Una historia antes de Navidad

Sarko Medina Hinojosa

Hay tres personas que se encontrarán en vísperas de Navidad, pero aún no lo saben. Llueve en la ciudad, eso sí lo saben y sienten.

Antonieta sale de su trabajo ese 24 a las 6 de la tarde pensando en los varios regalos que debe comprarle a su pequeña Nanda. “Debe”, es una palabra extraña, como una orden, la pensó mucho todo ese día. Sus padres no le regalaban muchas cosas, “debieron hacerlo” pensó, pero eso la convertía ahora en una deudora con su hija, es decir, ella ahora ¿“Le debe” un regalo pese a todo?

Diego trata de no pensar demasiado en su situación. Acaban de despedirlo. Bueno, entonces debe pensar mucho. Fue un error suyo, no lo niega, fue muy irresponsable, pero, ¡por Dios es la Nochebuena! Sus padres en casa lo esperan ansiosos. Seguro prepararon lo de siempre, las mismas papas rellenas, el pavo al horno que saben no le gusta, la ensalada rusa que detesta, ¿por qué debería ir?

El “Pecas” es un niño que no creció más, es decir, es pequeño y tiene 16 años, tiene la mitad del tamaño que debiera. Sus piernas están cruzadas y rotas de nacimiento. Se moviliza en un skate por la ciudad vendiendo caramelos. Tiene seis hermanos en casa y una madre. Su padre un día se fue a pescar mar adentro y no volvió. Durante su corta permanencia en este mundo una pregunta siempre lo atormenta: ¿Para qué vivo?

Antonieta compra los regalos casi al filo del cierre de la tienda, son caros, cosas que nunca le hubieran comprado a ella. Aborda su vehículo y toma la avenida Central para llegar rápido. Diego camina distraído en su celular, buscando una fiesta dónde evadirse, de repente distraerse con amigos, no tener que dar la noticia y arruinar las festividades. El Pecas toma la bajada por la avenida, la pregunta lo atormenta, de repente si volara al Cielo… de repente si solo se dejara llevar por la inercia y que el cruce de semáforos decidiera su existencia…

Diego escucha el grito. Es un segundo. Pero en ese segundo recuerda que ese pavo le ha costado a su padre estar en un trabajo que no le agrada, tantas veces lo oyó quejarse. Una vez le preguntó: ¿por qué no renuncias? Y recuerda que su padre respondió algo como: lo hago por ustedes. Le pareció muy mal que por ellos no siguiera sus sueños, pero allí, en ese momento, la frase toma sentido.

Antonieta aprieta el freno, pero el carro resbala por el jabonoso asfalto mojado. Piensa en esos cumpleaños en los que no recibió regalos caros, a pesar que sus padres podían dárselos. Creía que le daban una mala lección. Era muy rebelde y tantas veces no hacía caso. Pero, cuando quiso postular a ESA universidad no le pusieron peros, cuando pidió la laptop más costosa, tampoco, útiles de diseños, programas con licencia, todo le proporcionaron. No debía, pero lo hicieron, no era un deber, era algo más…

El Pecas estaba bajando a mucha velocidad. Tantos insultos, tantas malas caras, lo ayudaban con monedas, pero esas miradas, ese dolor de no saber para qué o por qué estaba allí. La lluvia le azotaba la cara, el semáforo cambió a verde, pronto sabría la respuesta, piensa, pero ve algo a su lado un coche que está tratando de frenar, presta atención a la esquina, un chico allí, distraído, no se dio cuenta que avanza en la avenida, pecas se impulsa más y grita. El muchacho lo mira llegar a él luego de que el pequeño se impulsara con el skate y se lanzara. Diego abraza al chico y deja que el impulso lo lance contra el asfalto hacia atrás, mientras el chirrido de las llantas pasa a su costado.

Los tres se miran unos a otros. Aún no entienden qué pasó.

Pero, esa noche, un par de horas antes de Nochebuena, Diego les explica y confiesa a sus padres por qué lo despidieron y estos lo riñen, lo abrazan y animan. Pide preparar la ensalada rusa, solo para variar un poco y ayudar, claro. También les confiesa que, de su liquidación, una parte la donó al chico que lo salvó. Nuevas preguntas, nueva reñidera, nuevas lágrimas y agradecimiento al Niño que nacerá. Diego siente que también renació ese día.

Antonia está conversando con su pequeña. Le está explicando por qué ese año no habrá regalos, la libreta estaba llena de espacios rojos. Habría una rica cena, sí, pero debía aprender a corregir algunas cosas, incluso se habla de la escuela de verano. La cena fue en silencio, hasta que la pequeña, levantando la vista le pregunta: pero aún me debes amar, ¿no?, ella responde corriendo a abrazarla: “No te “debo” amar, yo te amo porque así lo deseo y así lo siento y eso nunca, nunca cambiará hijita”.

El Pecas llega a casa, su madre lo abraza y le pregunta por qué esa camioneta de lujo con esa señora tan fina y ese joven todo adolorido lo trajeron. Luego de las explicaciones, hay llantos, abrazos, una bullidera de emociones. Hay regalos, sí, exactamente seis, además de unos billetes que pasan de la mano del joven a la madre y que no son aceptados de regreso. Más tarde, en medio de la bulla de sus hermanos, Teodoro, cual es el nombre del adolescente, se acerca al oído a su madre y le dice: “Ya sé por qué estoy aquí”. Su madre no entiende esas palabras, pero le responde con un beso.

Suenan doce campanadas. Ya es Navidad.

Fin.

El Comecuentos: Historia de una pistolita

Dicen que me parezco a Mathias cuando niño. No creo, mi hijo es guapo, alegre e inteligente. Yo no me recuerdo tanto así, aunque, mis tías queridas de mi gran familia Medina, amigos de mi madre, mis tías Mercedes y Vicky y Julia, mi madrina Brinda, me recuerdan así. Quiero creerlo y para eso, apelaré a una historia que siempre me ha rondado pero no pude contarla nunca entera y ya no podré. Faltan algunas personas para completar datos. Ya no están. Intentaré ser, entonces, lo más fiel posible a esos recuerdos.

Tendría unos cinco años, es más que seguro y en esas vacaciones iba seguido a la casa de mi Tía Sabina, la egresada de la Normal, la profesora y directora, dirigente distrital y piadosa devota del Señor de los Milagros de Mariano Melgar. Ella, junto a mi Tía Meche, su hija, también educadora, me festejaban la llegada, me llenaban de besos dulces y con olor a rico perfume, me dejaban corretear en su patio lindo de piso con detalles y full macetas. Las tardes en casa de mi tía eran deliciosas con un tecito, biscochos y el cuadro del Corazón de Jesús que siempre me miraba a donde me moviera.

En uno de los cuartos, habitaba un marino mercante, o así lo recuerdo, pero que me tenía cariño. Un día, recuerdo vagamente, me ofreció dos juguetes a escoger: una pistola de salvas de papel o una réplica de revólver Colt 45. Escogí la última. Un artilugio casi real, con su tambor que se abría y sacaba si jalabas la varilla abajo del cañón. Era negro y en la cacha tenía unos acabados como en concha nácar. Un juguete muy especial.

Yo jugaba a que era un vaquero, un pirata, un bandolero que salvaba carretas del ataque de los comanches. Era el Cabo Savina, rescatando a una “tana” de las garras del jefe Cohuide en las pampas de Mendoza. Era Mark en un futuro distópico luchando contra mutantes, era el capitán Futuro, Rayman, Súper Siete, un héroe que corría entre las plantas de nuestra huerta con sus pies pequeños, asaltando arañas y mariquitas. Solo en mi ilimitado espacio, junto con Quirón como mi fiel corcel. Tanto era mi cariño al juguete que no sé para qué fiesta en el Jardín, me disfrazaron de corsario, un Sandokán en miniatura, con su pañoleta roja en la cabeza y un ojo parchado, el arma en ristre y una foto que allí se conserva.

Pues sucede que un día en el Jardín de Niños, los hijos de la directora Teresa, me pidieron prestada mi pequeña pistola, un fin de semana sería. El lunes siguiente me entregaron el juguete roto, separada la cacha de nácar. Me mintieron, dijeron que lo dejaron allí y se rompió. Bueno les creímos, pero no era cierto, ¿para qué mentirle a un niño? Visité al marino para ver si podía arreglarla, pero no, su ciencia no llegaba a tanto. Tampoco me regaló la otra pistola, faltaba más que no era beneficencia. Y allí se quedó, ese juguete de tantas aventuras, a un costado de la pileta donde lavábamos los platos. Olvidada en el tiempo.

Me abrazaron mis tías, mi mamá. No me juzguen, para mí era perder mucho, de repente para otros era sólo un juguete, para mí era una forma de hacer realidad mis fantasías, mis historias.  Pero el abrazo que me prodigaron, creo que allí se quedó en remplazo.

Porque era querido. Sí, lo recuerdo muy bien, me amaban, aún lo hacen, una a un piso de mi a la que corro para abrazar, una desde su cuarentena y la otra desde el cielo. La vida es extraña, te lleva por sentimientos encontrados. No sé en qué momento dejé de ser cercano, de ser ese niño inteligente y tierno y me volví hosco, alejado, distante. Y ahora, con 40 encima, quiero ser ese niño y sentir ese cariño. Estos tiempos te golpean duro, durísimo, cada día es un torbellino de emociones y a veces, solo, sentado en una silla, queriendo entender todo, quieres un abrazo y que alguien grande y con olor a perfume rico te diga “Sarkito, todo va a estar bien hijito” y te meta tres besos en los cachetes y la frente. Pero no, eres tú el que se tiene que levantar, abrazar a Mathias, decirle que todo estará bien y sacar fuerzas de esos abrazos que sobrevivieron el cataclismo de tu juventud, para volverse así, tiernos, cariñosos y fuertes para proteger a tu tesoro, a tu pequeño aventurero que espero, que recuerde también, cuando lo necesite, estos cariños.

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Por: Sarko Medina Hinojosa, relato publicado en Semanario La Central Noticias

La culpa redonda


Abel era adicto a escuchar las historias de su papá como presidente del Club Juventus. Varias camisetas blancas y negras se encontraban colgadas en el ropero y como regalo de ocho años, le dio una pelota original Mikasa FT-5. La miraba extasiado, contaba sus triángulos negros y blancos. Era de segunda, a ojos vista estaba dicho, pero le encantaba creer que fue usada en algún campeonato, como los que le hacía ver su papá los fines de semana que pasaba con ellos, en el Sony Triniton a colores que compró para el mundial del 82.

Lo que nunca hacía era enseñarle a jugar. Tampoco se atrevía a hacerlo. Suponía que, como su padre era futbolista, él también lo sería. Miraba las fotos de las diferentes alineaciones en las que participó en los diferentes campeonatos. Sabía que había ganado la serie A el 86 y que su papá por eso siempre viajaba mucho. En realidad, estaba fuera de casa tres semanas y llegaba una.

Al niño no le importaba tantos los gritos que como dos dragones se proferían sus padres, le importaban los momentos en que podía sacarle más historias. A veces se atrevía a hacerlo, pero el miedo a decir algo impropio siempre lo acobardaba. Su madre, por otro lado, quería que fuera un bailarín, antes que jugador, le decía que no le creyera tanto a su padre, que mejor se dedicara a estudiar y a bailar. En una presentación en el jardín lo escogieron para bailar un negroide y su madre quedó encantada. Quería que siga participando en danzas.

Lo que sí consiguió, fue que lo dejaran ir un rato a la calle cada tarde. Así se hizo amigo del Pedro, un año mayor que él, que tenía labio leporino pero lo iban a operar pronto. Había otros niños menores en un año, pero algo más avezados. Un sábado le pidió a su papá para sacar la pelota, con temor. Como de milagro le permitió sacar el tesoro preciado y que se demorara, que tenía bastante permiso.

—Oigan, miren, esta es una pelota original Mikasa.

—¿La han hecho en tu casa?

—No, es una pelota muy cara y que la han usado en los campeonatos de la Juventus.

—Qué hablas oe, el Juventus es de Italia, ¿te la han traído de allí?

—Claro, mi papá es el presidente del Club.

Las risas no se esperaron, en su desesperación, trató de mostrar de qué estaba hecha la pesada pelota y abrió uno de los triángulos para mostrarles el entramado de naylon característicos, pero los chicos lo agarraron de punto y hasta cuando empezaron a jugar se burlaron de lo pesada que era y que él mismo ni podía patearla sin que le doliera el pie. Frustrado, regresó a casa a pedirle a su papá que salga a decirles que era el presidente del famoso Club Juventus.

Entró. Lo buscó. No estaba. Solo su madre, sentada en la mesa de la cocina.

—Mamá, ven conmigo, diles a los chicos que mi papá es famoso, que tiene su propio club en Italia, vamos tienes que decirl…

—¡Ya basta!, hijo entiende, tu padre no es presidente de ese club, sino de uno allá en Chuquibamba, solo que le puso el mismo nombre, todo este tiempo te mintió, ya deja de idolatrarlo.

—Estás mintiendo, dónde está, ¡Papá!, ¡papá!

—Por favor hijo, no lo llames, por favor… él no está en casa. Ya no vendrá.

—¿Qué?

—Desde hace tiempo estamos mal, es necesario que entiendas, nos vamos a divorciar, tus abuelos vendrán a vivir con nosotros. Podrás visitarlo los fines de semana. No llores hijito por favor, no llores…

Cuento: La verdadera historia del Conejo de Pascua

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—Papi tú me contaste la historia del Conejo de Pascua, pero no recuerdo cómo era.

—Sí Mathias, te acuerdas que te conté que un conejito se quedó dentro del sepulcro de Jesús y cuando él resucitó y los ángeles movieron la roca de la entrada, salió corriendo a contarles a todos el milagro.

—Ummmmh, pero papi… ¿cómo llegó allí el conejito?

—Pues… en un bosque cercano al Río Jordán, vivía una colonia de conejos. Allí vivía Tobías con su papá, mamá y cuarenta y siete hermanitos y hermanitas. Pero el joven conejo era muy osado y valiente, siempre tras aventuras. Así que un día que estaba correteando en busca de emociones, llegó un conejo viajero trayendo muchas noticias. Cuando llegó la hora de la cena, los papás de Tobías contaron las novedades a toda la familia.

Muchas eran de los humanos y sus malas acciones contra los animales y plantas, de guerras y enfrentamientos. El conejito de nuestra historia, cansado de tantas malas noticias preguntó: “¿Es que no hay algún humano que sea bueno?”. Su papá le respondió: “Si los hay, claro, inclusive hay uno que se llama Jesús que nos contaron va por los pueblos haciendo sólo el bien”. Tobías movía su cabeza de lado a lado. “Si no lo veo no lo creeré”. Le explicaron que Jesús estaba rumbo a Jerusalén y que era muy peligroso el viaje y de repente no llegaba a encontrarlo, pero Tobías estaba resuelto, así que buscó al conejo viajero para que le cuente más de ese hombre bueno.

Al otro día, lleno de las historias que escuchó, Tobías salió de su casa rumbo a la gran ciudad amurallada. Pero, no se había enterado que una banda de lobos del sur había subido mucho y aterrorizaban los campos vecinos. Cuando menos lo esperaba cayeron sobre él por sorpresa, pero no contaban con la agilidad del ágil conejito que esquivó a unos, pasó por entre las piernas de otros y confundiéndose con las hojas caídas del bosque los despistó. Siguió su camino con cuidado hasta que escuchó un lamento detrás de un montículo de tierra, al acercarse descubrió a un lobo joven, atrapado en una trampa de granjeros. Su pata derecha estaba lastimada y seguro moriría allí si nadie lo ayudaba. Tobías pensó en dejarle, pues estaba retrasado para llegar a su destino, pero luego se preguntó: ¿Qué haría Jesús en mi lugar?, así que sin dudarlo se acercó de a pocos y le explicó al asustado animal que iba a ayudarlo pero que no se lo comiera después. El joven lobo no solo le agradeció por haberlo librado, sino que le enseñó el mejor camino para salir del bosque sin toparse con los otros lobos.

