seco. Él me juraba que no importaba, que de repente nos ahijábamos unito por allí. Pero tampoco nos confiaban a uno o nos hacían padrinos. Pocos parientes teníamos los dos. Él también es un hijo del destino, por eso nos queremos creo. Yo… yo no quiero que deje de abrazarme y llamarme su “cuculí”. Míreme, no soy gran cosa pero sé cocinar y vendo mis tunas toda la mañana. Él trabajaba en obras pero, ya mayor, en casa se dedicaba a pelar las papas para una salchipapera. Allí le entró el bicho. Nada pudimos hacer, ese le estaba comiendo los pulmones. No quisieron ni recibirlo en el hospital, pero la verdad era que no teníamos seguro y menos dinero, con eso seguro nos decían que se podía hacer algo. Hace unos días se puso más mal y allí nomás se durmió. Allí sigue, no quiero despertarlo, a pesar que extraño que me diga “cuculí” y me haga reír con sus caras, no quiero que despierte y me vea llorar. Trato de limpiarlo, pero se está poniendo hinchado y huele un poco mal. Creo que lo bañaré así nomás por encimita, aunque se ha puesto morado y eso me asusta un poco, igual me acuesto a su lado y le canto sus huaynitos. Ya ni se queja del dolor, viera usted, tranquilo nomás está, pero no sé qué hacer para que no huela mal. ¿Sabe de algo para eso?
…y aquí estamos los dos. Le doy como metralleta todas las frases que me aprendí de esa página, “La vida es una caja de sorpresas”, de cómo la vida continua para los que nos quedamos aquí “El universo planea darte lo que pidas”, y el consuelo de saber que ya está en un mundo mejor. Ella suspira, me hace caso, pero mientras, pienso y pienso, y no llegan. La doña en automático despierta de su pesadilla y vende una tuna. ¿Dónde están los policías? Espero la traten bien, por eso también me quedo, pero ¿mi encargo?, ya pasó media hora. Nadie sabe lo de nadie. Mi mujer me llama, seguro para preguntar dónde estoy. “Bebe todos los días del néctar de la miel de la oportunidad”. Sigo prometiéndole que su Tulio olerá rico, con las flores que le compraremos, estará fragante, le he prometido que le regalaré un terno para que lo vista, ¿de dónde sacaré ahora un terno si solo tengo dos para el trabajo? Que se apuren los policías, yo no puedo seguir más, la tristeza me amenaza y no quiero desperdiciar esta alegría que aún me sostiene, “La felicidad es un lunar en una vida llena de dolor”, esa no me sirve, quiero regalarle un poco más de ánimo a la doña. Ya me está llamando el jefe, pero pienso en ese cuerpo abandonado y su presencia aún viva para ella y quiero derrumbarme, irme, seguro estoy despedido, divorciado, contagiado. ¡No!, ¿incienso?, eso puede servir, de repente mejor me voy con ella y despierte su esposo, qué digo, ya me está afectando el asunto. “La vida es para vivirla”, me repito, una y otra y otra vez. Veo a los de verde. “Todo saldrá bien”, prometo, pero ya no me lo creo.
A su padre Dadnel le gustaba comer chicharrones de alpaca. Era un gusto adquirido desde su tiempo de comerciante en el mercado Las Mercedes de Juliaca. Algunos agarran la costumbre al emoliente, otros a los huevos con ocopa, la quinua batida, pero su papá, siempre que podía y, para enojo de su madre, se compraba un plato de chicharrón y ya no quería comer en casa hasta pasada la digestión.
Ahora, no comería nunca más el potaje hecho con la carne de camélido sudamericano “Vicugna pacos”, rica en Omega 6 y Omega 3.
En esos momentos, a Hortensia, le pesaba saber tantas cosas con respecto a la nutrición. Su negocio de venta de productos naturales en el mercado de San Camilo, la hizo ducha en varios alimentos como complemento de los extractos de maca, la harina de cúrcuma, los frascos de polen, el mate de hojas de achiote, para potenciar la salud, para recomendar en las dolencias. Pero ¿Qué puedes recomendar para evitar la Covid-19?
LA COVID, todo es culpa de ese bicho, pequeñito.
Su mamá, cuando era adolescente, le notó ciertas tendencias a la malcriadez, a la tristeza, a hacer cosas sin explicar demasiado, pero con excusas bien elaboradas. Algo andaba mal. La llevaron a uno y otro médico, luego a un psicólogo, que les recomendó internarla en un centro. Su papá se opuso, pero su mamá, que en paz descanse, estaba empecinada. Algo andaba mal en ella y tenía que ayudarla.
A veces, en las noches, se iba sollozando a la cama de sus padres, para darse calor, aún con dieciséis años, quería amor, cariño en cantidades tipo fiestas candelarias, con muchos te quieros y abrazos “juertes”. Su papito le decía: “Hijita, si pudiera meterme en tu cabecita y agarrar a ese bichito que no te deja en paz, del cuello le obligo a irse”. Pero no se iba. Hubiera querido hacer lo mismo con el bicho que tumbó a su padre, pero no pudo.
