Inmediatamente sintió como sus manos cambiaban. Sus dedos que antes rozaban sus lágrimas se iban llenando de plumones, pequeños cañones de los cuales salían hilos que se emparejaban ante un centro como de caña hueca. Su piel se erosionaba ante el ímpetu de la transformación. Sus huesos se aligeraban, se sentía menos pesado pero más conciso. Sus ojos perdían pestañas y las cejas se volvían una nada. Su rostro se adelantaba teniendo una estructura más ósea en vez de nariz.
Segundos antes la muerte era su destino, lanzado contra el vacío del abismo del asfalto por ese hombre que nunca le dijo “hijo”. Ahora, en un incomprensible estado, con el tiempo detenido: su cuerpo cambiaba. Él cambiaba.
De pronto lo asaltó el miedo. Quiso volver. De repente dar una oportunidad al destierro que sufrió desde siempre. Quiso pensar que era posible retroceder para hacer bien las cosas, de repente ser más bello, más blanco, más atento, menos hambriento, más obediente. Supuso que eso quería ese hombre, que fuera hasta más vivo para vender golosinas, para arranchar billeteras, para escabullirse con el dinero en los negocio. Quiso suplicar por una segunda oportunidad… pero no lo hizo.
Comprendió que no era posible, se estaba transformando, saliendo de su miseria de creer que un poco de hermosura cambiaría el desprecio de aquel que nunca lo amó. Por fin entendió y sonrió.
Finalmente, transformado en algo incomprensible pero cercano, cálido, lanzó un graznido que traspasó el infinito y se echó a aletear con un conocimiento innato, como si siempre hubiera sabido que su progenitor terminaría por echarlo por esa ventana algún día y que su pedido de ser libre sería cumplido.
Una sombra alada surca la ciudad en busca de aquello que nunca encontró entre los hombres y que espera hallar en la plenitud de la libertad de los cielos.