Una vez que llegó a salvo a la orilla de gran Río Jordán, el conejito trataba de ver la mejor manera de cruzarlo. Encontró un madero que bien podría servirle de balsa. En eso estaba cuando una pareja de puercoespines que discutían llegaron donde él. “Antes que hable mi esposo que es muy parlanchín, quiero que nos ayudes amigo conejo, veo que irás hacia el otro lado del río y allí está nuestro pequeño hijo, por un error se quedó allí y necesitamos cruzar aunque sea uno de nosotros por lo menos para cuidarlo”, dijo la señora puercoespín, mientras su esposo asentía con la cabeza y los ojitos preocupados. Tobías sabía que las pequeñas patas de los peliagudos animales no les servirían para poder cruzar ni nadar en las aguas, a diferencia de sus patas traseras muy largas que le servirían de remo. Había en su balsa espacio para uno, así que decidió llevar a la mamá puercoespín. La despedida de ambos esposos fue muy triste, porque sabían que se iban a separar para siempre de repente. Cuando estaba por llegar a la orilla con la llorosa madre, Tobías reflexionó sobre lo que haría el mesías en su lugar. A pesar del cansancio y de que se demoraría aún más, resolvió volver por el papá puercoespín, para que la familia estuviera junta.

Apurado, Tobías tomó el camino que subía a la gran ciudad. Cuando estaba a la mitad se sentó a comer las ricas zanahorias que su madre le dio para el camino. En eso vio  una mamá ratona con sus cinco hijitos a un costado del camino, se les notaba hambrientos por lo flaquitos que estaban. Se acercó para saber su historia y le contaron que el papá ratón había fallecido al ir a tratar de conseguir comida y que ella no podía separarse de sus pequeños porque aún eran bebés. Conmovido, Tobías supo que haría un buen hombre en su lugar, daría la mitad de su comida, pero sintió que debía dar más, con todo lo que tenía esa mamá podría alimentar por varios días a sus pequeñuelos hasta sentirse fuerte y buscar comida. Así les dejó todo su paquete y siguió su rumbo.

Por el camino las personas hablaban de Jesús y que lo habían apresado el día anterior en un jardín a  las afueras de la ciudad y que por esas horas deberían haberlo juzgado. “¿Por qué han hecho eso con Jesús? Se preguntaba Tobías, quería llegar lo más rápido posible para ayudarlo. Las personas hablaban a sus costados sobre las buenas acciones que había hecho y lo injusto de su castigo. Casi sin aliento llegó a la ciudad para enterarse que en el Monte Gólgota crucificarían a Jesús. “¡Tengo que llegar!, tengo que ayudarlo”, se decía el valiente conejito.

No pudo llegar a tiempo. Cuando alcanzó la Cruz donde estaba el mesías, este había expirado. La tristeza embargó a Tobías, quien resignado se retiró del lugar. La tormenta que se desató hizo que buscara refugio en una casa cercana. Allí había unos hombres y mujeres reunidos que hablaban del crucificado, decían entre otras cosas que les había prometido que resucitaría al tercer día de muerto, pero que dudaban de eso. Tobías no dudaba, así que regresó al monte calvario para esperar los acontecimientos. Un hombre que estimaba mucho a Jesús, solicitó el cuerpo para enterrarlo en una cripta de su campo. El conejito estuvo cerca en todo momento, hasta cuando llevaron el cuerpo embalsamado a la cueva. En un descuido de los que llevaban al difunto, se escabulló al interior de la cueva. La gran piedra ocultó la luz y todo quedó en silencio y obscuridad al interior.

Tobías, respetuoso, no hizo ruidos en esa noche, tampoco al otro día. Durante todo el sábado tampoco habló, solo sus pensamientos lo acompañaban. Recordaba las historias que escuchó de Jesús, cómo había alimentado a miles con pocos panes y peces, que había detenido la tormenta, que había visitado a personas malas y les había perdonado los pecados, que había sanado enfermos, liberado a poseídos por espíritus malos, sus palabras en la montaña, el amor por los niños y que hasta cuando lo estaban crucificando no sintió odio por nadie. Avanzado el día y ya muy entrada la noche, Tobías sintió que la tierra se movía… ¡De pronto! La gran piedra se movió y una gran luz bañó la cueva cegándolo, al abrir los ojos vio a Jesús de pie, sonriéndole, se acercó contento para recibir una caricia en la cabeza, sin perder tiempo se despidió y corrió a anunciar el gran milagro a toda la naturaleza: el hombre bueno ¡había vencido a la muerte!

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Epílogo

—¡Qué gran historia papi!

—Así es Mathías, la historia de Jesús es la más grande de todas.

—Pero… porqué entonces hay los huevos de Pascua.

—Es que al regresar a su casa, luego de visitar a los amigos que hizo en el camino, la mamá de Tobías le preparó higos rellenos con miel, pero como estaba cansado se durmió sin comerlos, al otro día estaba duros y con forma de huevo de color oscuro, así que se le ocurrió compartirlos con sus cuarenta y siete hermanos y hermanas, pero para hacerlo divertido los escondió por toda la casa para que los encuentren y los disfruten todos juntos.

—¡Qué bueno es Tobías!

—Así debemos ser nosotros también Mathías.

—¡Claro que sí!

Fin

Autores: Sarko Medina Hinojosa y Mathías Eduardo Medina Chávez

330. La bicicleta

Pintura de Oleg Tchoubakov

Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.

Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en la plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta, una enamorada esperando por allí… ¿Se podía pedir más?.

En una ocasión, bajando a toda velocidad la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.

No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa. Nunca supimos quién fue… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció por las dudas inciertas, de bicicletas nunca más se habló…

Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, la velocidad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…

#365CuentosRegresivos

332. Recuerdos (I)

«Eran dos amigos: Juan y José. Los llamaban “Los dos Jotas”. A pesar de ser buenos amigos, a veces ocurrían riñas y a eso se debe esta macabra historia.

Juan una tarde consultó a un amigo qué debería hacer para no tener problemas con José. Él le dijo —Consulta con…»

Así empieza mi primer intento a los 10 años de escribir un cuento, alentado por la lectura del libro Cien Años de Soledad que mi tío Max, en un descuido maravilloso, había dejado a mi alcance.

Estas líneas están escritas en un cuaderno de dibujo Rafael ¿Se acuerdan de esos?, el cual recuperé gracias a un gran golpe de suerte. Aún ahora, mientras escribo esto, intento recordar a quién consultará Juan y cómo acabará la historia de ambos, por lo que deduzco de lo escrito no iba a ser feliz.

He conservado mis escritos del colegio y de la universidad. No los rompí como suelen hacer los escritores, es más, hay un dicho que dice que un verdadero escritor lo es más por lo que rompe que por lo que conserva, y me río. Hasta los malos poemas guardo.

Supongo que trato de reencontrarme con ese chico, tan extraño para mí a veces. Comprenderlo de repente me da las claves del porqué soy como soy. Una vez se me perdió un poemario por años, recuperarlo me curó una parte del alma.

Aún trato de encontrar dos bloc que perdí. Uno en el colegio, contenía dibujos que en esa época acostumbra hacer, intercalado con poemas fáciles, cursis. Pero el que más me obsesiona es uno pequeño de hojas blancas que perdí en el restaurante Los Leños en la calle Jerusalén en Arequipa, allá por el 2001 cuando trabajaba allí. Recuerdo dos cuentos que me parecen interesantes, uno sobre el miedo y otro sobre un viajero que no podía morir.

Creo que ese niño no escribía para que lo lean, escribía para sí, como una suerte de liberación. Aún soy ese niño, comprendo ahora.

#365CuentosRegresivos

Sobre héroes y milagros

postigo

Quiero contarles la historia sobre un héroe. Estábamos un fin de semana mi familia en la playa de La Punta en Camaná en febrero de este año. Alrededor del mediodía los gritos desgarradores de una mujer nos alertaron que algo pasaba. A un costado nuestro un hombre colocó a un bebé en una de las mesitas que saben dejar los jaladores de los restaurantes. No sabíamos que pasaba. La mujer sólo decía: “yo la deje un ratito nomas, ¡ayúdenme!”. Mientras buscábamos a un salvavidas el hombre, que después supimos se llama César Postigo Hernández de 48 años, le estaba dando respiración boca a boca y masaje cardiovascular.

Los segundos pasaban angustiosamente y era fácil comprender que si no respiraba la pequeña, su cerebro no recibiría oxígeno y podía morir de un momento a otro. La pequeña reaccionó un poco, inmediatamente el hombre la llevó en brazos hasta la posta que debería estar abierta y atendiendo, pero nada, no había nadie. Sin detenerse paró una movilidad y se la llevó al hospital de Camaná. Los familiares de la pequeña se embarcaron en otra movilidad.

Todos estábamos preocupados y pensando lo peor. Cuando volvimos a nuestras respectivas carpas y lugares notamos que el caballero había dejado sus cosas sin pensarlo dos veces. Allí supimos que no era familiar de la mujer de la bebé de ocho meses. Pasamos la siguiente media hora algo angustiados. Por fin volvió y supimos que la pequeña estaba estable. Allí supimos que Postigo es Teniente de Bomberos en Moquegua 74 y que apoya a la de B19 de Arequipa.

Nos quedamos sorprendidos, claro podemos pensar que era su deber, pero es justamente que gracias a ese cumplimiento de su deber desinteresado y su actuar inmediato sin pensar en que estaba de vacaciones o de franco, lo que permitió que esa niña se salvara, una pequeña que ya estaba cianótica, azul. “Yo no quisiera que se hable mucho de mi sino que se valore lo que se nos enseña en los Bomberos, estamos para ayudar porque sabemos que debemos actuar rápido, quiero aprovechar para decirles a los papás que cuando lleven a sus bebés a la playa tengan en cuenta que los cambios de temperatura pueden afectarlos y claro no deben descuidarlos”.

Quiero confesarles algo, políticamente incorrecto para muchos hoy en día: cuando se fue el grupo al hospital, mi esposa, mi pequeño Mathias de 5 años en ese entonces y yo rezamos un Padre Nuestro y un Ave María, sin aún saber el destino que correría la pequeña, pero con la esperanza de que Dios actuara. Lo que quiero decir es que realmente actuó, movió los corazones de las personas que alertaron con sus gritos a todos nosotros permitiendo que Postigo llegara de un salto donde la pequeña. Yo no dudo que Dios también le imprimió confianza en su propia experiencia para hacerse cargo de la situación y ganarle los segundos necesarios a la parca. Para nosotros, que aún estamos maravillados por el tema, no tiene otra explicación, fue un milagro y Postigo un héroe, uno de esos que necesitamos cada día, uno que lucha por la vida en donde esté para servir.

Creciendo con Mathias: Los deseos y la Luna

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Desde hace algunos días me encanta que mi Papá me hable de la Luna.

Me cuenta que está muyyyyyyy lejos, pero que está presente, casi cerquita, en muchas cosas que hacemos.

No entiendo todo lo que me cuenta, pero sé que algo tienen que hacer con la agüita de los mares y como los marineros la siguen atentamente para saber cuándo salir a pescar. Ummmmmhhh, con lo que me gusta el pescadito que prepara mi Mamá, ese que ella pesca de la lata, ya se me despertó el apetito.

También la Luna tiene algo que ver con ese papel con números que Papá va tachando en la pared y que cada vez que se acerca al final lo pone intranquilo. Me cuenta que por ese papel sabemos cuando la Luna va a estar presentable, así: tan bonita, o cuando no la veremos nadita…

Creo que estoy enamorado de la Luna… aunque no sepa que es eso de enamorado, jejejejeje. A veces escucho cuando alguien está muy interesado en otra persona, pues que está enamorado.

Ayer me di cuenta de eso. Salimos con mis papás, mis tíos y mi abuelita Lili a los juegos mecánicos, pero no sé qué juegos eran porque lo único que veía era dar vueltas y vueltas a la gente, hasta a mi mismo me subieron aun trencito pequeño y vuelta y vuelta, eso lo puedo hacer en casa y sin pagar moneditas.

Pero nada de eso me importaba, como ya era de nochecita, el cielo estaba negro-negro y la Luna estaba allí, como una moneda del color de mi lechita. Yo repetía “Luna-Luna” y todos reían, pero como no dejaba de repetir y de buscarla con la mirada, dejaron de tomarme interés.

Le escuché a mi Papá que los hombres desde siempre la querían, porque estaba tan alto y lejana, que era una meta llegar a ella. Un día lo consiguieron y fueron muy felices.

Yo quiero también llegar a la Luna, bueno, para que me entiendan mejor, quiero cumplir grandes metas, aún no tengo idea cuales, a veces es aprenderme de memoria los 10 primeros números, otra es los colores de mi caja de lápices, cada día tengo una nueva meta, por eso quiero a la Luna, no porque ahorita quiera embarcarme en un cohete y viajar hacia ella. Soy un bebé todavía. Pero recordarla me hace esforzarme en cumplir mis metas, soñando al igual que esos hombres de la antigüedad con conquistarla, y como al final lo lograron yo también lograré mis pequeñas y después grandes metas, ¡Estoy seguro de eso!.

Para un bravo siempre habrá otro más bravo

bat

Lo esperó a dos cuadras de su casa, justo en ese callejón estrecho y oscuro entre los dos edificios de departamentos. Con su metro con cuarenta centímetros no causaba miedo, quizá ternura, MÁS con esos lentes de medida. Era la clásica imagen del niño al que golpean en el recreo y le quitan el dinero para el almuerzo.

—Oye, Juan.

—¿Qué haces aquí chato?

—Ven te tengo que dar una cosa.

—Ya mañana te pido la plata, no es necesario que me des hoy, a menos que quieras ahorrarte algún golpe, jajajajaja.

Una fuerza extraña impelió al bravucón hacia el callejón, no acababa de reconocer qué pasó cuando sintió mucho dolor en la cabeza. Aquello que lo golpeaba no le daba respiro, en las costillas en el brazo con el que intentaba protegerse, en la pierna, en el pie.

—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor!

El apodado “chato” se detuvo.

—Mira sé que no eres más que pura boca, sabrás pelear algo, pero mírame, un pequeño como yo acaba de molerte a palos con un bat de beisbol y ni te imaginas que sé hacer con una navaja. El trato es el siguiente: me darás la mitad de lo que juntes en los recreos, y cuidado con engañarme que sé cuánto sacas. A cambio te avisaré con tiempo cuando quieran denunciarte con los profesores y también te ayudaré para que apruebes algunos cursos, que los dos sabemos estás casi por repetir este año.

—Está bien, está bien, pero deja que me vaya —dijo entre sollozos el niño herido, se paró e intentó correr, pero los golpes recibidos en la pierna fueron más, así que se fue rengueando.

El dueño del bat sonrió mientras veía alejarse al bravucón de su escuela.

—¡Oye chato!

El grito vino de arriba, de una de las ventanas, un niño, el más flaco y granoso de su año le estaba mostrando un smartphone en el que se reproducía la golpiza de hace pocos minutos antes.

—Creo que tenemos un trato, voy a querer protección y el 30% de lo que te de Juan.

La sonrisa se le borró al dueño del bat.

Retroceder… ¡Imposible!