Le recomendaron un psiquiatra en Arequipa y allí se fueron. Dejaron el mercado, la casita, los primos. Era en verano, volverían se dijeron. Un hermano de su madre los tuvo un tiempo. La doctora Luza la ayudó mucho, no le dio pastillas, aunque quería hacerlo, le confesó, pero sentía que lo de ella era otra cosa. Pero nada, en la búsqueda de razones, no hubo tocamientos indebidos, ni malas experiencias con amores, es más, nunca tuvo enamoradito. Mientras, en casa, mamá se ponía media mal, mientras, papá se ponía a trabajar. El Altiplano, mercado recién inaugurado luego de demoler las antiguas caballerizas y perrera de los Policías. Un puestito consiguió agenciarse Dadnel y se quedaron. La casa allá en la tierra se vendió. Consiguieron un cuartito, luego un terreno por Israel.
Mamá Lucrecia no mejoraba. Lograron detectarle el cáncer a tiempo para darle unos 10 años más de vida. Nada más. Mientras, Hortensia, seguía tratando de descubrir qué la llevaba a sentirse tan sola, teniendo dos padres que la amaban con locura. Para tratar de sacarse la duda, estudió Psicología en la UNSA, pero no terminó, se le atravesó Quintanilla, profesor de academia que la conquistó explicándole sobre sinapsis y desbalances químicos. Eso podría ser. Y como preguntando, en la zona de hierbas del mercado donde trabajaba papá, le recomendaron la cúrcuma y la hierba de San Juan.
Pasaron los años y estaba mejor, mamá falleció, con Quintanilla tuvieron dos pequeños, puso su puesto de productos naturales, le llevaba de tanto en tanto su rico chicharrón a su papá. En eso llegó la pandemia. Y ahora estaba allí, caminando hacia el Hospital Honorio Delgado. En la mañana le dieron la noticia. ¿Cómo es la vida no?, justo ese lunes el bendito Gobierno liberó los negocios y podía ir a abrir su puesto y pasa. Misterios que nunca sabrá responderse.
Papá Dadnel se contagió porque salía a la tienda insistentemente a comprar pan. La dueña cayó enferma y cerró la tienda, una semana después le empezó la tos fuerte. No quería ir al hospital, así que trajeron a una enfermera. Ella trataba de hacer mates de kión con limón, algo de manzanilla, algo de gotas de eucalipto y miel en dos dedos de agua caliente. Pero la tos persistía y el oxígeno empezó a faltarle. “Dame dióxido”, le pidió una noche en que estaba en 87 de oxigenación. Quintanilla dijo que iba a comprar. Le dieron la fórmula. Pero no mejoró. Se lo llevaron casi inconsciente al hospital.
¿Cuál es la verdad final?, se preguntaba mientras caminaba apurada, no quiso tomar carro, mucha vuelta, el mercado no estaba tan lejos del hospital, bajas derecho, luego volteas y ya estas cerca de la UNSA. Un poco de vergüenza por no terminar la carrera y estaba en el hospital. La llaman del carro que contrató. “Ya estoy llegando”, contesta. La verdad es que no sabría decir cuál es la razón final. A ella años que no le vienen los ataques de ansiedad, anda más ocupada en sus hijos, su esposo y lo de su papá ahora. Su mamá pudo irse antes, pero alcanzó al bautizo del menor. Ni en el entierro le volvió la oscuridad. Su papá siempre fue fuerte, pero le agarró duro el bicho, pero a ellos no. Misterios.
Mientras espera que le entreguen a su padre, trata de no ahogarse en su propia negrura que intenta invadirla, someterla, recordarle sus fracasos. Se impone una idea, aún hay camino que recorrer, sus hijos necesitan de ella, su esposo malo que bueno anda bien nomás el desventurado, pero, ahora, quién más la necesitará es su padre. La negrura se disipa.
—De una buena te has salvado —le dice mientras suben al taxi.
—Habrá querido Dios no llevarme aún.
—El Doctor ya me dijo que no vas a poder comer grasa nunca más, así nada de gustitos, tampoco podrás ir a comprar pan, estás prohibido, ya sabes.
—¿Aunque sea un pedacito?, yo te quiero mucho.
Abraza fuerte a su padre, quisiera besarlo, pero aún deben cuidarse. Por lo menos la carne de alpaca se puede comer en estofado, no será lo mismo, pero habrá que acostumbrar a papá, piensa, mientras ve los cajones salir de la morgue al costado del Hospital y no puede evitar sentirse culpable, pero no sabe de qué y no quiere saberlo.
Quisiera contarte que el virus un día se fue. Pero no pasó.
