Por: Sarko Medina Hinojosa
En la foto balanceaba una cabeza en su mano derecha. Irma tendría unos catorce años y nadie le había dicho que los besos se piden, no se arrancan, no se obligan. Lo sabría años después, comprendiendo que todos sus males florecieron como una materia ponzoñosa después que les tomaran esa foto en el colegio. Día de la Primavera y tenía una muñeca porque estaba disfrazada de mamá.
Los tiempos eran duros. Las calles vomitaban personas mientras respiraban humo de las bombas lacrimógenas. Era como una mala película de bomberos que vio por esos días. Musculosos que no se quemaban en medio de un incendio, pero, el humo, lo suficiente como para que se viera el rostro en primer plano del héroe. Los hombres siempre salían de héroes en esas películas, salvando damiselas. Por eso prefería las películas japonesas, allí las heroínas tomaban el destino en sus manos. Pero recién les agarró el gusto después, con Raúl que le hizo mirar animes.
—Estás recordando la marcha del dos mil ¿no?
—Sí, es inevitable. ¿Qué será de la vida de Jasson?
Escuchó el grito, eran dos muchachos. La guerra estaba desatada desde el día anterior, 26 de julio. Tenía un puesto de comidas en Jirón Azángaro con la Avenida Roosevelt. Le vendió casi todo a los participantes de la Marcha de los 4 Suyos. Hasta le pareció ver a Toledo con una vincha, pero solo le pareció. El grito era de dolor indecible. Dudó mucho, ella no se acercaba a las personas de por sí, menos a hombres. El que jalaba al herido la miró. “¡Ayúdame!”, le gritó.
—Eras una mocosa agresiva, ni entiendo cómo te aguanté.
—Qué dirás, eras un otaku casposo, alégrate que me fijé en ti, como dicen ahora, hubieras muerto virgen.
La herida era grave, no sabía cómo ayudarlos. Su pequeño Luchín de seis años estaba asustado. “Súbelo a mi carro”. No estaba caliente, la cocina la había apagado hace horas. Ni sabía porqué se quedó, ni gente pasaba, solo esos dos desafortunados, ni bien empezó la represión policial y recibieron los perdigonazos. Fue curioso ver a una chica con un niño en brazos y un muchacho empujando un carrito de comidas con un cuerpo gritón por el Jirón Aljovín, voltear por la Carlos Zavala y reclamar a los del Hospital de Emergencias Grau que atendieran a Jasson.
Los hechos fortuitos crean grandes historias de amor, o eso ella creía. El otaku regresó tres días después a comer a su carretilla. No le habló. Al día siguiente se apareció, pero no comió nada. Las cosas se estaban poniendo de nuevo feas, nadie reconocía a Fujimori como presidente, se hablaba de nuevas marchas, pero, el vandalismo de la primera y los detenidos por la fuerza, desanimaban a varios. “Siéntate pues, parado no vas a comer”, le dijo y no le cobró ese día. Pasaron los meses y, entre su terquedad de no dejarse ni tocar y la timidez de Raúl, que recién a la cuarta vez que se vieron le pudo decir su nombre, avanzaron por una relación de mudos. Ella vendía, él llegaba por la tarde, recogía los platos, lavaba y jugaba un rato con Luchín. Luego la acompañaba a su cuarto, ella le daba algunos soles, siempre los rechazaba.
—¿Crees que le pasará algo?
—No pienses, es lo que mejor haces.
En la foto sostenía una escarapela hecha de papel cometa. Raúl tendría unos diez años cuando la muerte de su padre, pescador en La Punta por una intoxicación alcohólica, lo sumió en una mudez que nunca comprendieron su madre y hermanos. Terminó quinto de secundaria y se largó a Lima, a vivir en un cuartucho arrendado en Barrios Altos. Su mayor pertenencia era un televisor de 14 pulgadas y un VHS, donde miraba las series japonesas que le gustaban. Trabajaba vendiendo repuestos de televisores en un puesto en Polvos Azules. Siempre supo que algo no andaba bien, a veces no entendía ironías y se tomaba todo literalmente.