 

childrenLa cosa va bien, has caminado sin encontrarte con nadie desde tu casa hasta la tienda y estás de regreso. Es un pueblo nuevo, no conoces a nadie. Los primeros días evadiste con maestría a varios posibles contrincantes y adversarios, chicos de tu edad que podrían atacarte solo por el hecho de ser tú de la sierra y ellos de la selva. Pero no ha sucedido… aún. El último tramo es una calle larga con el camino afirmado de tierra rojiza, propia de esa zona, con los árboles creciendo a los costados sin orden. Por un instante te pierdes en esa contemplación del paisaje sin mayores preocupaciones, cuando en eso lo ves: es un chico de casi tu altura que viene en dirección contraria. Pensamientos se suceden unos tras otro para descubrir la mejor manera de evadir lo inevitable. No hay calles laterales por donde doblar. Tu casa está aún lejos. No hay tiendas donde simular una compra. Ya se acerca y está justo de tu lado, viene directo, no hay escapatoria, si intentas cruzar al otro lado de la calle mostrarás cobardía y si no te pega ahora se lo dirá a sus amigos y ellos sabrán que tuviste miedo. No debes reducir tu paso, hacerlo igual demostraría temor. Debes aparentar normalidad. Mirarlo a los ojos tampoco ayuda porque estarías buscando bronca. Ya se acerca, tensa los brazos por si acaso, ya viene, unos paso más, mira para adelante, afirma el hombro ¡Eso es! El golpe es seco, ninguno se movió mucho. Los hombros se tocaron con rudeza pero nada más, sigue adelante, ni se te ocurra voltear, puedes respirar tranquilo, demostraste tu valía, no contará nada a sus amigo pero te tendrá respeto, sobreviviste un día más, infla el pecho, camina con aire de valiente, te lo mereces.

 

Creciendo con Mathias: El olor a la felicidad

el olor a la felicidad

Mi mami tiene el olor a la felicidad. Claro, dirán que yo, como un niño pequeño, no sé que es la verdadera felicidad, porque no he vivido ni he experimentado muchas cosas en mi cortita vida.

Pero, vamos a ver: ¿Qué es la felicidad?.

Unos me dirán que es comer. Claro, ustedes podrán comer muchas cosas que comprarán con sus redondos de metal y esos papeles que los vuelven locos cada fin de mes. Pero no hay nada como comer algo preparado con amor, durante la mañana, sentir los olores confundirse uno a uno en una preparación que llega calientita a la mesa, con una sonrisa que nadie la tiene, ni siquiera esos cocineros de la caja de colores que hacen nosequé plato a la nosecuán, carne alamisimisi y fua fua que no tiene el sabor que le pone mi mami a sus tallarines rojitos o a sus arroces con pedacitos de pollo.

Otros me dirán que la felicidad está en viajar por el mundo. Con mi mamí un paseo al parque es una aventura sin igual. Los árboles serán los mismos, el pasto también y hasta los mismos chicos grandes con sus aparatos de ruedas y sus cajitas de colores portátiles que los vuelven bobos. Los juegos que inventamos con mamá, nos llevan por galaxias, por valles sin descubrir, a ver grandes finales de fútbol y vivir la emoción de las carreras de carros. Cuando vamos a visitar a papá a su trabajo y hasta cuándo vamos donde los señores de blanco que tanto temo, aún allí, una salida con mamá es una aventura sin igual.

Muchos dicen a mi alrededor que la felicidad la traen los redonditos y los papeles de fin de mes, los carros y las cajas de colores modernas y grandes, los olores en botellitas caras o esos cuadrados de colores pequeños y ruidosos. De repente aún me falta crecer y comprender porqué esas cosas los hacen felices a varios de ustedes. Como dice mi tío José Alfredo, debo hacerme uno con los demás para comprenderlos, aunque no entienda bien que es eso, debe ser “tratar” de ponerme en sus zapatos y ver el mundo con sus ojos.

Pero, aún así, y aunque me digan que soy terquito y no comprendo el mundo de los adultos, no puedo dejar de creer que el tener este tiempo con mamí es el mejor que me llevaré de esta etapa de mi pequeña vida. Ese olor de sus abrazos será un bello tesoro que me sostendrá cuando me caiga, que me retornarán a una época feliz cuando me ponga triste y me darán valor para también darle esa felicidad cuando tenga una familia como la mía.

Así que, especialistas en felicidad de todo el universo, disculpen que los contradiga y que les repita que no hay mejor felicidad para mí que estar con mi mami ahora y en este momento. ¡Gracias Mami Patty por tanta alegría en mi pequeña vida!

La palabra que no existe

La mariachi en el cementerioLa cantante paseaba entre los pabellones del cementerio en pleno domingo, Día de las Madres, cuando divisó a un posible cliente.

—Señora ¿Quiere que le cante algo a su madrecita?, hoy por el Día de la Madre tengo rancheras de Juan Gabriel, o si quiere alguna de Roberto Carlos, canciones de José José, usted dígame cual le gustaba a su mamá en vida y se la canto, solo 5 soles tres canciones.

La mujer levantó la mirada y ya tenía la intención de decirle que no gracias a la mujer vestida de mariachi, cuando de algo se acordó.

—A ella le gustaba una canción, pero no me acuerdo, una de un tal Fernández…

—Ahhh de Vicente Fernández, de repente le gustaba “Estos Celos” —dijo la artista y empezó  cantar, pero fue interrumpida por la doliente.

—No, no es esa canción ni tampoco el cantante, creo que es de su hijo… sí, ahora recuerdo, Alejandro Fernández, ese es… la canción creo que era sobre la voz, no me acuerdo bien…

—¡Claro!, “Se me va la voz” es la canción señito, esa me la sé, tiene suerte porque solo yo la conozco aquí, los demás no saben de esas canciones nuevas. Oiga, pero qué moderna era su mamacita —trató de alegrar en algo a la deuda la cantante.

—No, no era mi madre.

Un nudo en la garganta se le formó a la mariachi. Un golpe de dolor le oprimió al pecho al comprender que estaba frente a una… trató de buscar en vano la palabra, aquella que no existe para nombrar a la madre que pierde a un hijo. Sin decir más, empezó a cantar.

 

Mamá… ¿Soy malo?

Bárbara y su cachorro

El niño, aprovechando un silencio prolongado en la mesa después del almuerzo preguntó:

—Mamá… ¿Soy malo?

—¿Por qué piensas eso hijo?

—Es que así lo siento, no sé, a veces pienso que por eso me porto mal y te hago renegar, que por eso no tengo amigos y nadie me quiere. A veces me siento raro, como si no encajara en ninguna parte, hablan a mí alrededor pero no los entiendo, es como si fuera distinto, todos van hacia un lado y yo voy al contrario. Siento que soy malo porque pienso cosas extrañas y tengo odio… o no sé si es odio, pero me enoja que otros puedan tener cosas que yo no, o que puedan comer cosas que no podemos… sé que el dinero nos falta y sé que debo agradecer lo que me das, pero a veces no puedo evitar sentirme así, con cólera y eso me da rabia porque me digo a mí mismo que no sentiría eso si fuera bueno, si fuera el hijo que desearías. Muchas veces quisiera irme para que no sufras viendo mis notas o las travesuras que hago, los problemas que te causo, las peleas en que me meto, pero es que a veces siento que no puedo decir las cosas o defenderme de los demás cuando me molestan o me hacen sentir mal por como soy o lo que no tengo, lo que digo y lo que no digo. Siento que soy muy malo y que por eso se fue papá…

—Mi pequeño nunca pienses eso, tú no eres malo. Lo que sientes no puedes evitarlo no porque tengas odio en tu corazón, sino porque anhelas cosas. Pero no es malo anhelar algo mejor, solo que debes pensar que ahora, de repente, no tenemos la posibilidad, pero después, si te esfuerzas, las tendrás. Pero eso no será importante si lo que nos falta es cariño entre nosotros, podríamos tener mucho dinero y comprar muchas cosas, pero, ¿imagínate si no hay amor? de nada valdría.

No eres malo al querer que los demás te quieran, te acepten, encajar, pero a veces las personas no nos conocen para saber lo maravillosos que somos, no hay que desesperarse, hay que también tratar de entenderlos, pero no enojarse porque no nos comprenden, sino mostrarnos cual somos y no sentir vergüenza, eso hará que los demás se contagien de nuestra alegría de aceptarnos y nos querrán… ¿y si no lo hacen? puedes preguntarte… pues se lo pierden, siempre habrá gente que apreciará tu esfuerzo.

Yo sufro cuando no puedes lograr tus metas, pero no por eso quisiera cambiarte por otro, al contrario, sufro porque soy tu madre y es inevitable sentirme así, por eso también te exijo y te riño cuando te portas mal, aunque me duela por dentro tengo que hacerlo porque eso es el amor, por eso te repito siempre que no debes ser deshonesto, que debes ser responsable y obediente, no porque quiera aprisionarte sino porque, al contrario, quiero que seas libre y una persona está sin cadenas cuando sus acciones nunca impiden que avance. El querer lo mejor para el otro es la mejor manifestación del cariño.

Es bueno que me digas esas cosas para yo saberlo y explicarte que papá no se fue porque seas malo o tengas algún defecto. Se fue porque decidió que no podía estar con nosotros y acompañarnos en nuestra aventura. Cada uno toma sus determinaciones libremente, nos puede haber causado mucho dolor, pero no nos define como personas, hijo mío. No hay nada malo en ti o en mí que justifique su ida, pero tampoco hay que tener rencor por lo que hizo, hay que aprender a querer a los que tenemos cerca porque no sabemos cuándo se irán y perdonar a los que nos causaron dolor porque nos ayuda a ser mejores personas.

Tú no eres malo, eres mi hijo, el más preciado tesoro que tengo y sé que con empeño lograrás ser quien quieras ser, pero en especial una mejor persona. Ahora ve a hacer tus tareas y luego puedes ir a jugar.

—¡Gracias mamita! ¿me das un beso?

—Claro que sí, te doy mil.

¡Hasta luego amiga!

mano adios

Yo no sabía que se iba una gran amiga de mi familia. Me tomó por sorpresa la noticia. Deben saber que para un niño como yo de casi TRES años, pues hacer amistades es importante, no a cualquiera se le regala una gran sonrisa o un abrazo, no señor.

Para hacerme amigo de Regina, pasó un buen tiempo. Ella me conoció desde la pancita de mamá, es más, ella conoció a mi Papá mucho mucho tiempo atrás, algo así como cuatro años antes que yo naciera, para mí eso es un montón de días y semanas y meses que ya me cansé de imaginar cuanto es, jejejeje.

Para cuando yo nací ella estuvo allí. Preguntando y escuchando con el tiempo quería saber qué era ella, es decir, a mi alrededor había familia como tíos, abuelitos, primos y amigos, pero sentía que ella era algo especial.

Mi Papá y mi Mamá, algunas veces, me llevaban a visitarla y era divertido, porque ella tenía unos libros muy ordenaditos que me dejaba apilar en una torre grande, claro, luego mi Papá tenía que volverlos a poner a su lugar pero me daba el gusto y ella me sonreía todo el tiempo, así que supongo no se molestaba, aún cuando también dejaba el piso lleno de migajas de galleta.

Recuerdo también que en algunas ocasiones mis papás me llevaban a lugares donde mucha gente se reunía para escuchar a otros contar “experiencias”. Cuando hablaba mi amiga Regina me gustaba alcanzarla y que me cargara y que me diera el micrófono para poder hablar. No sé porque mi papá siempre llegaba para separarme y llevarme a pasear, cuando lo que yo quería es decirles a todos que escucharan a Regina porque lo que decía era importante y que prestaran atención y que no se distrajeran con cualquier cosa, eso quería decirles pero a veces mi Papi es pues inoportuno.

Y es que mi amiga cuando decía algo siempre eran cosas buenas, como eso de amar a todos por igual o de respetar las opiniones de los demás. Como yo crezco muy rápido, con el tiempo comprendía esas cosas, además yo trataba de ponerlas en práctica.

Pero, un día, me dijeron que mi amiga partía a una nueva aventura, en otra ciudad. Me puse algo triste porque me dijeron que ya no la vería por un tiempo más. Ella es una experta en el arte de amar y yo quería aprender más con su compañía. Pero también me contaron que vendría una amiga nueva, con quién compartir también esas sonrisas que me encantan me ofrezcan las personas.

Se deben sorprender que un niño pequeño como yo comprenda lo que es una despedida y no llore o haga berrinche, pero, como dice mi Papá, en esta vida no podemos andar aferrándonos a las personas como si fueran de nuestra propiedad, como un juguete, sino que debemos quererlas mucho el tiempo que están con nosotros. Por eso no me pongo triste sino que le digo a mi amiga Regina: ¡Hasta luego! Porque sé que nos volveremos a encontrar y seguir siendo tan buenos amigos como siempre.

Los huecos en el balcón

balcón Alca

El bebé tendría nueves meses y gateaba que daba gusto. La casa era de un solo cuarto grande en el primer piso, el cual fuera una tienda en tiempos idos y ahora alojaba a la familia de la nueva obstetra del pueblo. El segundo piso no servía para habitarse y solo se usaba como almacén de maíz, para secarlo extendido. Las gradas de piedra y adobe que conducían a ese recinto sin puerta eran la delicia del pequeño y se ubicaban en el patio interior. Su papá, su mamá y su hermano mayor de ocho años lo sabían y evitaban de mil maneras que sus manitas agarraran el primer escalón, ya que a velocidades de ternura subía las gradas y podría desbarrancarse en alguna oportunidad.

La vida es apacible en un pueblo donde la existencia se detiene en la modorra de la mañana y parte de la tarde. No ofrece mayores riesgos para los adultos, salvo las fiestas patronales y alguna que otra trifulca con los caballos tercos, los toros de lidia, el arado que no avanza, los amores de tarde en la plaza o alguna molestia estomacal que los llevara de urgencias a la posta. Mientras no pasara nada de eso todo era consumir lentamente los minutos al son del vuelo de los moscardones y su taladrar constante de cualquier objeto hecho con madera, en especial techos, vigas y parantes.

Esa lentitud de vida está bien para los grandes, pero para un bebé ansioso de explorar su mundo no es así. Pero ese día está durmiendo a la una de la tarde, luego de tomar leche, para alivio de la madre que tiene que ir al trabajo en el centro de salud  y que lo arropa y sella todo atisbo de luz solar entrante mediante periódicos, mantas y demás bloqueadores para crear la artificial obscuridad en el cuarto. Dentro de diez minutos llegará del colegio el otro hijo y cuidará al pequeño, por la tarde arribará en la combi el padre y ella llegará por la noche, así es la rutina diaria.

Un zumbido despierta al pequeño.

La puerta al patio interior (y a las escaleras) no estaba bien trancada.

A un costado de la casa está la comisaría y allí descansa el teniente Fernández. No hay mucho que hacer ese día así que reposa de la guardia de la noche. Una voz se cuela entre la pesadez del calor y llega a sus oídos somnolientos. Trata de no hacerle caso pero instintivamente se para y sale a la puerta principal.

Al llegar tarda un instante en acostumbrar los ojos a la brillantez del día y mira asombrado la escena que se le presenta.

Allí, a menos de un salto esta un pequeño de ocho años, el hijo de la nueva obstetra, con los brazos en alto dirigidos hacia el balcón de la casa.

—¡Manito no te sueltes manito! —es el ruego que hace.

El efectivo eleva la mirada un poco y ve al bebé colgando del balcón, sus manos están agarradas increíblemente soportando todo su peso.

El instinto lo hace moverse.

Los dedos del pequeño no aguantan más y cae en medio del grito de su hermano, el cual se siente empujado a un costado por una fuerza irresistible.

El teniente logra atrapar al bebé justo en la caída y lo abraza. El otro niño se levanta raudamente del suelo y estrecha con sus bracitos al policía.

Por la noche, al calor de un pisquito y gaseosa, un caldo de gallina y muchas risas, se cuenta una y otra vez la anécdota. El bebé duerme plácidamente en su camita, soñando nuevamente en remontar las escaleras y alcanzar por fin a ese animal misterioso que entra y sale de los huecos de las maderas del balcón.