A finales de noviembre se descubrió que el bicho mutaba, bueno, se descubrió que la OMS no lo dijo, no compartió sus descubrimientos. La gente empezó a circular las viejas teorías sobre conspiraciones para que el mundo redujera la cantidad de personas. Tonteras a full, pero ciertas. Cuando descubrieron los informes de avance sobre el virus y su proyección a nivel mundial, todo se les cayó. No te asustes, con el tiempo me he vuelto técnica en mi hablar. Vivir entre tanto dato científico me ha vuelto “cientipeta”, como nos llaman a los de la generación Covid.
El virus reinó entre el caos de las olas que contagiaban a más y más. Increíble, pero en medio de la catástrofe llegaron las elecciones en el país y se escogió al menos indicado para gobernarnos. Los precios se dispararon, los artículos de primera necesidad empezaron a escasear y los servicios empezaron a costar mucho más.
Pero, una tarde, un niño tiktoker de Loreto, soltó un video en que, mascarilla puesta, cocinaba arroz, con cebolla y yuca cocida, preparaba con un huevito más de sus gallinas, su almuerzo. Finalizó todo con la frase: “Dejen de quejarse y vayan a alimentar a las gallinas”.
Medio Perú se rio, pero algo comprendimos. Este virus nunca se iría. Sí. Pero nosotros tampoco.
En ese tiempo leí un cómic en Internet, el autor debió ser uno de esos que nunca pierden la esperanza, porque en una parte hablaba de la tierra y regresar a ella y cultivar los campos. “Todavía somos, aquí estamos y estaremos después”, decía esa parte. No la he olvidado pese a todo.
Alcohol en gel, mascarilla, careta. ¿Era sencillo no?, pero nada, empezaron a relajarse, la gente se quitaba la mascarilla cuando podía. En la ciudad fue peor.
Pero te conté que medio país no se rio del chiquito, esa otra cantidad comprendió algo y empezaron a migrar de retorno a donde vivieron sus padres y abuelos.
En algún lugar encontrarás respuesta a algo llamado “Terrorismo en el Perú” y comprenderás esto que te digo de volver de dónde salieron sus ancestros. Cuando retornaron se enfrentaron a la lucha por sembrar andenes ya en desuso, por recolectar el agua como antaño y a esperar las cosechas sin enfermar la tierra. Tanta sabiduría que podía combinarse con lo que los jóvenes encontraban en Internet.
Mientras todos en el mundo iban muriendo unos tras otros, cuando se desataron guerras por comida, los que regresaron a la sierra y selva se apertrecharon y sobrevivieron, ola tras ola. A los que llegaban los ponían en cuarentena antes de reingresar a los pueblos. Las rondas campesinas se retomaron como agentes de justicia y orden.
No fue fácil, en especial en la selva con los narcos, pero, al final, hasta a esa plaga la eliminaron. También, en el mundo no quedaban muchos que pudieran comprar droga.
Luego, años de incertidumbre, hasta saber que el virus nunca se iría y mutaría cada año.
Justo por eso te escribo, porque a algunos les da y salen bien, pero otros despiertan sin memorias y olvidan y contagian a los demás. Estoy en cuarentena hace una semana y siento que olvido cosas, y aún me falta pasar dos a tres semanas la enfermedad. Por eso, cuando despierte de esta pesadilla y encuentre esta carta, recordaré mi camino, bueno, eso lo harás tú.
PD: Te dejo escritas tus labores, funciones y tareas, porque en esta nueva Sociedad del Ayni, quien no trabaja no come, así de sencillo querida yo.
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Por: Sarko Medina Hinojosa, cuento publicado en Diario El Pueblo
Y cuenta las veces que jugaste de cara a la tarde, robándole minutos con tus soldaditos en plena selva de alfalfa, las maderas que eran Transformers, tus taps de chapas chancadas volando por el espacio, antes de ir por el té con pan y ver la tele.
Respira…
Y cuenta las veces en el recreo, a la pesca pesca, con los amigos huyendo de los de la patrulla escolar que decomisaban las bolitas, las caretas, los trompos, las figuritas de México 86, a la salida ir por los laberintos de tres pisos y ser el más capo esquivando los hoyos.
Respira…
Y cuenta las veces que te rasmillaste las rodillas jugando en la calle, al sensencaradesartén, pelotas duras y vóley con las chicas que te gustaban pero no les hablabas, la caídas en las biclas, correr a comprar chichasara y fideos, una fanta y tal vez ganarte el globo mayor.
Respira…
Y cuenta las veredas y las líneas de la muerte, saltarlas y esquivar los buzones de agua, contando los bochos de color rojo, pellizcando en octubre por cada beatito, y en el parque el lingo, saltando entre varios en la escalera humana, venciendo la gravedad.
