
En 1990 mi mundo se descuajeringó de tal manera que terminé a más de tres mil kilómetros de mi Arequipa natal, estudiando en el Emblemático Colegio Santa Apolonia número 34418 en plena ceja de selva peruana. Estaba en sexto año de primaria y por pasar el mejor año de mi existencia junto a mi madre.
Dentro de todas las aventuras que pasamos, recuerdo la primera noche que dormimos en el cuarto que alquiló en una casa multihabitaciones y baño común. Estábamos roncando de lo lindo en el colchón que tiramos encima de unos cartones, a espera de una buena cama de madera tornillo, cuando, iluminada por la luz pública que hasta las 10 se mantenía encendida, una araña del tamaño de un camión; bueno, del tamaño de un Datsun del 78; está bien, una araña del tamaño de mi mano de diez años y ya no exagero que así fue, caminaba lentamente, proyectando sus patotas en la inmensidad de la noche llena de temores míos contra los arácnidos.
Allá en Arequipamanta, en la huerta de la casa, vivían libres y hambrientas, una colonia inmensa de arañas en la mata de romero que teníamos. Hasta creo que les hablaba y no sé que cosas les decía en la soledad del hijo único. Pero un día en canal 8, “El Canal de Arequipa”, pasaron el capítulo donde a Punky Brewster y sus amigos caían en una cueva embrujada y su continuación en la cual una enorme araña los aterrorizaba (y de paso a mí para toda la vida con respecto a los arácnidos y sus variantes). Así que esa noche mi grito alertó a mi madre que no tuvo mejor idea que prender la luz y decirle “shu shu” con la sandalia porque también les tenía miedo a esas arañas selváticas que cazaban ratones.
Pasados los sustos y aclimatado al cafetero clima de Villa Rica, hermoso poblado de Oxapampa en Pasco, mi temor a los animales oriundos desapareció. Mi madre estaba haciendo su SERUMS y la odontóloga y la médica de la posta vivían en otra casa multihabitaciones en un segundo piso. También vivía allí un caballero mayor que tenía un minizoológico en su casa de campo del lugar. Era en realidad un albergue de animales que fueron rescatados. Papagallos, loros, piwichos, tigrillos y boas abundaban en el lugar. El caballero estaba enamorado hasta el tuétano de la doctora Silvia y complacía todo lo que ella le pedía, hasta llevarnos a conocer a nosotros los colados amigos, su colección.
Por ese entonces Panamericana Radio tocaba sin descanso Mi negra Tomasa, del grupo mexicano Caifanes. Para todos era una cumbia, nadie se imaginaba que los rockeros solo hacían un cover de la canción cubana del compositor Guillermo Rodríguez Fiffe. La música era pegajosa y hacía bailar como culebras a medio mundo en las fiestas de los sábados en el local municipal donde se organizaban bailes populares a los cuales nunca fuimos, pero escuchábamos a todo volumen al estar cerca nuestra habitación. Pero, los domingos, en silencio todo estaba para poder ver la película en Frecuencia Latina, que llegaba como único canal hasta el lugar y que en casa veíamos en un moderno televisor de 12 pulgadas que alumbraba la habitación con su paleta de grises.
En un arranque de complacencia, el dueño del minizoológico me regaló un par de crías de boa, las cuales dije que me gustaron. Serio. Tenía dos boas de unos 30 centímetros en una caja de zapatos con agujeros para que respiraran. Me las dio alimentadas así que lo único que hacían en esos días era enroscarse en mi brazo y sacar la lengüita para saborearme. Yo feliz. Mi madre era otra historia.
Parece ser que, a ella, más que arañas, tigrillos, zancudos, suris, pirañas o demás animales de la Amazonía, lo que de verdad le aterraban eran esos largos y moteados animalitos. Una noche de domingo, mientras veíamos la televisión y ya dormitábamos, la caja mal cerrada dejó paso a que una de ellas sacara la cabeza con el sinfín cuello. La luz de la televisión ayudó a proyectar los máximos horrores en la mente de mi madre que pegó tal grito que creo le contestaron en el barrio maderero, a un kilómetro abajo. Al otro día los animalitos fríos, larguitos y cariñosos, retornaron de dónde salieron.
Coda: Si bien entendí porqué no podíamos quedarnos con las boas, el caballero terminó regalándole dos piwichos, una lora y una tortuga, a pocos días de mi salida apresurada de Villa Rica en el 91. Pero eso da para otro Comecuentos.
Relato aparecido en el Semanario La Central
