Lo esperó a dos cuadras de su casa, justo en ese callejón estrecho y oscuro entre los dos edificios de departamentos. Con su metro con cuarenta centímetros no causaba miedo, quizá ternura, MÁS con esos lentes de medida. Era la clásica imagen del niño al que golpean en el recreo y le quitan el dinero para el almuerzo.
—Oye, Juan.
—¿Qué haces aquí chato?
—Ven te tengo que dar una cosa.
—Ya mañana te pido la plata, no es necesario que me des hoy, a menos que quieras ahorrarte algún golpe, jajajajaja.
Una fuerza extraña impelió al bravucón hacia el callejón, no acababa de reconocer qué pasó cuando sintió mucho dolor en la cabeza. Aquello que lo golpeaba no le daba respiro, en las costillas en el brazo con el que intentaba protegerse, en la pierna, en el pie.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor!
El apodado “chato” se detuvo.
—Mira sé que no eres más que pura boca, sabrás pelear algo, pero mírame, un pequeño como yo acaba de molerte a palos con un bat de beisbol y ni te imaginas que sé hacer con una navaja. El trato es el siguiente: me darás la mitad de lo que juntes en los recreos, y cuidado con engañarme que sé cuánto sacas. A cambio te avisaré con tiempo cuando quieran denunciarte con los profesores y también te ayudaré para que apruebes algunos cursos, que los dos sabemos estás casi por repetir este año.
—Está bien, está bien, pero deja que me vaya —dijo entre sollozos el niño herido, se paró e intentó correr, pero los golpes recibidos en la pierna fueron más, así que se fue rengueando.
El dueño del bat sonrió mientras veía alejarse al bravucón de su escuela.
—¡Oye chato!
El grito vino de arriba, de una de las ventanas, un niño, el más flaco y granoso de su año le estaba mostrando un smartphone en el que se reproducía la golpiza de hace pocos minutos antes.
—Creo que tenemos un trato, voy a querer protección y el 30% de lo que te de Juan.
La sonrisa se le borró al dueño del bat.