Treinta minutos perdido

Manuel y yo

Ya habían pasado quince minutos desde que envió a su hermano pequeño a comprar chicha. La casa donde siempre adquirían la “cantarilla” del líquido refrescante hecho de maíz morado, no distaba más allá de dos cuadras. En menos de diez minutos se hacía el recorrido.

El hermano mayor salió a la calle a ver si estaba por llegar el pequeño de nueve años. El almuerzo estaba listo en la mesa y justamente para tener algo que tomar es que mandó al niño a traer la bebida. En los días anteriores fue en dos ocasiones a comprar con él a la casa donde la vendían. El pequeño recién tenía medio mes de vacaciones en la ciudad.

No llegaba y ya eran veinte minutos.

Sin saber que hacer dejó la puerta de latón de la calle juntada y emprendió el camino por donde le había enseñado a ir. Cuando llegó a la casa donde vendían la chicha no lo encontró. Llamó a la puerta y nadie salió.

La angustia se acrecentó.

En ese momento ya no sabía que hacer, la esperanza de que hubiera tomado otra ruta lo animó a salir disparado hacia la casa. Al llegar encontró la puerta como la dejó, por solo comprobar entró a la casa y a gritos llamó al pequeño.

Salió nuevamente.

Llegó a la esquina y se paró en seco, intentando pensar. Por la mañana había reñido a su hermanito por no haber tendido la cama. De repente estaba enojado con él, pero no creía que fuera suficiente para que se escapara, menos con un solo sol que le dio para comprar. El pequeño recién estaba dos semanas en la casa, llegado desde la tierra de sus padres a pasar las vacaciones de verano con él. No conocía para nada la ciudad. La idea de que un depravado hubiera captado a su familiar lo asaltó de pronto y un dolor incompresible se le formó en el pecho y en la cabeza, pulsando. No sabía que hacer. En esa época no existían celulares, no tenían teléfono en casa, no tenía familiares en el barrio y no aparecía por allí ningún conocido como para dejarle el encargo de esperar.

Fueron tres minutos de impotencia total.

Pensando en otra solución y razones, llegó a la conclusión que realmente no lo había reñido tan duramente por no tender su cama, total, eran vacaciones, sino que su cólera se manifestó de esa manera porque estaba acumulando una furia desde hace meses, quizá años. En ese momento comprendió que no era feliz como estaba, en una carrera que no le agradaba, sin pareja, sin dinero que le alcance, sin saber cuál era el rumbo de su existencia. Pero eso en nada justificaba que volcara en su pequeño hermano sus frustraciones, todavía siendo un chico alegre que lo admiraba y siempre quería hacer lo que él hiciera…

El sollozo lo asaltó como un golpe en el estómago, sin misericordia el dolor de imaginar a su hermanito herido o peor: atacado, le nublo el entendimiento, se sacudió la cabeza e intentó pensar con claridad, volvió a la puerta y la trató de asegurar como para que solo con empujarla pudiera entrar su hermanito si volvía. Luego corrió a la esquina para cruzar la calle y empezar a buscarlo por el barrio, empezando desde abajo y en las calles paralelas.

De pronto por la esquina de una de las calles apareció el pequeño con la jarra en mano.

Corrió hacia él. Al llegar lo abrazó, no sin antes notar que su hermanito hizo como un gesto de sorpresa, de repente imaginando que le iba a dar un golpe o algo. Se sintió peor, si aún cabía.

—¿Qué pasa manito?

—Nada, nada, solo me preocupé un poco porque no llegabas.

—Sí, es que no salía nadie de la casa donde venden la chicha, pero me acordé que acá abajo hay un restaurante que tenía un cartel donde decía “chicha” así que creí que también me la vendería.

—¿Así? Y que pasó.

—Pues llegué acordándome y a la señora de la cocina le di la jarra y el sol, pero me dijo que no tenían azúcar, si podía esperar y esperé, pero ya pasaba el rato, le dije que me diera nomás sin azúcar ¡Y me llenó hasta arriba la jarra! ¿No te molesta no manito?

—Para nada, ven vamos a almorzar, ya le echamos azúcar en la casa.

Los dos hermanos retornaron abrazados al hogar.

Entre los segundos

pistola

El niño está encerrado en su cuarto. Allí, acurrucado contra la pared, un sudor frío le baja por la espalda. El niño siente el peso insoportable del arma que sostiene con las dos manos, mientras, murmura una oración sobre un ángel de la guardia y su dulce compañía. El fierro es una automática calibre 38.

No puede evitar el temblor en los dedos, por lo que se aferra con más fuerza a la pistola. La agarra como lo haría con una raqueta de frontón, o un helado, o un mando de videojuego. Por una milésima de segundo piensa en arrojarla y dejar que lo maten, pero entonces recuerda que abajo, en el primer piso de la casa, están los cuerpos acribillados de sus padres y de su hermano mayor. De toda su familia.

Y es que cuando empezaron los disparos —hace siglos, hace unos segundos tal vez— bajó las escaleras, asustado por el barullo de guerra. A la mitad se detuvo, justo a tiempo para ver como el cuerpo de su hermano, el Chirolo, se convertía en un amasijo de carne informe a consecuencia de la certera lluvia de balas que entró por la ventana y lo arrojó contra los muebles de la sala. El tiempo pareció detenerse, o, en todo caso, hacerse más oleoso, casi estático, lo suficiente como para contemplar a sus padres, mirar su desesperación indescriptible al ver el pecho abierto y expuesto de su hijo mayor de 16 años cumplidos. Logró atisbar como sus progenitores se descuidaban en el acto reflejo de tratar de alcanzar al vástago en la caída, solo para recibir ellos también una ola de impactos. Todo ocurrió en esa infinitesimal duda que les hizo desatender las ventanas por donde los tiradores asesinos pudieron acertarles en las cabezas, en los hombros y finalmente en las espaldas descubiertas con el asombro cortado a tajo.

El niño vio todo a sus 11 años de inocencia de barrio. En el vacío inmenso que siguió, comprendió que sus familiares no se moverían más, no lo abrazarían, ni lo acariciarían, ni aún lo regañarían o corregirían. Se hallaba solo en el mundo a partir de ese momento fugaz en que un instinto oculto en sus entrañas le hizo desatender físicamente el cuadro de sangre y vísceras para entrar a la carrera en el cuarto de sus padres y sacar debajo del colchón el arma con la que ahora apuntaba trémulamente hacia la puerta de su dormitorio.

Sentía el peligro en sus venas, palpitando en un tuntún vicioso, uniforme, que le llevaba la certeza a su corazón de que allí estaban por entrar los que destrozaron su vida. Estaba completamente lúcido, tanto así que, a pesar del miedo que lo carcomía, sintió la furia animal de los pasos de esos desgraciados subiendo las escaleras.

Los segundos pasan lentamente y entre ellos se puede percibir el polvo estático del tiempo que no se apresura en la oscuridad del cuarto del niño. No se ve casi nada, pero si se presta un poco de atención, el golpeteo de un corazón se percibe como un diapasón in crescendo. Si estuviera prendida la luz del ahorro, o el poderoso sol entrara por las ventanas ahora cerradas, se verían estantes de madera empotrados en las paredes. En medio de sus vacíos utilitarios se encontrarían juguetes mezclados con plumones de colores. Los libros de cuentos llamarían la atención por lo usados, los álbumes de figuritas deportivas también saltarían a la vista, confundiéndose con los libros de texto escolares. Paseando la vista por entre los muebles, se hallarían varios polos del Melgar, dispersos entre la confusión de medias y chimpunes. Sin mucha atención se observaría el póster gigantesco de Paolo Guerrero, sonriéndole a su hincha privado. Con algo de atención clínica, se hallaría escondida, en la mesa de trabajo, entre notas y papeles de colores rasgados, una tarjeta de felicitación por el día de la madre, hecho con crayones y letras de molde. Es tan mayo que duele respirar.

La realidad se transforma en una foto tridimensional donde el principal fondo es el niño sosteniendo el arma de la seguridad. No logra entender porqué siente esa sensación de protección, pero la acoge con la incertidumbre de que valga de algo por favor, ya que siente los pasos llegando, las voces en susurros estentóreos dirigiendo y buscando en los demás dormitorios. Lo que ignora es que esas voces, tan entrenadas en el hablar sigiloso, son de agentes policiales. Esos tombos mataron a sus padres y a su hermano por algo tan ilusorio como es el dinero. Dinero que es la principal causa por la que se arriesgaron a entrar a mansalva y plomo a ese “hueco”. Lo que también ignora el niño, es que el que va a entrar a su cuarto es el sargento Minaya.

En la cara del enjuto y barbudo sargento, se pueden adivinar las preocupaciones mundanas de su actuar. Con algo de atención en las ropas puestas y previamente planchadas, se deduce que es un hombre de familia, o, en todo caso, que tiene una esposa que cuida de su limpieza básica. Lo que sería más obvio es que esa limpieza también trata de borrar de la ropa el aroma de otra mujer, la cual comparte con su consorte el renegar constante del genio irresoluto de Minaya, que nunca se decidirá en qué cama quedarse y que, mientras tanto, tiene que ocuparse económicamente de ambas. Esas son las mayores preocupaciones suyas en ese momento: cuánto dinero sacará de la jugada y para qué cosas principalmente derivar el pago. Suda frío, pero está seguro de su capacidad. Suda tanto como el niño con el que se encontrará dentro de un momento.

Pero aún ninguno de los dos se conoce. No saben que ambos están armados y que se apuntarán con sus armas. Lo que sí saben ambos es que la muerte entró en esa casa. Por una parte el niño cree que es por una injusticia increíble, ya que está más que seguro que su familia no hizo nada malo. Para Minaya, lo malo que hizo la familia que acaba de destrozar, no tiene mayor interés. Los padres del infantes sí desconfiaban de la maldad del mundo, en especial de los “rayas” y de los otros traficantes de la zona. Por eso a través de los años montaron un negocio de distribución de cocaína muy privado. Tanta era su desconfianza, que el dinero de las transacciones no lo dividían en partes y puntos, sino que lo guardaban en casa. Los policías de la zona supieron de una fuerte movida de 75 mil soles de la última semana. Suficiente para convencer de dar el golpe a 7 policías corruptos.

En el lapso de patear la puerta de la habitación del niño, uno puede imaginar que las cosas no tendrían que ser así. En otra situación el niño estaría caminando hacia la escuela comiendo sus lentejas de chocolate. Al llegar a la avenida Aviación, se detendría y saludaría al sargento Minaya, el cual lo ayudaría a cruzar la vía de alta velocidad. Al despedirse del niño, el agente recibiría unos cuantos dulces en la mano que comería con deleite travieso. En otra situación el niño no estaría apuntando su arma a la cara del sorprendido policía, quién a su vez también le apunta con la suya.

Mientras el gatillo es accionado y la bala busca su destino, los ojos del niño miraron fijamente a los del policía. Ellos preguntaron: ¿POR QUÉ? En esos ojos se vería, robando tiempo al poco tiempo que transcurre, toda la gama de acciones de venta de droga, de matanzas sin razón. De violencia respondida y revertida, de mujeres que sufren en un rincón, de adictos sin nombre perdidos en hospitales psiquiátricos, de zonas rojas sin justicia y de justicia sin razones. El niño formula todo un mundo de preguntas en el intersticio de los segundos mientras la Muerte baila a su alrededor. Pero no morirá ese día. Y es que los ojos del sargento miraron fijamente a ese niño que se parece tanto a uno de sus hijos, se parece tanto al Manolo, pensó. La vida se jugó en ese instante y quién dudó, perdió. Eso lo comprendió Minaya mientras sentía como la bala le iba atravesando la cabeza de lado a lado.

Después de caer el cuerpo del agente en el piso de la habitación, llegó a la realidad del silencio, la alarma intensa de las patrullas a todo sonar que se acercaban. Los vecinos temerosos alertaron a otros policías. Los compañeros del caído escaparon con el botín. Las calles eran de su conocimiento así que el distrito se los tragó en minutos.

El niño no lloraba. Las fuerzas lo acompañaron hasta dejar la pistola en el suelo. Luego de eso las preguntas se fueron disipando mientras llega a su corazón ese sentimiento contenido por el miedo que lo acompañará por minutos, horas, días, meses y años: la soledad.

¡A mi hermanita no la tocas!

Foto: Miguel Mejía Castro

Foto: Miguel Mejía Castro

—¡Hola!
—Hola pequeño, bienvenido.
—Ummmh no estoy seguro, pero quisiera saber si mi hermanita está bien, no la veo por ninguna parte aquí arriba.
—No te preocupes, gracias a ti a tu hermanita no le pasó nada.
—Ahhh bueno… ummmhhh.
—¿Quieres saber que te pasó a ti?
—Sí, es que siento que no la volveré a ver a ella ni a mis papás, siento mucha tristeza, pero también no sé, como que estoy tranquilo, pero confundido igual.
—Y no es para menos, gracias a que golpeaste fuerte con ese ladrillo al que intentó violar a tu hermana este no consiguió lo que quería. El sujeto luego te golpeó mucho y no sobreviviste. Al verte caído el delincuente escapó, pero lo atraparon después y tú viniste aquí para estar feliz esperando hasta que lleguen los que te quieren.
—Bueno eso creo que es lo importante, que ella esté bien, por mis papás… bueno… no sé… supongo entenderán… yo no quise dejarlos… yo… yo…
—Ven, ven aquí pequeño, no te preocupes, llora todo lo que quieras, los héroes también tienen derecho a llorar.

Nadie te enseña a ser padre

padreehijo

Nadie te dice que sus lloros serán dagas profundas que te rebelarán el alma y querrás destruir la mitad del mundo buscando culpables sin saber que a veces un beso tuyo es mejor que la penicilina.

Nadie te cuenta que pasarás horas escogiendo su nombre y que al final de repente ni escojas el que pensaste pero que a lo largo de tus días ese nombre significará para ti la felicidad más plena, la tristeza más ajena, el dolor menos dañino, el orgullo gratuito cuando otros lo mencionen, será el amanecer por el que te romperás el lomo, el anochecer que nunca llega, la impronta de tu cruzada, la esperanza de tu inmortalidad.

Nadie te advierte que la espada atravesará tu corazón varias veces, cuando cae, cuando se enferma, cuando pierde, cuando le atraviesan su corazón, cuando no logra, cuando no vence, cuando se decae, cuando no come, cuando la fiebre lo ataca, cuando ese zapatito le quedó chico y ves que está creciendo, cuando ese abrazo al llegar a casa ya se diluyó en su adolescencia, cuando comete los errores que tú forjaste.

Nadie te prepara para la alegría de su primer diente, el misterio de su cabecita cerrando sus huesitos, la mirada pasmada cuando por primera vez te reconoce y la consecuente risita, ese primer paso que es más grande que miles de astronautas visitando millones de lunas vírgenes, las palabras que salieron limpias diciendo “Papá” (que valen más que el discurso del Nobel) o ese salto de fe, sin barreras, sin excusas, lanzado hacia tus brazos para darte el abrazo que hasta en la tumba recordarás.

Nadie te confiesa que cometerás errores que no podrás sanar, frases que salieron atropelladamente y que fueron más filosas que el acero de damasco, miradas que golpearon más duro que una piedra o desprecios que nunca asumiste y nunca pediste perdón. NO. Nadie te cuenta que tú serás el mayor verdugo y que no podrás evitarlo, porque te ganará el miedo de que falle, que se falle, que se dañe, que dañe.

Nadie te dice sobre esas noches en vela esperando que regrese con bien, cuando descubra lo que quiere ser y tengas que ceder, los océanos que los distanciarán cuando emprenda su ruta y los años que esperarás una llamada, un signo de perdón, un “te quiero papi” como cuando tenía cinco.


Nadie te prepara para ese momento en que, luego de miles de batallas, lo veas grande, inmenso, lleno de de sueños, de alegrías, de bendiciones y su felicidad sea la tuya.

