Todos sábados, durante un verano entero, con mi pataza Pancho nos íbamos a jugar frontón al parque de La Isla. Allí los pitucos de la zona aprovechaban a sus anchas, pero también invasores como nosotros, que bajábamos del barrio casi marginal de la parte baja de Mariano Melgar. Era si mal no recuerdo 1993.
Casi a eso de las ocho, llegaba a casa de mi amigo. Me gustaba entrar un rato y respirar el aire a familia que se vivía allí. La raqueta de él estaba con varios estickers pegados, la mía lo mismo, hasta con una enorme lengua de los Rolling Stone y ni sabía bien nada de ese grupo a no ser Angie o Píntalo de Negro que era la canción de una serie paja de Vietnam llamada, obvio, “Nam”. Fintosos éramos.
Un sábado, que ni me acuerdo de que hablábamos, cortamos por la calle Tumbes, supongo que le terqueaba que por allí era más rápido que la ruta de siempre por la Simón Bolívar. Había un hombre tirado en la vereda. Pantalón de jean y un polo rojo, desteñido. Estaba sin zapatos. Creímos por un momento que era un borracho y lo tratamos de esquivar. Al acercarnos llegamos a ver que se movía. De su boca salía borbotones de sangre y espuma. No sabíamos que hacer. Otras personas se acercaron y las versiones que si era un borracho, o que se había caído y golpeado, que lo habían asaltado o que le estaba dando un ataque, se difundieron. Con Pancho nos terminamos yendo.
El juego no fue tan interesante ese día y nos regresamos temprano. Como pactado desde antes nuestros pasos nos llevaron a la misma calle. ¿Queríamos encontrar al hombre? No lo sé. Lo que encontramos fue una mancha de sangre en su lugar.
—¿Estará muerto?
—No creo, supongo que lo habrán ayudado.
—Nosotros no lo hicimos.
El silencio nos invadió a los dos camino a su casa. No volvimos a hablar del tema.