Respira…
Y cuenta los huevos con arroz, las carnecitas fritas en medio del pastel de tallarín, el pastel de cumpleaños, los quequitos del sábado, las mazamorras al otro día, las pasas y guindones, ir por cachitos de mantequilla, pancito con yema, el domingo el adobo y el pan de tres puntas, darle un beso al anisado.
Respira…
Y cuenta las vacaciones, los atardeceres, los cuentos del abuelo Santiago, el Sanguito de Mamá Hilaria, la casa de la tía Hilda, de la tía Sabina, el olor a alfombra y olor a naftalina, la casa de la tía Delia, los primos jugando hasta el anochecer en una playa eterna allá en Camaná.
Respira…
Y cuenta los clavados en la piscina de El Filtro con los del Muñoz, allá en la de Sabandía, cuando tu amigo Pancho te jalaba en la llanta inflada, paseando con Álvaro en la campiña, jugando con Marcos en el parque de Umacollo, con el Larry yendo al cine con las hermanas, con el Alonso en la esquina de La Salle, aprendiendo a ser más que el Chavo y el Chato Púber.
RESPIRA…
Y cuenta las veces que amaste, las que ganaste, perdiste, te perdieron, ganaron tu vida, perdiste la tuya, te renaciste, te renacieron, te salvaron mandándote lejos, regresando para ser aquello que prometiste, y amando siempre la vida que te regalaron.
¡Respira!…
Y cuenta las cuentas del Rosario, vuelve a respirar por cada una, por las veces que te habló al corazón el amigo que caminó encima de las aguas, las que perdonaste y perdonaron, cada una de las personas que te ayudaron, cuenta las sonrisas de ella, tu esposa que te ama ahora sin tregua.
¡RESPIRA!…
¡Y cuenta las veces que soñaste con tu hijo! Cuéntalas una y otra vez, las sonrisas, sus alegrías, los deditos pequeños, los chanchitos de los pies, las veces que desapareciste su nariz, sus triunfos grandes que ovacionaste, sus pequeños dolores que abrazaste, no dejes de contar y respira, respira, respira que esto no acabará así nomás sin pelear, Medina.
¡Respira!… y ama en cada respiración.
Por: Sarko Medina Hinojosa, relato aparecido esta semana en La Central Noticias
—Si me muero, diles que siempre amé a mi familia y que nunca dejé de escribir.
Facundo se lo dijo a Fátima mirándola a los ojos, finalizando la cena, sabiendo que inmediatamente después recibiría una cachetada por su atrevimiento.
¡Plaf!
—No te atrevas a hablar así, mucho nos debes para que te vayas sin más. Déjate de tonteras y ayúdame con los platos.
Pero lo pensó bien antes de decirlo. La frase se le ocurrió, como siempre, en medio del trabajo alimenticio en el Banco, entre la póliza de Juan Benavidez Uscallata y el reclamo de cobro indebido de Guillermina Quispe Acencio. Clarito lo recordaba: “Voy a morir”, supo.
Las señales estaban allí, en sus pulmones. Cogió el bicho.
De camino a casa, ese día, recordaba que, en las catequesis del San Juan Bautista de La Salle, el hermano Marin les recordaba siempre que Dios era como el aire, estaba en todas partes y nada podía no estar con Él.
—Hermano, entonces ¿El Covid es algo así como Dios repartiendo castigo?
¡Plaf!
Podía sentir real el golpe que seguro le daría el hermano de La Salle, así, vistiendo en jean y con una camisa a cuadros, lejos de la imagen ensotanada del fundador de su instituto secular. Es más, luego de haberle dado el golpe, habría prendido un cigarro.
—Óyeme mocoso, no seas faltoso.
Eso le dijo una vez que se encontraron en la esquina de La Salle con la Goyeneche, por el 93. El religioso entró como profesor de religión al Muñoz Najar, que quedaba una cuadra más arriba y Facundo tenía amigos allí, a los cuales visitaba en la tarde, cuando salían y compartían del pico una botella de gaseosa barata mezclada con una aún más barata caña comprada por litro en la Sepúlveda y enamoraban a las chicas del Micaela Bastidas.
Al verlo, lo llamó y le ofreció la botella. Supuestamente no podría decirle nada, había terminado la secundaria en el San Juan el año pasado. Era un exalumno suyo y podía ofrecerle un trago.
—Vienes solo a malear a los muchachos. Cuando aprendas a ser hombrecito te aceptaré un trago.
No lo volvió a ver en esa esquina porque su enamorada, Fátima, estaba embarazada y se lo dijo ese día, cuando estaban en el parque de la vuelta y no aceptaba el vasito descartable con la bebida oscura, calenturienta y desagradable.
¡Plaf!
El golpe de su padre se escuchó a la par del grito de su madre. Hombres recios de contexturas resistentes eran ambos. En otra circunstancia seguro le metía su par de cabezazos y podía aspirar a ganar un round a su progenitor. Pero esa vez no. Aguantó un par de golpes más. Luego escuchó la frase cantada: “Así como fuiste hombrecito para embarazarla así deberás serlo para criar un hijo”.