No te cuentan que debes prepararte para de repente morirte sin decirle “te amo” y que tienes que hacerlo ahora, ahorita, antes que la vida te cobre lo que le debes, antes que miles de infiernos sobrecaigan en tu cabeza por ser el idiota más grande que por el puto orgullo que te manejas no puedes confesarle que es lo más importante que tienes, tu tesoro, y que nunca tuvo la culpa de tus errores, que es tu mejor parte, el top de tus empresas, lo único que vale la pena para que te recuerden.

Nadie te prepara para ser padre, porque nadie te enseña a amar, eso solo lo descubres amando, amándolos dando la vida, los sueños, los tiempos, tu sangre, tus huesos, tu orgullo y tus lamentos, tus metas y tus desvelos hasta que entregues el corazón para que habite en el de ellos y el sus hijos de sus hijos, amén.

Líbrame de mis cadenas

pajaro

Inmediatamente sintió como sus manos cambiaban. Sus dedos que antes rozaban sus lágrimas se iban llenando de plumones, pequeños cañones de los cuales salían hilos que se emparejaban ante un centro como de caña hueca. Su piel se erosionaba ante el ímpetu de la transformación y el crecimiento de esos cañones. Sus huesos se aligeraban, se sentía menos pesado pero más conciso. Sus ojos perdían pestañas y las cejas se volvían una nada. Su rostro se adelantaba teniendo una estructura más ósea en vez de nariz.

Segundos antes la muerte era su destino, lanzado contra el vacío del abismo de la calle por ese hombre que nunca le dijo “hijo”. Ahora, en un incomprensible estado, el tiempo detenido, su cuerpo que lentamente caía, cambiaba. Él cambiaba.

Finalmente, transformado en algo incomprensible pero cercano, lanzó un graznido que traspasó el infinito y se echó a aletear con un conocimiento innato, como si siempre hubiera sabido que su progenitor terminaría por echarlo por esa ventana algún día y que su pedido de ser libre sería cumplido.

Una sombra alada surca la ciudad en busca de aquello que nunca encontró entre los hombres y que espera hallar en la plenitud de la libertad de los cielos.

La promesa

Atardecer en Arequipa

—Abue ¿Porqué el sol se oculta?

—Para recordarnos hijito que todo tiene un final y que debemos vivir intensamente cada momento, pero también nos recuerda que, a pesar que va oscureciendo, existe la promesa de que habrá siempre un nuevo día para intentar salir adelante.

—Abue… sabes muchas cosas ¿Porqué?

—He vivido muchos atardeceres hijito, debe ser por eso, ahora corre a jugar mientras hay luz.

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El lugar donde reposas

cementerioNunca te encontramos, eso ya lo sabes, pululas entre la marea del recuerdo que evita lanzarme hacia el vacío creado por tu ausencia. En una combi, en un auto, en una calle, allí está tu olor a niña buena, ese aroma con que iniciabas todo en casa, con las manos en esa sartén de niña vieja, tratando de emular a la madre tuya, a la cual aún amo en medio de la separación desesperante porque no pude encontrarte y que sé camina en la ciudad buscándote por su lado, atada a su locura como el último refugio ante la soledad. Cada día es un hallarme a mí mismo sin ti, con la botella a un costado, diligentemente con una cuarta de trago dejado en la generosidad de mi borrachera diaria. El humo del cigarro me despierta lo suficiente para ir al encuentro de esa cruz de metal que colocamos en una de las paredes del cementerio de la ciudad, a costas de mis exiguos ahorros, para que tuviera un lugar donde refugiar mi impotencia, palear en algo la culpa. Las flores siempre frescas junto aquellas de plástico que la caridad conmueve a mi andar cansado pidiendo la limosna de una muerte rápida que nunca llega, porque en el fondo, aún en ese resquicio de lógica impenetrable, de esperanza infranqueable a mis intentos de ser arrollado por los autos, descansa esa minúscula partícula de fe, por encontrarte en alguna esquina, atrapada en el sueño de mi último recuerdo, con tu vestido de domingo, con tus alitas de ángel, con las flores en tus manos, la conjunción del nombre que te puse en mi alegría de padre primerizo, así te espero, con mi esperanza a cuestas y el infinito dolor de nunca haberme despedido.

 

El Corazón nunca se cansa

Mathias y su abuelita Lili

Mi abuelita Liliana tiene una buena costumbre: me carga apenas me ve y me llena de besos. No hay mejor cura para un llanto que un abrazo, un upa-upa y una canción de la abuelita.

Un día, mi Papi y Mami, tenían un compromiso, de esos que los grandes no pueden dejar de cumplir. Yo no entiendo porque, si con un no-no, basta, pero ellos son así, se complican mucho a veces. Y esta vez fue un ir y venir de un lado para el otro, pensando con quién dejarme. Abuelito Issac trabajaba de noche en esos días y mis tíos Aldo y Raquel también estaban ocupados.

Felizmente una llamada de abuelita Liliana les alegró la cara a mis papis, y es que ella llegaba a la ciudad ese fin de semana y podía quedarse conmigo a cuidarme, mientras ellos salían a cumplir con su misión en la sociedad, jijijiji.

A mí en las noches me gusta cumplir una costumbre desde hace muuuuuuucho, pero muuuuucho tiempo, hará cosa de un mes que la estoy practicando, y es ayudar a mis papás a moverse y así bajar de peso, por eso hago que uno me pasee por un rato y luego hago que el otro me pasee otro rato, hasta que a todos nos agarra el sueñito y nos acostamos. Claro que para indicarles que me tienen que cambiar de brazos lloro, aún no me da lo del lenguaje, pero en fin.

Yo creí que mi abuelita era una experta en bebés, porque tuvo tres, incluido mi papito. Pero, al parecer, se le olvidó todo, porque no atinaba a cargarme de la manera como lo hace mamá, pero aún así, mis papis se fueron y me dejaron a su cuidado. Pobrecita, trató de darme lechita, de cambiarme el pañal, de pasearme en mi carrito, de cantarme, de sacarme el chanchito, pero no daba con la secuencia correcta, además de faltarle dos brazos más de recambio.

En un momento se puso triste porque yo no dejaba de intentar decirle, con lloros explicativos, que no era eso lo que quería, así que dejé de gimotear, porque no era el caso de ser terco. Así que dejé que ella hiciera el intento una vez más y pensé que una noche sin ejercicios no le iba a hacer mal a nadie ¿No?.

Fue bonito dormirme en brazos de mi abuelita y sentir su corazón latir de cariño hacia mi.

Al otro día, alcancé a escuchar cuando llegaron mis papás, cómo mi abuelita les relataba la noche pasada:

-Mathias se ha portado como un ángel, se durmió plácidamente con mis arrullos-. Mis papás pusieron un poco en duda sus palabras, pero mi abuelita les aseguró que había pasado una noche tranquila y yo no molesté para nada.

Umhmmmmm, creo que a mi abuelita Liliana se le olvidó que me hice pufi dos veces en la noche y me tuvo que preparar otras dos el biberón, pero bueno, la verdad es que yo dormí bien también junto a ella y me alegra que ella pudiera descansar. No hay duda que el corazón de los que nos quieren no se cansa de nosotros.

Fue en Semana Santa

negative          El último día que vio Lucas a sus padres fue un Viernes Santo. Ese día, como otros días, se drogó. En esa época las calles paraban llenas de ambulantes que vendían incienso, mirra, cruces, herraduras, caparinas y diana. En los sitios que él conocía se vendía alcohol, cigarros, marihuana, pasta y cocaína. Se llevó de todo un poco para su casa y se intoxicó durante toda la noche.

Al día siguiente, su madre entró a su cuarto, a pesar del olor nauseabundo, no pudo reprimir sentirse dolida y culpable. Amaba a su hijo y concentró todo ese sentimiento besándole la frente y acariciando esa cabeza llena de rulos hirsutos mientras le susurraba algo desde lo profundo de su corazón al oído. Luego, le dejó una nota en la mesa de la cocina indicándole que le preparara el desayuno a su hermanito menor, porque ella y su papá se iban a comprar las cosas de la semana al mercado… fue lo último que le escribió.

Al mediodía, su hermano de seis años lo despertó llorando porque unos hombres estaban tocando fuerte la puerta de la calle y lo asustaron. Cuando les abrió, todavía estaba ebrio de droga, con los ojos legañosos y la conciencia confusa. Al ver a los policías, se le vino a la mente el recuerdo de la vez que se lo llevaron al cepo por tener en su poder 200 gramos de hierba, así que empezó a temblar.

Pero la Policía no venía a llevárselo por drogas, sino se lo llevaban a la Morgue Central para que identificara a sus padres. En medio de su confusión y dolor no atinó a hablar más que para dejar encargado a su hermanito a una vecina. En el camino le contaron que la combi donde viajaban al mercado se estrelló con un taxi, pero que después una camioneta impactó contra la combi en seguidilla. Sus padres murieron allí…

Ya en la cámara fría de la morgue, sacaron de las congeladoras los cuerpos tapados de su padre y su madre. La primera, cuando la destaparon, revelaba un rostro preocupado, con una mueca incierta. Sus labios estaban amoratados y nunca lo volverían a besar, pensó. En su padre, encontró una mueca de tristeza, como si el último pensamiento no fuera de dolor sino de pena. Los brazos musculosos de su padre, que muchas veces lo sostuvieron cuando estaba ebrio, ya no lo harían jamás.

En medio de las sombras de su incertidumbre, firmó los papeles correspondientes, autorizó el trato con una funeraria y se fue a su casa. En el carro empezó a llorar, las nubes de la droga se le disiparon por fin y comprendió la terrible realidad: se había quedado solo, pero no, no sólo él, sino también su hermanito que lo esperaba para recibir la terrible noticia. ¿Cómo explicarle a un niño algo así? ¿cómo decirle que el amor que necesita, el abrazo cuando llorara, cuando sienta hambre, cuando tenga pesadillas y necesite a una persona que lo escuche cuando triste esté, ya no lo estará más?

Los niños son un misterio, a veces, toman las noticias más terribles con la simplicidad de la realidad. Juancito lloró un rato en los brazos de su hermano, pero luego le preguntó si tenía hambre, porque había sobrado algo de los sándwiches de mantequilla que se había preparado. Fueron a la cocina y encontraron la nota de la mamá. Esta vez el que no paró de llorar fue Lucas.

La pelea legal por la tenencia de su hermano fue dura. Lo acusaron de ser drogadicto y sí pues, los análisis revelaron lo imborrable. Así que el pequeño fue a parar a manos de unos tíos paternos, estrictos y duros que no le permitieron verlo. Lucas cayó en depresión profunda y se volcó a las drogas de nuevo. Las noches las pasaba envuelto en el humo nocivo que entraba en sus pulmones, matándolo lentamente mientras trataba de olvidar con cada inhalada el dolor de ser un paria.

Una noche, escuchó una voz que le hablaba en susurros. A la mañana siguiente, el eco de esa voz lo persiguió por la casa. No lo dejó tranquilo. Cuando juntó los soles necesarios para su dosis diaria de droga, se encaminó hacia la Calle del Desengaño, pero algo no se lo permitió, así que dio media vuelta y huyendo no paró de correr hasta llegar a su casa y refugiarse entre las sábanas de su cama para llorar hasta quedarse dormido.

Al día siguiente, empezó por ordenar su cuarto. Sacó los papelitos de periódico de los lugares más inhóspitos, limpió su escritorio, botó papeles, sacó ropa sucia y baldeó el piso. Mientras se oreaba la habitación, barrió y arregló los demás ambientes, la cocina, el cuarto de sus padres, el patio. Lavó su ropa y durmió para luego levantarse y prepararse algo de comer. Recién allí se dio cuenta que no tenía comida fresca. Así que optó por un atún y pan seco. Al otro día, se fue a su trabajo lavando carros para agenciarse unos soles, así lo hizo por tres semanas más hasta que juntó lo necesario para llamar a su hermano, irse donde un pariente lejano para pedirle trabajo y comprar unos regalos para Juancito. El domingo fue a visitarlo y le dejaron verlo por media hora… –¿Estás bien?-, preguntó, -Sí hermanito, pero sólo que te extraño y me da miedo en la noches, mi cuarto es frío-, le contestó el niño con una mirada de aprehensión, -No te preocupes, todo va a cambiar- le prometió y se fue.

Las semanas siguientes fueron una batalla contra su vicio. A veces tenía que encerrarse y tomarse pastillas para dormir. En los centros de rehabilitación, donde lo llevaron sus padres en el pasado, las rejas y los “hermanos” le evitaban escaparse para fumar. Allí, en la soledad de su casa, su voluntad era la carcelera.

A veces recaía y al otro día se levantaba con una cólera que lo dañaba durante días, pero ir a ver a su hermano, limpio y llevando alimentos para poder estar con él unos momentos, lo animaba a continuar. Los tíos veían este cambio en él sin mencionar palabra alguna. Un día conversaron. Le explicaron que Juancito estaba muy inquieto mientras no lo veía, que no reía con ellos y que al parecer, él había dejado el vicio. –En todo caso Lucas, vamos a permitir que te lleves a Juancito los fines de semana, y si sigues como estás, de repente, óyeme bien, de repente puedas quedarte con él-, le dijo su pariente, muy serio y mirándole a los ojos.

Imagínense un despertar a las seis de la mañana de un día de semana: hay que hacer el desayuno, sacar la basura, planchar la ropa para que el escolar vaya al colegio, ir a levantarlo, que se bañe con el agua tibia de una terma comprada con esfuerzo. La mesa limpia tiene panes frescos y mantequilla, mortadela, mermelada. El plato de desayuno tiene arroz con huevos fritos. La taza tiene leche con chocolate. El niño come todo mientras le cuenta al hermano qué hará ese día en el colegio. Cuando se va el niño, el hermano mayor arregla la casa y se va a trabajar contento… ¿Es un sueño? Puede ser, la realidad y la felicidad muchas veces cuando se juntan producen una sensación de irrealidad, pero para Lucas, esta es la rutina de su vida nueva, vida limpia si cabe la forma.

Pero, falta algo. Un día, a tres años de la muerte de sus padres, los dos están en una representación de la Pasión y Muerte de Cristo, allá en el distrito de los Andenes Floridos. Juancito pregunta mucho sobre eso y Lucas trata de responder con lo aprendido en el colegio. De pronto, se acuerda de unas palabras. -¿Sabes lo último que me dijo mamá?-, le dice a su hermanito, -¿Algo sobre mí?-, repregunta el pequeño, -Sí, me dijo al oído que tenía que cuidarte. Se hace un silencio y el viento les susurra nuevas cosas al oído. –Creo que mamá sabía que iba a morir-, le dice el pequeño, con esa madurez que le caracteriza. -Sabes hermano, yo sé que hacías cosas malas, pero ya no. ¿Eso es un milagro?-, pregunta. El hermano mayor medita un momento recordando, -Sí Juancito, creo que eso fue un verdadero milagro- le contesta y se van caminando comiendo sus manzanas acarameladas.

 

En la ceremonia

confirmacion

La ceremonia se cumpliría en la capilla del colegio contiguo al albergue donde vivía la adolescente junto con otras 20 chicas. Su vestido era de color crema, cortado a la mitad en la cintura por una fajita color granate, sus zapatos eran plateados, su cabeza estaba adornada por una diadema de flores de diamantes de imitación, sus manos no paraban de sudar de la emoción. Ese día sería bautizada, haría su Primera Comunión y Confirmación. El mismo obispo del lugar presidiría la ceremonia, porque conocía de mucho a los fundadores de la obra.

Aún con el nerviosismo, aguantó las ganas de gritar durante la ceremonia. El agua recorrió sus azabaches cabellos. La cruz de aceite en su frente, la promesa de que nunca estaría sola al momento de recibir la Comunión, serían momentos que la acompañarían siempre.

