La pampa andina está tranquila, hay algunas nubes en el cielo y el viento está suave. El animal se traslada por la planicie. Al llegar a la carretera espera pacientemente entre las sombras de unas rocas, frente de ella un claro entre los nubarrones ilumina la carretera. Es una hembra majestuosa de puma, última de esa vasta zona de serranía y madre de tres cachorros que la esperan en una cueva cercana. Es la quinta noche del plenilunio y el hambre arrecia. Pero espera paciente. La luna su apu guardián, la poderosa Quilla, que brilla en el cielo de manera total, la observa.
El asentamiento minero, construido algunas décadas atrás, con lentitud, pero con extremada eficiencia, mermó la fauna y flora del delicado ecosistema de la puna. Pero lo más inaudito para Quilla es que los hombres están planificando irrumpir con sus perforaciones en su santuario, aquel que le construyeron hace siglos también hombres, pero más respetuosos con los poderosos apus tutelares.
El felino tiene una deuda eterna con su protectora. Ella le provee de alimento cuando ya no queda nada que cazar. Así, como han convenido, la luna está llena y alumbra entre los resquicios justo ese punto. Un vehículo se acerca. El chofer y sus acompañantes viajan confiados. De pronto, la intensidad del brillo lunar se acrecienta en un momento dado en el punto exacto para que su luz y la de los faros del vehículo se fundan y permitan que la sombra del felino saltando por delante del carro haga caer presa de pánico a los viajantes, en especial al chofer quién hace una maniobra temeraria que termina por desbarrancar al vehículo por el farallón al lado de la pista.
El ágil animal se acerca a los restos humeantes. Con lentitud ingresa a lo que queda de la cabina y saca a tirones los cadáveres que alimentarán a sus crías y a los animales menores de su territorio, hasta que de nuevo pueda tender una emboscada de ese tipo con la ayuda de su apu guardián. La luna sigue al animal que animal arrastra los cadáveres, mientras miles de insectos borran las huellas dejadas para despistar a los que vengan alertados por el accidente.
Llegada hasta el antiguo santuario, la puma arranca las cabezas de los hombres para colocarlas en lo que fuera el altar mayor. Allí están, con las cuencas rígidas de los ojos en dirección al cielo, para que en ese momento la ofrenda se bañe con los rayos de Quilla en señal de pleitesía. La puma, terminada la ceremonia, retorna a su cubil.
Cuento publicado en el libro «La Venganza de los Apus»