#ElComecuentos: Una mascota para Mathias

Iván Ferreiro tiene una canción que se llama “Promesas que no valen nada” desde el tiempo que pertenecía a la Banda de Los Piratas por los noventas y en uno de sus versos dice: “Prometo que no voy a pensar en ti, prometo dedicarme solamente a mí”. Después de Rinti no quise tener una mascota propia. Aun cuando Pulgar regresó a mí como parte de la herencia no explicada que dejó Mamá Hilaria, no lo consideré mío, porque Patty era la que más lo veía, alimentaba y abajo, en el primer piso mis hermanos, tío Max y mi mamá lo cuidaban. Solo era un testigo del amor que recibía.

Le prometí a Rinti cuando murió que no amaría a ningún perro como lo amé a él y sus esperas cariñosas a mis llegadas terribles salvando la poca vida por calles que querían mi muerte, a esa sonrisa que me hacía sentir acompañado. Es difícil dejar que alguien entre a un corazón que no olvida. Pero Mathias estaba creciendo, mientras esperábamos al segundo bebé, necesitaba un deber, una enseñanza, pensamos.

Al principio la negativa era concreta, era muy pequeño para tener mascota. Hasta que un día del 2016 dije que ya, pero que el cachorro en cuestión (obvio que sería un machito) no pasara los 50 centímetros de largo (recordaba a las dos Titinas que tuvimos en casa y lo fácil que era criar perro pequeño y más aún en departamento). Patty, que para periodista más parece investigadora privada, se puso a buscar adoptar a un pequeño perrito. Facebook que todo lo sabe, le mostró la historia de uno de raza indefinida que estaba a punto de sacrificarse por ser el último de su camada. Sin preguntar más se fue al rescate.

Lo primero que vi cuando llegué a casa ese día del trabajo fue una masa negra de pelos y mis recuerdos de las engreídas de Mamá Hilaria volvieron a la mente y casi pido que lo devuelvan, pero no era Pekinés. Luego pregunté por su sexo y ya estaba buscando el número del anterior dueño porque era hembrita y me vi lleno de perritos por todos lados mordiendo mis zapatos como Pulgar o meándose en mis sandalias y dejando sorpresas frescas en mis muebles. Pero el casi infarto vino cuando apareció su hocico puntiagudo y las manchas de fuego por varios costados. ¡Era un perro boyero, o peor, una mezcla de doberman con gran chusquez, un pastor australiano, cualquiera de esas razas que son grandes, comen como tiranosaurio y hacen caca como para abonar una hectárea en Majes!

Luego de varios minutos la sentencia fue dada: no podría crecer más allá de los 50 centímetros sino sería dada en adopción. La bolita de pelos parece que escuchó ya que puso cara de “Ya fui” y no quiso comer más.

Días después la vacunaron. Días después se puso mal. Vomitó y temblando en la noche se tiró al piso. Era como si la noche nos llegara a todos. Podría ser distemper. Al día siguiente el veterinario sentenció que era eso y que debíamos sacrificarla.

En casa parecían un velorio anticipado. Todos lloraban menos el tipo duro y dictador que iba a cumplir la sentencia, seguro, porque no la quería, porque se quejaba de los charquitos que aparecían justo debajo de sus zapatos, que no acariciaba al pequeño bultito que lo miraba desde su cama con ojos de terror. Bueno. Ese ser duro y frío que prometió no encariñarse con esa criatura, pues… se ablandó y convenció a los deudos adelantados a buscar una solución, pero la veterinaria esa es cara, sí pero es la única que tiene despistaje de distemper, pero en la combi no dejan subir perritos, llévala en taxi, que las medicinas, deja que hay un ahorrito por allí. La nueva veterinaria resultó ser mucho más acuciosa y el descarte de la enfermedad mortal animó a todos a seguir el tratamiento de lo que tenía, pues era una anemia severa. Había que darle mucha, mucha comidita, no importa la caquita.

Coda: Al año de que llegó a casa, Alana, cuyo nombre se le puso por un personaje de un dibujo animado que le gustaba en ese entonces a Mathias, había ganado peso y estaba algo, no mucho, pero sí, ummmmmh estaba gorda. Una tarde en que me enojé con la pobre porque dejó un regalo marrón en el piso que justo pisé, exigí la cinta métrica para cumplir mi promesa y corroborar que esos 50 centímetros no hubieran sido rotos, sino!!!!! Al ver su carita preciosa con esa sonrisa que me llegaba desde el pasado a lamer mis ya nunca más ebrias manos, recordé otra estrofa de la canción de Ferreiro: “Y rompo las promesas que me hice a mí, prometo pensar en ti”. Los temerosos testigos de la sentencia preguntaron por el veredicto. —Tiene 55 centímetros… pero es porque tiene pelos largos en las orejas y eso crea una mayor percepción de…— Ya no importaba la sentencia, el juicio estaba ganado.

La canción: https://youtu.be/dVQg-kpOTOw

Por: Sarko Medina Hinojosa, historia aparecida en Semanario La Central.

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