Lo hizo. Empezó a trabajar en un taller mecánico y Fátima pasó el embarazo en casa de sus papás, hasta que pudieron alquilar un cuarto que olía a grasa de cerdo, en las alturas de Miguel Grau. Ella entró a trabajar en un puesto de ropa en el recientemente inaugurado Centro Comercial Siglo XX. Les fue bien, hasta que la criatura una noche tuvo complicaciones para respirar y murió a los dos días de neumonía.
Hereditario. Él también sufría de los pulmones. Fibrosis Quística.
Culpó a sus padres, descendientes casi directos de alemanes venidos en desgracia que recularon por estos pagos huyendo de la locura nazi. Fátima también descendía de polacos. Una casualidad inconcebible en tierra de mestizos como era Arequipa.
Igual siguieron viviendo juntos. Igual se buscaron en las noches por turnos para desfogar la ira que los consumía. Cómplices en la felicidad de seguir vivos y recordando aquello que los unía en la eternidad, tuvieron tres más. Hijos a los cuales cuidaban como oro.
¡Plaf!
Repitió el golpe, ahora dirigido a su hija. Dieciséis años y con ínfulas de modelo, que terminó engordando después del embarazo adolescente. Recuperó esbeltez, consiguió un tipo que la adoraba y se fue con él a los Estados Unidos. Era una culpa latente, ese golpe, la falta de paciencia, repetir el error, alejarse de sus padres y ahora también le tocaba. Fátima llorando la lejanía y culpándolo sin decirlo.
—Pero, al final nunca me contestó ¿Este covid será un castigo de Dios o no?
Mientras hablaba con el hermano Marin, tosía como loco. Afuera hablaban de que llegaba el presidente Vizcarra. Él esperaba que sí, para decirle que los tenían como bultos, que no pagaban a los médicos, que las obstetrices eran las últimas del carro, que el balón de oxígeno costaba 6 mil lucas, que sentía la culpa consumiéndolo, que lo ayudara a regresar a su hija, que no era escritor pero escribió hasta el final, que leyera esas palabras porque hablaba las verdades de la pandemia, que convenciera a su esposa de publicar el libro luego de su muerte, porque ella no creía en él.
Sus otros dos hijos estaban en la universidad estudiando ingenierías de minas y de industriales. El esfuerzo era grande. Ninguno de los tres desarrolló la enfermedad del primogénito. Suplicó a la hija extranjerizada que le haga la prueba al nieto y a los que siguieron. Nada. Una alegría futurista.
Cuando empezó la pandemia supo que moriría. Pero, no recibía señal alguna. Empezó a escribir sus memorias. Intento raro, ya que consideraba que su vida no era colorida, pero igual lo hizo, hasta se inventó pasajes para darle matiz y abordó el tiempo actual para darle contundencia. Al final le salió un texto extraño, que no iba a ninguna parte, con intentos de drama pero que no cuajaban o de humor negro, pero más claro, o así se lo hizo saber Medina, uno de esos chicos con los que paraba en la esquina de La Salle y que terminó siendo escritor. “Corrige como si de eso dependiera tu vida, allí te mando algunas observaciones”, le dijo en un mensaje de WhatsApp hace tres semanas.
¡Plaf!
Sonó el anillado en la mesa, cuando se lo entregó a su mujer un día después de la cachetada inicial.
—Hubo un escritor que escribió una gran obra para dejársela de herencia a su familia, no lo vas a confundir con el Chavo del 8, sus nombres se parecen. Si esto funciona recibirán algo de plata. Medina te ayudará a publicar esta novela. Aprovechen el drama de mi muerte, eso podría beneficiar la publicidad.
Fátima no dijo nada. Lloró en silencio esa noche, incapaz de poderle decir adiós mientras lo veía partir envuelto en frazadas en el carro manejado por uno de sus hijos.
La señal fue esa premonición en el banco. Las correcciones las hizo a conciencia mientras sus pulmones se llenaban de moco. Entregó el manuscrito a su Fátima junto al USB. En la noche estaba en una de las carpas del Honorio Delgado. Murió el día siguiente, por la tarde, después que el mandatario no llegara a verlos y supo que una mujer corrió detrás pidiéndole piedad por ellos, los estacionados en la cola de la vida o la muerte, luego que los escondieran para evitar que den mal imagen al Gobernador Regional.
—Hermano Marin, ¿por qué no me responde?
—Porque en realidad no estoy aquí y tú estás a punto de saber las grandes respuestas.
La novela se llamó: “Historia en cinco golpes”.
Fin
Este cuento fue hecho en su totalidad escuchando esta canción:
El agua con lejía sale formando un disparo que se abre en varias direcciones y moja todo con gotas de rocío.
