Se presentó la oportunidad de dictar un taller de autobiografía en el Aula del Saber de la UCSP. Era para adultos mayores. Migrantes. No dudé en decir que sí.
Si algo he aprendido de la escritura es que es una poderosa herramienta para llevar al papel, o, en estos días, a la pantalla digital de la computadora o el celular, recuerdos que la memoria deja a un lado dormitando.
Para empezar, conté la historia clásica de Marcel Proust y el quequito remojado en mate que lo llevó de nuevo al Combray de su adolescencia. Allá le dicen ponqué, me enseñaron.
Y es que pensé que ayudaría a los participantes a recordar mejores épocas, nutrir con las experiencias actuales y confeccionar textos que se queden para que sus descendientes conozcan sus historias. Pensé nomás. La realidad me devolvió una serie de historias que han calado dentro mío, como el testimonio de alguien que presencia un hermoso pasaje. Cada una de las participantes, porque al final perseveraron cinco, me ha entregado en las sesiones sus alegrías, tristezas, enojos, luchas y desconciertos sobre el futuro, en relatos que abarcan diferentes lugares de Venezuela, condiciones económicas y vivencias familiares, pero todas, atravesadas por el mismo destino en algún momento: el tener que migrar para poder salir adelante.
Para mi ha sido el comprender un poco más las historias que impulsaron a familias enteras a buscar en otro país aquello en que el suyo era ya imposible. Y saber que, pese a eso, el amor por su patria permanece intacto, por sus tradiciones, sus comidas, familia, fallecidos.
Pensé que les iba a enseñar algo, pero, en realidad me han enseñado más en estas sesiones. Y es cierto: que lo que escribimos con la vida retumba en el universo. Gracias queridas alumnas.
Y quisiera soñar ser grande y abarcar el mundo entero, con las corrientes del mar llegar a lugares donde sólo imaginamos los de mi especie. Saltar de roca en roca descubriendo manjares y velar porque las crías nazcan sin peligro.
Pero no puedo.
Y quisiera que el hombre no nos elimine solo por placer, para así no tener que cuidarnos en el vuelo, evitando los peligros de acercarnos a ellos, sin temor a que nos peguen, nos capturen, nos usen para adorno o comida.
Pero no puedo.
Y quisiera que las plantas crezcan libres, que se expandan hasta donde puedan, que allí vivan los animales de la tierra, sin que nadie, más que entre ellos, se coman. Hay un orden y ese orden se conserva, así lleguen grandes lluvias, así lleguen tiempos de seca.
Pero no puedo.
Y quisiera que las montañas sigan con hielo, que los ríos traigan agua y no se los mate, que en los océanos no floten restos que asesinen, que no arrastren en redes a aquellos que después ni para alimento servirán.
Pero no puedo.
Y quisiera que los humanos no compitan contra nosotros, que dejen de matar lo poco que queda, que no usen a su gusto la tierra, como si de un basurero se tratara. Cada día los veo caminando hacia donde ni siquiera ellos saben.
Pero no puedo.
Y quisiera poder mirar en el futuro y encontrar aquella paz, si alguna vez habrá, para poder adelantarla, contarle a los hombres el cómo lograrla y que sanen sus heridas.
Pero no puedo.
Porque para los hombres solo soy un animal sin alma, que no piensa, que no sueña, un objeto nada más. +++++++++++++++++++++++++++++ Por: Sarko Medina Hinojosa
Desierta la sed del hombre, sin algo para beber, tanteando tal vez un manantial en tu ser. Más tarde que después te hallará, en algún juzgado terrenal, si te apiadaras de su clamor saciar…
¿Vendrás?, pues estamos tantos y tan pocos, y miramos que eres mucha y escasa para todos y te escondes en tus redes y nos derivas a la muerte solitaria de no saber más de lo sabido en nuestras memorias y después ¡QUE!, seguirás huyendo de nosotros como el cruel conejo del hambre del lobo, hasta cuando nuestras secas palabras te adularán y te pondrán en pedestal de gloria y tú, cual vil escoria, tratarás a nuestra ansiedad de saber más de lo que dicta nuestra perdida moral, que no hace más que sacrificar la libertad inherente en cada cual de nuestras conciencias, no tienes razón de morir en vano; ¡Revive!, brota como el pájaro que se quemó en sus propias pasiones, ¡Vuelve!, si estuviste, o nace si nunca empezaste, porque tantos estamos en espera dentro de nuestras conchas de metal, ansiando tu voz con solo nuestras fuerzas encausadas en un río de pálida-rojiza vergüenza, la que nos hace seguir en días de días, en la cruel senda de nuestras culpas; ¡Culpas?, si tantos y tan pocos sabrémonos culpables de humanas acciones y así levantamos la voz para preguntar: ¿Dónde llegarás?, ¿A quién en tu manto acogerás?, y seguimos el paso, en varas y mallas, en alambrados y reflectores, en barras y ranchos rancios, en patios cerrados, en sólidos muros y visitas cada miércoles, esperando tiempos, generaciones y dioses, cómo la cascada que limpiará nuestros corazones y parará la sed, ¡La gran SED!, de los que estamos en muchos y grandes monumentos a la Ley del Hombre, y que te ansiamos día a día en el desierto de nuestras esperanzas marchitas en papeles membretados, que navegan en el mar de los sellos de idas y vueltas entre secretarios malhumorados y licencias para comer de días y meses que archivan esos mustios pétalos donde van impresas las ganas de ver de nuevo el sol desde la plaza del pueblo, de la ciudad, de la calle que nos vio parir.
Mientras llegas, nuestra fe, finita o inconmensurable es, ya te puso un nombre, te marcó con su deseo y te llamó: ¡JUSTICIA!