Luego del Padrenuestro correspondiente, llegó el momento de la paz. Abrazó a uno y otros, a sus compañeras al igual que ella, rescatadas todas de la violencia en pueblos de la sierra, con historias demasiado fuertes para que cualquiera pudiera oírlas sin llorar. Hermanas la final en su camino hacia la curación y la paz.

Al momento de voltear hacia otro costado para abrazar a otra de sus hermanas, se encontró frente a frente con el rostro de su padre.

-Hijita, ayer he salido, yo pagué todo, hijita yo ya entendí que estuvo mal, muy mal, no entendía, por favor, ya pagué mi culpa, yo ahora entiendo… yo quiero que me perdones…

Nada alrededor respiró por más de cinco segundos, los cuales pasaron lentamente mientras algunos tomaban conciencia de quién era ese hombre devastado por el peso de los barrotes, que había llegado hasta la banca donde se encontraban las niñas, eludiendo toda seguridad.

Antes que pudieran reaccionar lo hizo la adolescente, abrazó a su padre y al oído le dio el perdón que anhelaba pero también le pidió que la dejara ir, que volviera a su casa, allá en el pueblo, a tratar de recuperar el tiempo perdido, que ella estaba bien donde estaba, que ya hablarían alguna vez.

El hombre terminó de besar en la mejilla a su hija y salió, aún con la vergüenza del que se sabe malmirado, pero contento hasta las lágrimas.

Todo siguió normal. La ceremonia terminó con aplausos, el obispo partió la torta llena de manjar blanco y el corazón de la ahora confirmada, por fin sonrió con paz.

Corazón de Padre

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Fueron las tres de la mañana cuando escucharon los disparos. Tobías salió corriendo hacia la calle, para encontrar a su único hijo tirado, desangrándose en la calle. La sangre brotaba como una flor de clavel en el pecho desnudo del adolescente de 17 años y los asaltantes ya estaban lejos de la justicia popular.

Un vecino puso el carro, otro lo ayudó a ponerlo en el asiento de atrás, uno más se puso en el asiento para sostener la cabeza del herido y otro entregó lo que logró juntar de dinero entre los presentes. Tobías agradeció con la mirada a todos y se fue a tratar de salvar a su hijo.

La historia es común en este barrio, para qué entraríamos en detalles. De repente lo diferente es que en vez que Tobías fuera el que se fuera de la casa, fue la Estrella la que se cansó de la pobreza y lo dejó con un bebé de un año y medio en los brazos. Fue un buen padre. Educó bien al chico. Cuando terminó el colegio, Jesús, como se llama el muchacho, se puso a trabajar en un Call Center  de noche para poderse pagar la academia preuniversitaria. Llegaba todos los días a las tres de la madrugada y encontraba siempre despierto a Tobías que no pegaba el sueño, rumiando el sueldo de obrero que sacaba por las 10 horas al día que trabajaba y que no alcanzaba al final para cumplir el sueño de Jesús de ser médico. Ese trabajo del muchacho era importante y les permitía ahorrar.

Lo demás ya lo sabemos todos, pero nos cuesta creer lo que pasó: llegaron al hospital y encontraron a “Cigueño” de turno, ese era el mejor cirujano de la ciudad, bueno, eso por orgullo lo decimos, porque también salió del barrio y era la inspiración de Jesús en sus anhelos de ser “matasanos”. “Cigueño” le pusimos porque atiende a nuestras mujeres gratis cuando van a dar a luz, muchas no tienen ni Seguro para eso, así que él corre con todos los trámites.

Cuando examinó a Jesús, salió a decirle al padre que el corazón del muchacho estaba comprometido y que no era posible salvarlo, a menos que se le trasplantara otro corazón y no le iba a dar tiempo siquiera el pedirlo a urgencias en el Central. “Qué necesitaría ese corazón”, le preguntó Tobías. “Que sea de la misma sangre que Jesús y que esté sano, entre otras cosas, pero es imposible Tobías”, respondió el médico. Lo que no esperaba nadie es que Tobías sacara su cuchilla de cortar cables y se rebanara el cuello, no sin antes decirle al doctor que usara su corazón para salvar a su hijo.

Dicen que eso se le ocurrió al Tobías porque vio una película donde un padre igual trató de matarse para darle el corazón a su hijo, dicen que no vio nada el Tobías y lo hizo de puro macho y por el gran amor que le tenía a su hijo. Yo no sé al final cómo se le ocurrió la idea, porque debe haberle tenido una fe inmensa al “Cigueño” para que lo haga y debió estar seguro que su corazón calzaría en vez del de su hijo. No sé, como dije, lo que al final pasó por su cabeza. Pero lo que sí sabemos es que Jesús ahora va por su tercer año de Medicina, trabaja junto al “Cigueño” en su consultorio particular y es un buen chico, como siempre deseo su Padre, el Gran Tobías.

Para los que aun no se convencen que un padre debe estar siempre allí, va la siguiente canción: 

https://www.youtube.com/watch?v=oiKj0Z_Xnjc

El niño de la guerra

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Hace algunos días el niño supo qué era la muerte. Velaron a su padre en medio de llantos desenfrenados allí en Al Qasser. ¿Dónde queda Homs?, allí lo asesinaron. ¿Dónde queda Damasco?. Esa era su pregunta constante y nadie le hizo caso. Los asesinos de su padre estaban en esa ciudad. No lloró durante todo el velorio y el entierro posterior.

Antes de irse esa mañana el padre le dio una cachetada en la mejilla porque estaba llorando, luego le enjuagó las lágrimas y le acomodó los rizos. Dos días después la noticia de su muerte cayó como una bomba en su casa. Ahora avanza por el camino hacia Damasco. Por lo menos por donde cree que llegará. Tiene cruzada a la espalda una escopeta de retrocarga, una ametralladora corta en la mano derecha, ambas de juguete. En la mano izquierda sostiene libros de su escuela con el mapa de su país.

Lo encontraron dos semanas después. La bala que lo atravesó no era rebelde ni del gobierno, era estadounidense.

 

 

Correr con mi hijo en brazos

correr con mi hijo en brazos

Sigo esperando la muerte como quién espera a una vieja amiga con la cual vamos a saldar cuentas.

Esa mañana, no era diferente a ninguna otra. Quisiera recordar algo que me indicara qué iba a pasar, no sé, como que si se hubiera caído la rama de algún árbol en el barrio o percatarme del canto de un pájaro de mal agüero. Nada en mi memoria, solo que le grité a Juancito por no cambiarse rápido para salir a comprar las cosas que faltaban para la tienda de piñatería que teníamos en el barrio. Le grité, eso sí lo recuerdo como si ahorita mismo estuviera de nuevo zarandeándolo para que vaya a su cuarto por la chompa que se había olvidado. Le grité. Qué curioso lo que podemos recordar y lo que olvidamos ¿No?.

Porque no recuerdo qué desayunamos ese día, de haberlo hecho, de repente me explicaba por qué después de comprar las cartulinas para las cajas de sorpresa en la imprenta en la avenida Zorritos, me dieron ganas de comer algo. Le pregunté a Juancito si tenía hambre y me dijo que “No”. Seguro estaba algo enojado por cómo lo había tratado. Pero yo tenía hambre o, seguro también, quería comprarle algo para olvidar lo de la mañana. Quisiera recordar ese desayuno, qué nos dijimos o si algo había allí que me dijera o alertara por lo que venía.

Seguimos por la avenida rumbo a la estación de Quilca del Metropolitano para regresar a casa y allí, en un pequeño puesto de comidas, me detuve y le pedí una empanada de queso, porque le gustaban mucho. Su mamá, cuando vivía con nosotros, preparaba esas empanadas los fines de semana para vender a la salida de la parroquia, con gaseosas y sánguches de pollo. Juancito se animó algo con la comida, de repente la recordaba.

Allí fue.

Nunca supe nada de ellos, de esos bastardos. Lo único que quería era tomar y tomar. Hasta que el Pepelucho, que estudiaba para abogado, me dijo que, como yo no había hecho mucho para pedir justicia, los dos miserables iban a salir en menos de seis meses, con libertad condicional. La noticia me cayó como balde de agua fría que me hizo despertar. Lo primero que le pedí es que me viera, por favor, como andaba el caso y que me averiguara los nombres y todo lo que pudiera de ellos. No sabía que iba a hacer realmente. Yo nunca fui un hombre valiente, no me explicó cómo al final del día, después de vender el televisor que me quedaba y otras vainas más, tenía en manos un revolver calibre treinta y ocho.

El peso de un niño

Un niño no pesa mucho, si tiene 11 como mi Juancito pues son 35 kilos, menos que una caja de leche, o de una caja de papel bond, menos que una bolsa de cemento creo. Pero su peso no se siente mucho si lo llevas cargando en caballito, haciéndole bromas, pero, cargar su cuerpo herido, significó para mí como cargar una tonelada, sentía ese peso que me carcomía los brazos, pero también sentía cómo mis piernas se movían con una fuerza inusitada, haciéndome correr sin descanso.

El Hospital Arzobispo Loayza estaba muy cerca y lo llevé allí. Hay cosas que no se te olvidan nunca ya dije. Una de ellas es cómo me miró el médico de turno diciéndome que la herida de mi hijo, no lo podían atender allí. Era una mezcla de rostro de pena y otra de susto. Cuando le pedí que me proporcionara una ambulancia para llevármelo, su rostro cambió a enojo. Tuve que llevármelo porque amenazó con hacerme botar.

Recuerdo esos momentos y tampoco puedo olvidar que no hice las cosas como debía. Me asusté, claro. Nadie en su sano juicio al sentir el disparo y ver a su hijo que cae fulminado como por un rayo, se quedaría analizando las cosas. En ese momento sólo pensé en llevarlo al Hospital y estaba cerca de uno, así que lo tomé en brazos y partí con él. Cuantas noches pasé reflexionando sobre mis acciones y llegaba a la misma conclusión: si hubiera esperado a la ambulancia de repente la historia sería distinta y no tendría que estar aquí, parado, en esta esquina, esperando a que salgan de la carceleta los malditos esos.

A las 11:00 am me dijo Pepelucho que salían en libertad. Justo la edad de mi hijo.

A pocas cuadras, el guachimán de la puerta del hospital Loayza, me dijo se encontraba el Hospital Santa Rosa. Traté de tomar un taxi pero ni uno paró. Recordé en un instante cuando mi hermano Lucas le dio por tomarse Raticida Campeón cuando era chibolo y mi Mamá lo intentó llevar en un taxi a la posta, ninguno lo hizo hasta que paró uno caritativo. El chofer le explicó que cuando es cuestión de heridos, es mejor no comprometerse porque la Policía luego los agarran como implicados y hasta les sacan plata para soltarlos, así que el favor suele salir caro.

Sin esperar más salí disparado hacia el Hospital Bartolomé que quedaba en la misma avenida Alfonso Ugarte, más cerca que el otro, solo para desperdiciar más minutos esenciales, porque es un hospital escuela y de maternidad. Tampoco me atendieron.

La carrera continúa

En un sitio leí después que un niño de once años tiene un promedio de tres litros de sangre. La respiración de Juancito me indicaba que estaba vivo, pero sentía la humedad de su sangre bañándome. Había logrado amarrarle con mi camisa el pecho y la espalda, no sabía si era suficiente. Supongo que ver correr a un descamisado ensangrentado con un niño en brazos asusta a cualquiera. Durante los minutos que fui de hospital a hospital solo los guachimanes se atrevieron a decirme algo, los demás eran extraños, ajenos.

Si en ese momento hubiera pedido ayuda a gritos, de repente se hubieran acercado a ayudarme algunos y de repente hubiera llagado una ambulancia. Desde ese día vivo de “hubieras” que me destrozan la mente pensando en cada cosa que debí hacer desde mi nacimiento para que ese día de mierda nunca llegara, para que no tuviéramos que estar en ese puesto de comidas tratando yo de disculparme por mis frustraciones y mi Juancito no tener que haberse colocado justo en la trayectoria de la bala que disparó ese hijueputa.

Trato de no pensar, pero igual siento que esos malditos, el que disparó y el que esquivó la bala, también tienen su “hubiera”. Lo que más me daña es pensar que debí permitir que mi ex esposa se llevara a Juancito a Italia cuando nos dejó. Ese egoísmo mío de no dejarlo partir, diciendo que iba a darle una mejor vida que ella junto a su amante allá en Europa… pues… al final… siento que yo mismo jalé ese gatillo. No importa cuántas personas me dicen lo contrario, es lo que siento y nada lo cambiara.

Hoy en la mañana me corté el dedo, engrasando la pistola como me dijeron. No sé en qué momento fue. Estaba distraído. Según me contó Pepelucho, los dos malditos si bien fueron arrestados y aún con mi estupidez, fueron acusados de asesinato no premeditado y todo, en la carceleta lograron hacerse amigos y perdonarse entre ellos sus deudas, por las que ese día intentaron matarse. Por eso armaron una buena excusa y saldrán libres para que se les siga el juicio desde su casa. Con el tiempo no se les acusará de nada y seguirán con sus vidas.

Los recuerdos

Corrí con mi hijo en brazos por toda la avenida Nicolás de Piérola hasta llagar a la avenida Miguel Grau en dirección al Hospital Dos de Mayo, único lugar en el que me dijeron podían ayudarlo por la complicación de su herida. Corrí como nunca en mi vida recordando sus navidades, sus primeros años, cuando me dijo “Papá”, cuando lloró cuando le dijimos que con su Mamá ya no íbamos más. Creo que fue allí cuando empecé a gritar. Dicen que creían que estaba robándome al niño y por eso llamaron a la Policía. Pero ellos recién llegarían cuando estuve ya en Emergencias del Dos de Mayo. Grité, si, como si quisiera que los pulmones me reventaran, que mi garganta se destrozara ¿Cómo no hacerlo?

Veo movimiento en la carceleta. No hay periodistas. Ellos ya gastaron la noticia los primeros días y, ante mi negativa estúpida de no hacer barullo, se cansaron de la nota, no había ángulo supongo sin mis lágrimas en cámaras. Ahora solo veo familiares de los malditos, sus compinches pues son delincuentes de larga data. Ellos están festejando y se los llevarán a los dos para que tomen y celebren su libertad. Quién como ellos que pueden darse ese lujo se sentirse libres y no atados a un sentimiento de culpa que te rompe el alma.

El inmenso vacío cuando tú no estás

Mis movimientos son automáticos, me acerco despacio a la multitud, con barba de algunos días y lentes oscuros no se me reconoce. Allí están ellos, bajan sonrientes y enfundados en sus chalecos antibalas, porque serán escoltados hasta su casa por Policías prestos a ayudarlos. Pero la gente se acerca más a ellos para abrazarlos, acariciarlos, son sus madres, sus hermanos, sus hijos. Quisiera pensar que lo que haré me calmará el dolor, pero no es así, creo que me llevaré este sufrimiento más allá de la tumba, pero, por lo menos, sé que estos malditos no dormirán tranquilos.

En estos momentos me acuerdo que casi a seis cuadras del Dos de Mayo, un chofer se detuvo y me dijo gritando que me llevaría, que sabía que mi hijo estaba herido. Sin dejar de correr le dije que no, que no era necesario. Cuando me alcanzó volvió a tratar de pararme para llevarnos, pero le contesté que no era necesario. En serio, no lo era, hacía más de ocho cuadras que mi hijo había dejado de respirar y sabía que estaba más allá del dolor, solo que yo no podía dejar de correr.