Su primera esposa se llamaba así. Enamoraron cuando ella hacía su trabajo comunitario en un pueblo de la sierra y a él lo invitó un amigo de la universidad a pasar las vacaciones. Se quisieron mucho por varios años, pero, luego el 2020 cambió todo. En un poema, anticipando el final del idilio, ella le escribió: “Soy las gotas del rocío de la mañana que empaparán tus recuerdos, cuando ya no seas mío”. Era una gran lectora, le contaba sobre autores, sus anécdotas y fama.
Limpia el escritorio con delicadeza, sin apurarse. A su edad la rapidez solo conduce a sofocarse y, en esos días, cualquier acelerada a su corazón puede costarle caro. Para evitar cargar todo de una sola vez, en las últimas semanas fue desocupando sus cosas.
Admira la superficie de madera brillante. En ese escritorio, cuando lo ascendieron a jefe, con Rocío hicieron el amor entre risas y fingidos papeles entre el jefezote y la secretaria. Nunca tuvo una, solo asistentes varones con los cuales cumplió su labor diaria, durante 33 años. El mueble era de roble, sin necesidad de que se lo cambiaran en todo ese tiempo, solo una pulida y barnizada.
Allí firmó papeles, también los de su divorcio para enviarlos por PDF hasta el pueblo en que fue a refugiarse la madre de sus dos únicos hijos. Ella le enseñó a limpiar las cosas con cuidado cuando empezó la pandemia. La presión del trabajo, el miedo constante que llegara contaminado, los secretos que poco a poco salieron a la luz y sus propias ansiedades, los llevaron a la decisión final de o ellos o su trabajo. Se fueron los tres y él se quedó enfrentando la segunda ola del “bicho”, en octubre de ese fatídico año.
Un mes después, sus hijos le contaron que no sufrió mucho, dejó de respirar cuando llegaron al minihospital de la capital de provincia, que la crisis le dio en la noche y duró tres horas, nada más.
Le hubiera gustado estar allí. No se podía viajar. No alcanzó a llamarla. Nunca se lo perdonó, pero la vida le apaciguó el alma y ahora era un pinchazo que se le reavivaba cada noviembre.
Ahora, que estaría libre, podría visitar a sus hijos y rezarle a esa caja en la que estaba.
Podrá hacer varias cosas. Lo que no haría será enterarse, anticipándose siempre a todos, con la única tarea para la que se sabía perfecto: la de saber.
Se hace tarde, reanuda la limpieza, ahora en los equipos de cómputo. Su ordenador sí cambió en esos años. Tuvo uno muy básico, una HP 280. Luego, una Pentium 2, una i2, una MAC, muy mala al final que tuvieron que cambiarle por una laptop Toshiba y luego una i7, una celeron3000 y finalmente una iPac de Huawei con una resolución casi perfecta, aún para sus disminuidos ojos.
En todas ellas era la misma misión, redactar notas de prensa, documentos que el Gerente General debía firmar, autorizaciones, informes de investigación, saludos protocolares y demás. Siete jefezotes, pero él siempre permanente. Dos veces lo quisieron cambiar, las dos veces lo repusieron. Sus conocimientos no eran los más modernos, pero eran efectivos, concretos, sabía el teje y maneje en medios y también los internos.
Durante la crisis del 2020, sus conocimientos fueron esenciales para ahorrarle a la empresa multas en despidos o suspensiones perfectas. Conocía a todos los trabajadores y también algunos de sus secretos, de tal manera que acordaba con cada uno recortes salariales en beneficio del colectivo, con tal de no cerrar y que conserven sus trabajos, sin llegar a especificar su conocimiento, pero insinuándolo.
Solo una trabajadora no tuvo ese recorte. La Secretaria de Gerencia. Antigua como él, pero que le conocía un secreto. Abogó por ella.
La verdad es que tuvieron algo. Se llamaba Marta, como la canción y hasta se la cantó. Ella se reía de sus intentos. Le propuso algo sencillo, unas cuantas salidas, un par de veces en esa misma oficina y sillón terminando en una travesura meridional, con más risas que conclusiones placenteras. En un acto de sinceridad se lo confesó a Rocío a mitad del primer estado de emergencia nacional, como para quemar puentes y que se fuera con sus hijos a la seguridad de la sierra y su aire puro. El “bicho” la buscó incluso allá. Su sinceridad no valió de nada.
Marta no sobrevivió a la pandemia. Como tantos otros: Rocío, un par de sobrinos y varios vecinos. En la empresa fueron 6 los fallecidos. Golpes duros, pero se afrontaron, no se contrató remplazos, los que quedaban asumieron labores extra. Fueron 5 años de esfuerzo por no quebrar. Sus hijos se casaron y no abandonaron la casa en la sierra ni la caja de su mamá.
