
Costillitas de chancho con chaufa, en el restaurante al frente de la Iglesia de la Compañia en Arequipa
Preparé hace poco en casa una especialidad peruana de fusión: tallarín chifa. Los ingredientes hoy por hoy son de fácil adquisición. Entonces manos a la obra, me dije: a cortar el pollo en tiras para freírlo, los tallarines frescos abundan en los puestos de mercado, así como las botellitas de salsa de ostión y del aceite de ajonjolí que al final le dan el sabor oriental junto con el sillau. Las verduras como la col china y el holantao, o los brotes de soja, también son de venta común y ni qué hablar del brócoli, pimiento, tomate y cebolla. Todo para saltear en el wok y, cuando sueltan el jugo las verduras, se le agrega a la salsa un poco de harina de chuño para que espese y salga espectacular, corriges la sal y a servirlos generosamente encima de los fideos amarillosos de sabor.
—¡Papi está rico! es el mejor chifa que he comido —me contesta la corta edad de mi Mathías.
—Claro pues hijito— respondo hinchando el ya grueso pecho. Pero no se queda allí, mientras sorbe un fideo rebelde, me pregunta si este es mi plato chifa preferido. Tengo que responder que no.
Hay cosas que uno no concatena de su propia historia, hasta que las ve a la luz del cristal del tiempo, que todo corrige y coloca en línea. El mejor plato de chifa, esa variada fusión de platos criollos con la magia oriental, la probé en la ceja de selva peruana.
Oxapampa es una provincia de Pasco, región central de nuestro país. Por allí pasa la Carretera Marginal de la Selva y llegas a La Merced y de allí, unos cuantos cerros cubiertos de selva y vueltas que dan a hermosos cielos y quebradas y precipicios que se vuelven trampa mortal en verano, más unos cuantos letreros anunciando el pueblo, se encuentra Villa Rica, ciudad cafetalera por excelencia, lugar paradisiaco en el que con mi madre pasamos casi un año mágico. Una de las salidas, digamos, de premio que nos dábamos al mes, era ir a un chifa que quedaba en la calle central. Desde que probé la delicia llamada “Pollo con ajonjolí”, acompañada de blanco arroz, creo que no he vuelto a probar algo similar en cuanto chifa he visitado en los últimos años. Como era un gusto algo caro y solo de contadas veces, lo atesoro junto a ese año mágico, feliz y también doloroso.
Tan grandioso me pareció la combinación de las semillas de sésamo, con la salsa y el pollo frito, que, casi un año después, ya instalados en Arequipa de nuevo, con mi mamá salimos a buscar un chifa porque me antojé del suculento majar. En el único que encontramos en esa época en el centro, no tenía nuestro plato, pero sí uno parecido que no recuerdo. El problema vino al pagar la cuenta, mi madre tenía un billete grande y no tenían vuelto, aparte que nos cobraron sin avisarnos el plato de arroz. Ahora que rememoro, mientras mi mamá renegaba al lado de la caja, me sentía muy culpable por insistir con mi antojo, el cual nos estaba resultando caro y molesto.
—Papi te quedaste pensando.
—Perdón hijo, es que la memoria a veces nos trae buenos recuerdos… pero también algunos agrios. Es como un buen plato de chifa al final, que tiene dulce y también salado, pero por allí un poco de ácido y amargo, para recordarnos que la vida es una fusión de momentos de todo tipo. Ahora termina tu plato y si quieres ¡repetimos!
Por: Sarko Medina Hinojosa, cuento aparecido en Diario El Pueblo 03/02/18