Al acercarme donde esos malditos saco el arma, ellos me ven, me reconocen y ya se mueven para evitar los disparos, los policías también. Pero las balas no son para ellos, solo es una y es para mí. Quiero que mi sangre los salpique, los marque, porque la de mi Juancito, la de mi hijito, quedó regada en esas largas cuadras en las que lo cargué corriendo por última vez…

El salvador

el salvadorLa balacera es una fiesta de ruido seco y sin eco en la mañana entrada en calores. Es domingo en todos lados y se siente en las calles tranquilas, roto solo por ese retumbar extraño y solitario que se repite cuatro veces en el aire urbano del barrio.

Carmen cocina con el gas que lleva hasta allí un motociclista todos los últimos jueves del mes con quien tiene un romance efímero de sexo mal hecho en la cocina. Es su venganza poética, que le llena de sabor los labios cuando besa a su marido cuando llega ebrio de otros amores y con el aroma de otras cocinas en el cuello.

El niño de seis años mira la tele, absorto en los colores casi naturales de la pantalla plana que le muestra un mundo lleno de fantasía y fiesta que nunca ve en las calles por donde da sus pasos hasta su colegio, de allí a los brazos de su mamá Carmen y después a los juegos con su papá en las noches que no sale a trabajar cuando carga su “amiga cuarentaicinco” en la espalda, entre el pantalón y el canzoncillo.

Su papá, al que llaman “Peluche”, está corriendo para protegerse. Caminaba hacia la tienda a comprar un par de chelas para la sed de la mañana dominguera, cuando vio aparecer a ese motociclista encapuchado y supo que venía por él. Trató de esconderse detrás de un poste pero, una bala que se incrustó en su hombro, lo impulsó a buscar refugio en su casa. Llegó a la puerta con dos tiros más en las piernas para empujar con el peso de su cuerpo herido la puerta metálica. Carmen no salió a ver nada, estaba segura que estaban matando a su marido y no quiso presenciarlo…

Quién sí salió corriendo y sin miedo fue el niño que se llama igual que su padre: Pedro. Mira con ojos asustados la sangre que sale a borbotones de las piernas de su papaíto y de una nueva herida en otro de sus brazos y salta sobre él llorando, suplicando al encapuchado para que no mate a su progenitor.

Pedro está temblando, no dice nada, mira para un lado y otro buscando explicación del porqué  están disparando contra él si no mató a nadie, si solo es un ladrón de noche con una pistola de juguete. Pero con el brazo que puede mover separa a su hijo de él y mira de una vez a su asesino, sin miedo en los ojos. El niño puede más que su protector y de nuevo se aferra al cuerpo pidiendo con más fuerza, ¡No mates a mi papá, es bueno!, ¡No lo mates por favor, por favor!

El viento sopla con fuerza mientras el frustrado asesino baja el arma y se va, sin dar la espalda, monta en su moto y se aleja mientras los vecinos salen para ayudar a Pedro. Lo que no consiguen es que Pedrito deje de abrazar a su padre.

Nacerá un nuevo hombre esta Navidad

2012.12.19 (nacimiento catedral) 040

Imagen que se encuentra en la Basílica Catedral de Arequipa

Antes de nacer ya está causando contradicciones este bebé. En su propio padre (en este caso putativo) motivó la aparición de un tipo de justicia extraña, porque al saber que su novia estaba embarazada de alguien que no era él, no se fue a tirar piedras en la casa de sus suegros, o emborracharse hasta morir y denunciar en cuanta red social pudiera el engaño, sino que lo motivó a la compasión, a la caridad, algo que es extraño en estos tiempos. Pero dio un paso más: creyó en ella y no le importó de quién sea el hijo que viene, él ama a esa muchacha, la ama de verdad y está seguro que ella también lo ama: el futuro no importa si los dos están juntos.

Y después de enfrentar a la sociedad se unen y no hacen caso a las voces que les dicen que se van a divorciar, es más que se TIENEN que divorciar. Los problemas no acaban con este sí que ambos se dan, sino empiezan, y cosa rara, la pobreza es patente, sí, pero la alegría lo es más. El haber aceptado la realidad de su situación motiva al padre a cuestionarse algunas cosas y se convence que no se puede decidir en qué familia nacer, pero sí a quién amar como familia…

No lo saben, pero alguien quiere matar a su hijo, alguien está determinando reglamentos y moviendo a las masas para asesinar a ese niño en el vientre de su madre y hasta se preparan discursos: tú niña no debes pasar por un embarazo, no debes frustrar tu futuro con un hijo, debes decir que fue una violación de un soldado para que te libren del problema, que tu cuerpo te pertenece y puedes hacer lo que quieras y como lo quieras hacer niña… Pero la madre no escucha más que los latidos de eso otro corazón que está creciendo dentro de ella.

Y lo que pasó en ese pueblo es ya de conocimiento público: nadie los quiso ayudar, fueron de un lugar a otro para que los apoyen… pero nada, hasta un periodista creativo escuchó su historia y escribió una crónica en el que incluyó medios de comunicación y graficó la desidia de las personas. Pese a todo esto, al padre no se le llenó de odio el corazón y no se quedó reclamándole a nadie, sino que ya está poniendo manos a la obra para atender el parto de su esposa en ese garaje que le prestaron para que duerman, y ya acomodó esa caja de herramientas para utilizarla como camita y, en medio de un tico y una combi estacionadas, la madre empieza a padecer ese dolor contradictorio que trae un sufrimiento indecible pero al mismo tiempo la alegría máxima al saber que se está trayendo al mundo un nuevo ser.

En un instante, al padre le viene un flashback: la historia futura de ese bebé, su amor por todos, aprendiendo a hacer las cosas con responsabilidad, su obediencia para su madre cuando él ya no estuviera vivo, su fortaleza de salir a comunicar que un mundo nuevo es posible si nos armamos con las herramientas del amor, la igualdad, de la caridad, de la justicia, de la honestidad, de la defensa de los más débiles y del perdón… hasta verlo morir por la defensa de sus ideales y por no dejarse corromper por la cobardía de no decir la verdad, el corazón se le hincha de orgullo sano y una oración se gesta en sus labios.

Curiosamente no ve imperios, cúpulas, o riquezas, tampoco los debates y los desgastes tratando de negar la existencia de su hijo, lo único que vislumbra son las réplicas de su ejemplo, los actos anónimos de bondad, la cantidad de buenas acciones diarias, los valientes testimonios de aquellos que también defendieron la verdad y la justicia. Y es que su hijo es una esperanza para cada uno de los hombres y mujeres como modelo de rectitud a través de los siglos, y se alegra que todo empezara cuando él y su mujer dieron un sí a la Vida y al amor que se tenían… lo demás es historia conocida…

Carta a mi hijo…

Te extraño hijo mío. Fue a los diez años que te me moriste en mis brazos y ya el tiempo no es el mismo que ayer. Tendría que empezar por decirte que capturaron a los que te asesinaron, pero nunca supimos si fueron los militares o los terroristas los que te arrancaron de mi vida. Si recuerdas esa noche, las bombas y las balas silbaban alrededor de nuestra casita, ¿te acuerdas? esa blanquita que estaba en la plaza de nuestro pueblo querido.

No sabía, ahora puedo decirlo, que hacer en esos ratos, la angustia de tu madre embarazada y tu miedo, mi pequeño, me oprimió el corazón de tal forma que te envié al cuarto de al lado para que te metieras debajo de la cama. Quería protegerte pero no pude. La granada que entró por la ventana destrozó la pared y esta cayó encima de tu camita. Loco, me arriesgué a llegar hasta ti, las balas me silbaban en la cabeza pero sólo pensaba en ti, en tu cuerpito aprisionado por esa pared caída. Después me di cuenta que una bala me había alcanzado en la pierna, eso fue después de que lograra sacar tu cuerpo de entre los escombros y poder escuchar tu último suspiro. Tu madre estaba a mi lado.

Después de eso ya nada tenía sentido. No lloré, de verdad no lo pude hacer, porqué alguien en mi niñez me enseñó que los hombres no lloran, que la vida no es para llorar sino para sufrir en silencio. Al otro día me llevaron preso porque estaba herido y creyeron que había participado en la balacera, pero no fue así, tu madre tuvo que llorar por mí, dar pruebas con tu camisita llena de sangre que estuve tratando de salvarte. Al final se apiadaron de ella y de una patada me sacaron de la celda.

Nos fuimos de ese pueblo hijito. Dejamos atrás los campos verdes donde jugabas con tus compañeritos de escuela, dejamos atrás la escuelita donde aprendiste a escribir “yo amo a mi papá”, el campanario y nuestra tierra, mi tierra que labre con mi sudor, todo eso dejamos para que esa guerra cruel y sanguinaria no termine por matarnos también. Al salir, el atardecer cubría de rojizo el cielo como despidiéndonos. Allá en el caserío se quedaban mis hermanos y mis familiares que no podían irse, pero yo sí me fui. Y llegamos a esta ciudad donde todo es terriblemente caro, donde una comida es un lujo y donde nacieron tus hermanos.

Con los días de estar caminado aquí, me puse a averiguar quién fue el que te mató. Recorrí comisarías, cuarteles, pregunté a abogados y políticos, hasta con un viceministro hablé. Tanto hablar causó que muchas veces me mandaran amenazas de muerte, tanto de los militares como los de Sendero. Así que dejé de preguntar y traté de vivir con tu recuerdo.

Pero hijo ¿cómo hacerlo?, si en la sonrisa de tus hermanos te recuerdo, si en las navidades al traer los regalos se me oprime el corazón al ver que tengo dinero para comprar un regalo más y no tengo a quien dárselo, si en la mesa hay comida para darle a uno más y no hay nadie quién coma, si en esta casa hay espacio para que juegues y rompas lo que quieras, bebas lo que quieras, mires lo que quieras, estudies lo que quieras y no estás. Cómo llenar este vacío en mi alma que hace que en las noches de mayor dolor tenga que morder la almohada por la impotencia de no poder revivirte ¡hijo mío!

Ahora en la tele he visto que están difundiendo los resultados de una investigación sobre esos hechos y me da cólera ver que los militares se ofenden cuando se les dice que fueron parte de la matanza de más de 69 mil peruanos y niños como tú, que los de la izquierda no reconocen que no hicieron nada por evitar el monstruo que se engendró. Me da cólera cuando alguien minimiza lo que pasó y dice que los que murieron fueron todos terroristas o fueron todos cachacos. Me da cólera cuando al pasar los días sólo queda todo en bonitas palabras, excelentes discursos, pero nada para los deudos, los cuales no saben donde están enterrados sus familiares. Yo al menos te tuve para enterrarte y llorarte en mis horas de soledad, pero ellos no. Una camisa, un zapato velaron.

Hijo te extraño y no puedo resistirlo más, lo grito para que todo el mundo me oiga, ¡Extraño a mi hijo, porque nadie me hace caso!, porque cuando pregunto que se hace por los niños de padres desaparecidos, nadie sabe que pasó, cuando mis familiares vienen y nada han hecho por reponerles el sufrimiento, cuando veo que nadie juzga a los asesinos de mi gente: ni a los de rojo ni a los de verde, todo eso me da una rabia sorda y sin poder remediarla.

Los años pasan hijo y tus hermanos grandes están. Mañana se casa tu hermana y le pondrá de nombre a su hijo el tuyo: Jonás. ¡Jonacito, hijo mío donde estás! ¿estás allá en el cielo? pues espérame hijito que ya voy, no desesperes que tu padre ya va a estar contigo, ahorita ya debes estar con tu madre, así sólo falto yo para que vivamos los tres como siempre debió ser, para que nunca más te vuelva a mandar a estar sin compañía debajo de un catre porque allá afuera en el mundo los infelices se están matando a tiros sin consideración de los niños como tú. Allá voy Jonacito perdóname por mis errores y espérame mi hijito te lo ruego…

El costo del “Sí” de Mariana

Demasiado niña eres Mariana para ser

Demasiado niña eres Mariana para ser «Ximena»

Ella es Mariana y quiere ser feliz. No quiere escuchar más gritos y reclamos. Quiere ser moderna, linda, chévere y por eso hace dietas que no le resultan y viste politos chiquitos y pantalones apretados. Ella quiere estar a la moda para que la quieran. Le molesta donde vive porque piensa que debe existir algo mejor, como en la tele, en la que se ve a esas chicas de las novelas, aunque pobres, son bonitas y al final se quedan con el chico churro.

Ella es Mariana y trabaja por las tardes en el puesto de su mamá ayudándola a vender zapatos en la Feria del Altiplano, pero lo hace con desgano. No es mala hija, ayuda en lo que puede, pero su cabecita soñadora está más allá. Sabe que hay un mundo lleno de aventuras, lo sabe porque tiene HI5, Messenger, Facebook, Orkut, Sonico y cuanta red social le permita ser una voyeur de la vida de los demás y percibir que tienen fiestas, amores y aventuras que los hacen ser especiales.

Ella es Mariana y quiere ser especial para alguien, para un chico que la tome del talle delicadamente, la atraiga hacia sí y la bese con ternura para siempre. Cuando algún amigo o amiga le dice la verdad sobre los príncipes azules, ella no cree nada. Reniega de los consejos sobre estudiar, sobre trabajar, sobre responsabilidades y otras cosas que son aburridas.

Ella es Mariana y acaba de encontrar el amor en la Disco a la que va a escondidas de su madre los sábados con el cuento de ir a la casa de la amiga. El amor se llama Jorge y trabaja en el interior del país vendiendo contrabando y otras cosas más que le llenan la cabeza de aventuras y riesgos que le hacen cosquillitas en la pancita.

Ella es Mariana, mil veces Mariana que intentó decir “no” cuando él le propuso irse con sus dieciséis años a cuestas, por los caminos de la vida por unas palabras de amor eterno. Esas palabras lograron una entrega linda y tierna en un hotel del Avelino Cáceres, detrás del Terminal Terrestre, donde se quedó a esperar el amanecer. Intentó decir “No”, porque algo no estaba bien, pero una discusión con su madre por llegar tarde, las ganas de cambiar de vida y una infinita sed de amor que no sabía de donde le nacían, la convencieron de irse con él.

Ella es Mariana para sí misma, en las noches que tiene libre para pensar en lo que fue, lejos de esa máscara ficticia de maquillaje que, noche a noche, la convierte en “Ximena” en ese bar de mala muerte en la ribera del río Huallaga, donde llegó sin saber cómo y también sin saber porqué. El amor se le ha marchitado en el pecho mustio a consecuencia de varios Jorges que le prometieron libertad, a cambio de dar gratis lo que cobraba a otros. El tiempo pasa y su nombre poco a poco se diluirá en el último recuerdo cuerdo que tendrá, en esa noche en que su conciencia gritaba “No” pero su corazón confuso dijo un “Sí”…

Ella es Mariana…

Una ayuda real para los niños que trabajan en la calle

Julia baña a su hermanito, porque no hay nadie quién más lo haga, al menos con el amor con que lo hace...

Julia baña a su hermanito, porque no hay nadie quién más lo haga, al menos con el amor con que lo hace...

Es extraño cuando alguien te dice: “está bien hazme la entrevista pero no recalques mucho sobre la institución, sino sobre los chicos”, entonces por respeto a esas palabras ni siquiera mencionaré el nombre de la persona que me dio la información sobre el proyecto denominado “Luz y Esperanza para los Niños Trabajadores de Chimbote”.

 

Imagínense un grupo de niños que, después de trabajar más de diez horas en la calles polvorientas de una ciudad de nos más de 200 mil habitantes, se reúnen para conversar, aprender, compartir experiencias y, principalmente, sentir que son importantes para alguien.

 

Desde hace dos años, un grupo de niños de la ciudad de Chimbote cumple esta especie de utopía en la Parroquia San Francisco de Asís. Las manos grandes del sacerdote que los acogió, no para de dar palmadas en la cabeza de los menores. “los golpes más duros no son los físicos –me dice- son los del alma y esos quiero curar”.

 

Lo sigo con la mirada mientras me muestra a uno y otro de estos 35 chicos, de los cuales el 60% está acudiendo a la escuela con regularidad, varios fueron reconocidos por sus padres y otro tanto ya salió de la desnutrición.   