Luego de la pandemia y sus tres rebrotes, muchos prefirieron la paz de los pueblos serranos. El Gobierno dispuso que la Internet sea gratuita y eso mejoró el teletrabajo, en especial la docencia universitaria. Sus hijos eran catedráticos. Orgulloso, limpia la foto familiar. La guarda junto a un libro en su maletín.
Termina de limpiar, no quiere dejarle algo sucio al nuevo relacionista. Lo convencieron de retirarse. No mucho, ya lo había decidido. Su nueva esposa era algo menor y querían sembrar árboles frutales y hierbas aromáticas en una hacienda que compraron a precio regalado por Sabandía. Una buena inversión que pagó al contado, para no tener deudas. 50 mil dólares le costó.
—Muy bien, me retiro Don Fermín.
—Ok, Señor Mendieta. Pero, antes que se vaya, tengo una duda.
—Cuál será.
—Se supone que en su oficina había un pequeño museo de la firma, equipos antiguos y un librero lleno de ejemplares únicos. Pero, cuando se hizo el inventario el 2027, ya no constaban varios, así como reliquias invaluables en maquinaria antigua. Son 467 libros, incluyendo la colección de Historia del Perú de Basadre original con sus anotaciones, cámaras fotográficas, miniproyectores… la cual ahora vale una pequeña fortuna en Amazon.
—Claro, claro, pero, como consta en el reporte, al parecer se los llevaron los trabajadores de fumigación. Cuando regresamos después de la primera cuarentena ya no estaban. Raro en verdad, pero ha pasado tanto tiempo que ya ni recuerdo bien…
—Es imposible que tantos libros desaparecieran así. Esta empresa tiene casi 150 años, su área era la responsable de cuidar ese material.
—Sabe que los únicos que regresamos a este local fuimos un personal de secretaría, uno de recepción, dos de despacho y yo. Todos se fueron a la nueva central en La Joya mientras duró la pandemia, incluso Gerencia General. Luego, todo se pasó a digital y con el desbarajuste que se formó aquí en el centro, pasé solo en la oficina por casi dos años. Nadie quería venir a trabajar aquí. Solo yo me atrevía a venir de mi área para poder digitalizar todo. Fue un trabajo duro. Difícil. Pero lo hice, aprendiendo algunas cosas en el camino.
—Lo entiendo, pero no puedo firmarle su salida hasta saber qué pasó realmente con ese material, sería un gran activo de la empre…
—Digitalizar todo, es un trabajo que me dio la oportunidad de tener acceso a cámaras de seguridad y crear respaldos, fue una medida de seguridad que acordamos con el Ing. Benavente… estuvo como hace 5 gerentes generales antes que usted. Esas grabaciones eran de respaldo porsiacaso pasara algo con los de la central. Como sabe, en plena cuarentena dos de los servidores se malograron por una baja de potencia. Luego volvieron todos a esta sede, pero el resguardo de videos continúo bajo mi supervisión. Felizmente está todo salvaguardado… Bien nítido todo ¿sabe?
—Espere, eso no lo sabía.
—Sí, es parte de mi trabajo comunicárselo al nuevo Gerente cuando sale de su puesto, pero como el que se va ahora soy yo, le aviso. Aquí está el respaldo. Son 300 teras de información de los últimos años en 5 discos láser. Pero si desea ser exhaustivo, puedo entregar esta información a la junta de accionistas directamente para que nombre una comisión de revisión para analizar todo lo que pasó en esta sede, hasta puedo presentar informes, incluso lo de esos años, incluso lo de hace dos semanas… Porque si bien se puede borrar registros en la central de vigilancia, en estos discos, pues no.
Hay silencios nobles, cordiales, tensos, con el odio cargando el ambiente y hasta graciosos, silencios que se rompen con un beso apasionado o con una risa nerviosa, como fue ahora.
—No, no es necesario Señor Mendieta. Le firmo el cargo de los discos láser más bien, como dice lo de los libros está en el informe, no creo que sea necesario molestarlo, en especial por todo el sacrificio que ha hecho por esta empresa en el área de comunicaciones.
Mientras manejaba a su casa, el neojubilado piensa que los hombres repiten acciones y costumbres, pecados y excesos. En el caso del nuevo gerente general, también quiso celebrar su ascenso estrenando su escritorio. Pero la elegida no era su esposa. Era una de las jovencitas de despacho. Eso se notaba en los videos 5K. Lo que nunca se notaría, porque aprendió a evadir la filmación, sería la costumbre que tuvo de llevarse un libro cada día en esos años en que la soledad de su trabajo le permitía no solo aprender sobre digitalización de documentos sino también a manipular cámaras y averiguar costos de libros antiguos y máquinas vintage en Amazon, que con el tiempo aumentarían mucho más su valor. Incluso ahora, en su maletín, llevaba un libro autografiado de Mario Vargas Llosa para uno de los gerentes. Ese ejemplar de “Historia de un Deicidio” valorado en 5 mil dólares, le daría lo suficiente para pagarse un buen viaje donde sus hijos, llevarles regalos a sus nietos y, de repente, hasta un disfraz coqueto de secretaria para su nueva esposa. Sonrió.