Irma le confesó, una noche que intentaron de nuevo emparejarse, lo que le hizo el soldado allá en su pueblo, luego de la ceremonia en el colegio y las veces que lo repitió, amenazándola con matar a sus padres, hasta que quedó embarazada y tuvo que venirse a Lima, despreciada por esos padres que intentaba proteger. No lo intentaron más, hasta que decidieron irse a vivir juntos al cuarto de ella. Pasó un año. En ese tiempo también le contó sobre su padre y, aunque de borracho abusaba de él, de sano era un buen tipo. Le confesó que tampoco para él era importante tener relaciones, solo que, bueno ya sabía era un mundo donde todo giraba alrededor de eso.
—Es tarde y no ha llamado, me ha dejado en visto toda la tarde.
—No es un chiquillo, además le dijimos que cualquier cosa corra nomás, que no se haga el héroe.
—Si le pasa algo será tu culpa.
—Le hemos contado tantas veces la historia de nosotros, que seguro quiere encontrar a su amor.
—No bromees, sabes que no entiendo, él no es como nosotros.
—Claro pues tonto, él es mejor, está en la universidad, tiene buenas notas, y ya tiene enamorada.
—No me ha contado.
—Claro pues, si te quedas mudo y no hablas, con cuchara hay que sacarte las cosas, varias veces pudiste preguntarle a dónde iba tan trajeado y solo le dabas plata.
—No me di cuenta, pensé que a la universidad a una exposición. Y tú ¿desde cuándo lo sabes?
—Tiempo ya. Una madre sabe.
El tiempo ha pasado. Se desilusionaron de Toledo, de Álan, de Ollanta y de PPK. Por allí le tenían fe a Vizcarra, pero, el martes lo vacaron de presidente y ese jueves su hijo se fue a la marcha. Irma le puso un polo de repuesto y vinagre en su mochila. Le metió cincuenta soles en el bolsillo. “Por si se hace muy tarde vete a un hotel, pero llamas”, le susurró.
Escucharon las noticias, llamaron a los hermanos de Raúl, su hijo Luchín se llevaba bien con varios de sus primos, con ellos fue a la marcha. Les contaron que la Policía los dispersó a punta de lacrimógenas y no sabían nada de él desde el día anterior. “Es uno de los heridos, que vayan a averiguar”, pidió Irma con clarividencia y Raúl suplicó por el celular.
Una hora después les dieron la noticia: estaba en el Hospital Guillermo Almenara, tenía una herida de bala en el pecho, pero no lo iban a operar, estaba estable, la bala seguiría allí, en el pulmón hasta poder operarlo sin riesgo.
Se miraron a los ojos. No gritaron ni lloraron, sabían que el mundo es así, tienes todo por un tiempo, luego viene la prueba, lo habían conversado varias veces, no era tan gratuita tanta felicidad. Agarraron el dinero de los ahorros para comprar el puesto en el mercado de Ventanilla, sabían que les iban a pedir medicinas. Mientras, en la tele veían al primo de su hijo reclamar que los efectivos no quisieron que se sepa. Lo mismo le pasó a su amigo Jasson, que quedó con la pierna dañada para siempre y nunca lo consideraron entre los heridos del año dos mil.
—Nos tenía que pasar a nosotros.
—No solo a nosotros, mira a tu alrededor, es lo mismo que en esa vez, solo que la bala la recibió nuestro hijo.
—Es verdad, en este país todo da vueltas y se repite como un mal remake de anime.
—Ahora que me acuerdo, hay un celular que dejó porsiacaso en su cómoda, allá lo cargamos, para que vea sus series cuando despierte.
—¿Y si no lo hace?
Irma no necesitó pensarlo mucho, la respuesta la tenía atravesada en el alma desde adolescente.
—Si mi hijo no despierta, quemo todo y tú me ayudarás.
Raúl sabía que lo haría. Se llevó los fósforos de la cocina en el bolsillo.