 

Este grupo, (LENTCH), nació gracias a la iniciativa del padre Miguel Stockinger, al cual ahora incumplo mi promesa de no mencionar. Y es que mientras escribo estas líneas que debería ser impersonales, me gana nuevamente la emoción de sentir que si se puede, si se logra y SÍ SE COSIGUE romper la coraza de miedo a hacer algo concreto por esa realidad dura y cruel que es ver a un niño trabajando como adulto en vez de disfrutar de una época que determina la personalidad adulta.

 

JUAN Y MARÍA

 

Juan es un pequeño que tiene siete hermanos, trabaja limpiando parabrisas entre las calles Gálvez y Bolognési, a su corta edad ayuda en casa económicamente, pues desde las 3 de la tarde sale a trabajar. Nos dice, feliz, que le gusta lo que hace y que siempre ayudará a mamá. Además, me manda de contrabando un mensaje para todos los niños del mundo, en la Semana de los Derechos del Niño: “Ayuden a sus padres, respeten los valores y no se peleen entre hermanos”. Y también un pedido a las autoridades: “Ayuden a los niños en su desarrollo; en su alimentación y vestido”.

 

María, por su parte, es tímida, pero de ideas centradas. Dice ser la última de casa. Ella trabaja vendiendo caramelos. Nos dijo: “Todos los niños deben cuidarse de los peligros de la vida”. Añadió que está feliz ahora, porque antes, cuando los golpes arreciaban en su vida, no conocía lo que era la felicidad. Las marcas del destino en su mirada nos hablan de una niñez truncada, pero, cuando sale de ese momento, vuelve la niña alegre que quiere quedarse con mi lapicero, lo que al final consigue con una sonrisa pícara y traviesa.

 

CODA

 

Como ellos hay varias historias, la cuales quisiéramos que todo el mundo conozca, que se difunda en titulares grandes y que las rotativas no pararan de imprimir sus caritas de esperanza al saber que están peleando por cambiar un futuro que, muchas veces, les determina en la sociedad a no conocer más allá de la pobreza y la miseria que los convierte, con el tiempo en esos, drogadictos, borrachos y delincuentes con que los demás, nosotros tú o yo, los margina al ver sus ropas sucias y sus manos anhelantes.

 

Hay un futuro distinto al que te venden a diario, ¿te animas tú a intentarlo también?.

 

José Luís Perales compuso esta maravillosa canción “Que canten los niños”, recordémosla porque en ella se canta algo de ese anhelo que vive en cada uno de nosotros.

“Soy un hijo del SIDA”

¿qué tiene que ver si este niño tiene SIDA o no?, igual su mirada es de inocencia...

¿Qué tiene que ver si este niño tiene SIDA o no?, igual su mirada es de inocencia...

Le pregunté a “Patusco” que era ser un hijo de Sida y esto me respondió:

“Cuando tenía diez años me enteré que mi padre tenía SIDA y me pregunté si es que yo también moriría como el: flaco y sin fuerzas para decirme sus últimas palabras.

Cuando estuve en ese hospital público pude ver cosas que me aterraron de verdad, más que la cara llena de manchas de sangre de mi progenitor. Y es que la indiferencia con que me miraba la gente me causaba una sensación de temor. No entendía que no me miraban por no contagiarse ellos mismos… que tontería ¿verdad?, pero algunos piensan que mirar a una persona enferma con el SIDA ya es posibilidad de contagio.

La vida después de la muerte de un ser querido es dura, y más si sabes que es posible que te dejara una herencia que nunca vas a olvidar. En este país los hospitales son una bomba de tiempo para el contagio, yo mismo en una ocasión toqué la sangre de mi padre porque nadie se la limpiaba. La enfermera de turno le tenía terror así que era raro que estuviera cerca de él. Pero de algo sirvió esos días de negrura y soledad en ese edificio donde el sentimiento no existía…

Aprendí que el contagio mío era posible porque mi madre no se cuidaba con mi padre y que ella se fue de la casa justamente porque se enteró que tenía la enfermedad. Todos esos años creí que se había ido porque no amaba a su familia, ahora sé que murió en Panamá en la casa de unos tíos evangelistas que la acogieron por caridad. 

Comprendí que la familia de ambos lados tenía mucho miedo al contagio por eso no se acercaban y por eso nadie quería hacerse cargo de mi.

Y sí, en el hospital me sacaron muestras de sangre para determinar si tenía el VIH.

PREJUICIOS

En esas horas descubrí que varios de los enfermos no eran ni homosexuales ni prostitutas como siempre escuché que eran todos los contagiados. La verdad que me importaba un peino si mi padre era lo uno o lo otro. Él me había criado tratando de que siempre considerara que todos éramos iguales.

Cuando llegaron mis tíos lo primero que me preguntaron era si ya tenía los resultados. Cuando les contesté que no los había sacado aún ni me volvieron a hablar. Cosa que agradecía porque no quería conversar con nadie, quería entender que estaba pasando y que tenía que hacer. Ya una enfermera caritativa me dijo que mi padre no viviría después de esa crisis.

Cuando tomé la decisión de vivir, mi padre murió, atragantándose con la sangre de los estertores de la pulmonía fulminante que me dejaba huérfano. No esperé los resultados, ni las palabras de consuelo, ni siquiera me despedí de su cuerpo, simplemente huí…

Durante años vagué por la calle con otros niños, creo que hasta los catorce, cuando conocí a Mariela, una chica con la que tomábamos y nos drogábamos con pegamento. Una noche quiso tener relaciones y una luz de entendimiento me salvó de hacerlo. Creo que fue algo sobrenatural porque de por si ya no me interesaba nada y esta listo a recibir cariño de quién fuera… pero no lo hice.

BUSCANDO AYUDA, DANDO AYUDA

Al otro día busqué ayuda en ese hospital y la recibí, con la cara de sorpresa más grande del mundo, por supuesto. Ya no me tenía miedo, ¿qué habría pasado en esos años? No sé pero esta vez si me acogieron y me llevaron a un albergue donde me bañaron, vistieron y arroparon en una cama después de milenios creo yo de no dormir en un lugar caliente.

A los días me dieron los resultados. Eso me llevó a tomar conciencia de todo y me impulsó nuevamente a decidir vivir. Por eso estoy aquí, trabajando en este albergue de niños que, como yo, tuvieron padres con el VIH. Por eso estoy aquí codo a codo arrancándole a la Muerte a estos niños que no tienen porque sufrir las cosas por las que pasé. Ahora sé que se puede dar a luz a un niño sin contagiarlo si se tiene cuidado, también sé que existe un motivo para la vida, que vale la pena gastarla por algo que valga la pena y no desperdiciarla a lo fácil.

Sé que quieres saber si tengo o no el virus, pero ¿eso importa?, más deberías preguntarte si tu tienes encima el virus del prejuicio y el miedo que contagia y mata más que el SIDA…”      

CODA

Existen en el mundo miles de hijos del SIDA que nunca tuvieron la culpa de su enfermedad… todos podemos hacer algo si le bajamos la velocidad al prejuicio, al libertinaje y a la permisividad de una vida que apunta más al placer fácil que al verdadero esfuerzo de conseguir la felicidad.

La canción de hoy llega con dos grandes: Willie Colón y Héctor Lavoe, que bien pueden hablarnos de lo efímero que es la existencia y lo preciosa que puede llegar a ser cuando una le da su debida dimensión y valor… Con ustedes “Todo tiene su final”

Mi reino en la basura

¿Qué busca un niño en la basura?, ¿felicidad?, ¿amor?, ¿dignidad?, ¿qué buscas tú?

¿Qué busca un niño en la basura?, ¿felicidad?, ¿amor?, ¿dignidad?, ¿qué buscas tú?

Mi mamá me contó que nació en un pueblo lleno de cerros y árboles. Ella dice que todos los días se levantaban temprano para ordeñar una vaca y luego se iba a la huerta a sacar cosas para el desayuno. El trabajo era duro, pero la tierra era suya, dice. Mi abuela también recuerda esas cosas, en especial en la noche, cuando entre sueños parece que recuerda a mi abuelo, porque lo llama y llora. A veces en medio de la noche, mi mamá se levanta gritando: “No lo maten, por favor, no, no me toquen”, luego se vuelve a dormir. Una vez supe por qué las dos, mi abuelita y mi madre, lloran tanto: a mi abuelito lo mataron los terrucos, hace años y en medio de la plaza del pueblo donde nacieron. Parece que a mi mamá le hicieron daño de otra manera, pero no me cuenta. Luego de eso, parece que alguien les quitó la casa y la chacrita y se vinieron para el botadero de basura.

 

¿Quiénes eran los terrucos?, yo no sé, y felizmente acá al basural nunca vendrán. Porque de verdad nadie viene, a no ser los camiones que recogen las bolsas y uno que otro comerciante en taxis. Esos me dan miedo, porque siempre vienen a tratar de botar a mi familia. Esos hombres malos quieren toda la basura para ellos, como si la hubieran comprado. Una vez que mi madre quiso sacarse una cocina vieja de entre los restos, uno de esos hombres la descubrió y le pegó tanto que le sacó sangre. Yo ni podía hacer nada, quise tirarle piedras, quise matarlo con un cuchillo, quise que lo castigue Dios, pero no me atreví, creo que soy un cobarde.

 

TESOROS

 

Por eso es que tengo que esconderme, para poder sacar mis tesoros de la basura. Como a mi familia sólo le dejan sacar los restos de la basura quemada, tengo que esperar a la tarde para poder escabullirme entre la basura para buscar entre ella. Cuando encuentro algo bonito, lo recojo y lo llevo hasta mi lugar secreto, debajo de llantas viejas de camión que nadie se atreve a mover.

 

Allí guardo cosas bonitas. Allí está un collar con piedras de colores, un libro con tapa dorada, una navaja, varios anillos y mi más preciado tesoro: un libro de fotos de batallas. Con el libro sueño a veces que estoy en otro mundo, donde soy un capitán de una armada y que combato a esos llamados terrucos, para que no vuelvan a hacer daño a nadie, en especial a mi mamá. Como fui al colegio hasta tercer año, sé leer algo, y, en el título del libro se lee algo así como: “La Segunda Guerra Mundial”. También tengo otro que es una Biblia, pero no la leo mucho porque es complicada.

 

A mí me gusta cuando me cuentan cómo nací: dice mi mamá que le vinieron los dolores cuando vivían allá en La Pascana. Fueron a pedir ayuda a los vecinos, pero nadie sabía cómo hacer nacer a un niño. Así que mi mamá y mi abuelita se fueron caminando hasta la carretera. Allí nadie paraba para ayudarla, pero ¡de pronto! Un camionero paró y las recogió. Dicen que llegué ya con la cabeza afuera al Centro de Salud y que los médicos se asustaron, pero nací al final. Luego gentes amables me regalaron ropita y comida para mi mamá. Pero finalmente tuvimos que regresar al botadero de basura.

 

Me gusta la historia por el camión que nos llevó. Yo nunca he estado encima de un camión, pero debe ser emocionante viajar de un lado a otro. Yo nunca he salido de un botadero, más que para el colegio, pero eso me duró poco. Siempre que puedo acercarme a uno, lo hago y pregunto cómo funciona, a veces me responden, otras, me botan, pero me da igual, sólo con sentirme cerca de uno de esos carrazos me siento feliz.

 

Debe ser por eso que me gustan tanto los autitos. Yo los busco más en la basura, a veces hallé un trencito o un bote, pero no me gustó, pero sí los carritos, así estén todo rotos, yo los recojo y los reconstruyo. Tantos tenía que llené una caja grande. Pero vinieron esos hombres malos y por tratar de botar a mi familia, se llevaron mi cajón.

 

DESTIERRO

 

Mi abuelita dice que si nos botan de aquí no podremos ir a otro lugar, porque allá en su pueblo no le quedan parientes y ellas no saben hacer nada. Una vez pregunté por mi padre, pero se quedaron calladas las dos. Nosotros vivimos de la basura y eso no creo que cambie por mucho tiempo, ya que aquí, en La Estrella, está nuestro hogar.

 

Con sinceridad no sé quién es Papá Noel. Dicen que es un gordo extranjero que viene en la noche que nació Jesús y te deja regalos, yo no creo, en todo caso por acá nunca vino, no lo culpo porque el olor de la basura espanta a cualquiera, en especial al medio día.

 

Hace unos días vinieron unos periodistas y me sacaron fotos, hasta jugué a las escondidas con uno, pero se fueron. No me trajeron regalos, pero no me importó, a mí me gustan las visitas y les pedí que regresaran otro día para mostrarles mis sitios secretos.

 

Nadie más vino, y por supuesto, menos el gordito de rojo. Esa noche la pasamos mi mamá, mi abuelita y yo solitos en nuestra casita de esteras. Mi mamá consiguió para mí unos juguetes de caridad y a mi abuelita le regalaron un panetón. Mamá se enojó tanto porque no teníamos qué comer que mató a la gallina que teníamos. “Ya compraremos otros pollos”, me aseguró para que no llorara.  Yo le tenía cariño a la Filomena…

 

Ya en la noche nos alumbramos con el lamparín y rezamos porque el Niño nos bendiga, nos traiga más trabajo, y haga que la gente bote más metales y juguetes. Eso último lo pedí yo, ya que me disgusta ver que mi mamá está con las manos ampolladas de tanto buscar entre cenizas los fierros para vender. Los de los juguetes… bueno es que no tengo muchos.

 

Sueño que me encuentro dinero en un maletín y que me llevo a mi mamá y a mi abuelita a su pueblo y que, cuando llegamos, nos reciben con una gran fiesta y comida y música, porque todos nos quieren y nos aprecian. Yo les muestro mis tesoros y ellos me acarician la cabeza. En mi sueño están esos niños malos que se burlaban de mis ropitas y mi olor allá en la escuela, pero un hombre grande les da de coscorrones para que no me vuelvan a insultar. Allí también están los hombres malos, los terrucos y los de las vacunas que tanto me hicieron doler, y el niño Jesucito los desaparece, porque al final de cuentas no les deseo que sufran, sólo que se vayan de mis recuerdos.

 

SOÑAR NO ME CUESTA…

 

Sueño con esas cosas en medio de mi reino de la basura, donde soy dueño de prestado de las cosas que ustedes botan. Porque todo puede servir para algo y en especial nosotros que trabajamos tanto. Todos nos llaman “ceniceros”, y si esos somos, bueno, qué importa, siquiera trabajamos y no robamos a nadie, así vengan esos que dicen ser los dueños de la basura, así vengan con sus camiones y nos arranquen a la fuerza nuestras cositas. Yo sé que seré algún día grande y que nadie me podrá humillar nuevamente, que nadie le volverá a pegar a mi madre y que mi abuela no tendrá que vender su diente de oro para que me compren medicinas, como esa vez que me comí los restos de un sanguche y me enfermé mucho. Yo sé que seré diferente, así no tenga que contar con la ayuda de nadie, pero es triste estar sólo en una tarea así, felizmente mi mamá aún está conmigo, aunque sé que mi abuelita de repente ya no lo esté. Con todo yo sigo en mi reino, por ahí alguno de ustedes quiere visitarme y si vienen al botadero pregunten nomás con confianza por Miguelito, todos me conocen.

 

CODA

 

A Miguelito y su familia los conocí allá por el año 2005 cuando hice el informe sobre las Mafias de la Basura… las fotos de él se perdieron, pero ¿saben?, aún lo recuerdo cuando le dije que corriera hacia mi para sacarle una sucesión de fotos… sus ojos alegres llegando hasta mi son algo que no se olvida, por Dios que no…

 

Duerme, duerme negrito – Voces Corales

 

 

 

Está es la versión original de la canción por el inmortal Víctor Jara