La música no proviene de su celular, sino de un mp3 con bluetooth que tiene en la media, sujetado por un gancho. Tampoco proviene de esos audífonos estándar que lleva colgados, sino de un micro audífono que calza exacto en su oído derecho. No le costó demasiado, son de segunda.
Los golpes son asimétricos, volubles y sin sentido, él no pone resistencia. Una patada va a su cara cuando en el piso ha rebotado su cuerpo adolescente. Se cubre con las manos y minimiza el impacto. Las manos le quitan billetera, celular, los audífonos, la mochila con los víveres, las zapatillas, la máscara y la correa.
Mientras todo sucede escucha: “Levántate del suelo, bailando toda la noche, ¡Levántate del suelo! Bailando hasta el amanecer”, la estrofa más pegajosa de «Dancin» de Aaron Smith, pero, obvio, de la versión remix de Krono con la participación de Luvli.
Se para y casi escupe la sangre acumulada en su boca. De su otra media saca un poco de papel higiénico y allí bota todo y guarda en el bolsillo. De la parte interna de su pantalón saca una mascarilla quirúrgica y se la coloca. Tiene en otro dobléz de su pantalón un poco de dinero escondido, pero, para conseguir una movilidad debe llegar a la avenida, pero no compraría las medicinas… Empieza a caminar.
Suena «Pumped Up Kicks» de Foster People. “Todos los demás niños con los tenis caros, deberían de haber corrido, mejor corre, más rápido que mi pistola”.
Van tres veces que lo asaltan, con esta es la cuarta desde que todo ha vuelto “a la normalidad”. Esta vez no le han quebrado nada, pero le duele la pierna, no terminó de sanar bien de la última vez. Tiene que avanzar. Lo único que debe preocuparle es comprar las medicinas, está decidido. La próxima vez hará otro bolsillo interno para colocarlas allí, aunque le rocen y se le ponga sensible esa parte.
Se cae.
“Te quiero a mi lado, para así nunca volver a sentirme solo otra vez. Ellos siempre habían sido muy amables, pero ahora, te han alejado de mí, espero que no consigan entrar en tu cabeza, de todas formas, tu corazón es demasiado fuerte. Necesitamos traer de vuelta el tiempo que nos han robado”. Quiere detener un poco el tiempo mientras recupera la respiración en medio de las notas de Milky Chance y su «Stolen dance».
En el piso comprende que la anestesia de la adrenalina se le ha pasado y recién empieza a sentir el verdadero dolor de las heridas. Respira. Calcula. Una hora para que se active el toque de queda. De repente un policía lo pueda llevar, pero recuerda que a los heridos los dejan en el piso hasta que alguna ambulancia se apiade y los recoja. Ya murieron varios así. Es el protocolo.
La farmacia más cercana está a diez minutos arrastrándose. Debe llegar. Debe comprar. Ella debe tomar su pastilla. Debió salir ayer. Se distrajo, la flojera, no quería salir. Era un mal hijo.
No. No podía serlo, no mientras ella lo necesitara.
Llega a la farmacia y logra pararse. El dolor cede. Compra gasas y naproxeno para él, una bebida energizante.
—¿Puede caminar?
—Sí, me queda media hora de camino arrastrándome.
—¿Perdón?
—Es una broma, ya puedo caminar —responde a la boticaria.
Retoma el paso y se siente más seguro. Para evitar un nuevo asalto, va por la avenida, aunque sean 10 minutos más.
Avanza sin detenerse, solo para respirar y verificar que no sangra más. Uno de los ladrones por placer, por joder, por las drogas, por la violencia en su ser, le había punzado una de las piernas. La sangre no mana de la herida. Siente hambre. “Enfermo que come no muere”, se repite, soñando despierto con el pan que le espera, de repente y le puede agregar jamonada. Mañana no la comerá en el desayuno en compensación.
Sube un poco más el volumen de la canción que suena en ese momento. Es de Of Monsters and Men, se llama «King and Lionheart» y puede recordar el videoclip, dos hermanos (o una madre y un hijo) que son esclavos, escapan pero se separan; el video queda en suspenso, la muchacha corre para salvarlo, a pesar de los que la persiguen. “Y mientras el mundo llega a un final, yo estaré aquí para sujetar tu mano, porque tú eres mi rey, y yo tu valiente, un valiente, un valiente”.
—Yo soy tu valiente, mamá —casi grita en medio del silencio de la calle y sigue avanzando.
Unas sombras lo han escuchado y se acercan. Las mascarillas los cubren. Pueden ser ladrones o policías. No lo sabe. Él solo escucha la canción y avanza sin miedo a nada ya.