Los deseos contrarios

Te desespera pensar siempre en negativo... pero siempre habrá álguien con peor suerte que tu...

Te desespera pensar siempre en negativo... pero siempre habrá álguien con peor suerte que tu...

Eran 5 horas. Eran ya 5 agotantes horas las que llevaba Julio esperando que el cirujano saliera de la sala de operaciones donde Clara, su esposa, estaba desnuda y tendida a sus 49 años siendo operada. Estaba allí, en esa banca de madera en espera que extirpen con éxito el tumor maligno que creció dentro del exiguo pecho de su mujer.

 

 

 

 

 

El café de su vaso se acabó hace buen rato. Lo peor del caso era que ahora se le atragantaba el nerviosismo en la garganta por no saber nada de lo que pasaba en ese cuarto con la lucecita roja prendida. Por momentos, el pasillo de azulejos blanco y pintura verde crecía ante sus ojos, ahogándolo. Realmente la estaba pasando mal, pero no se atrevió a ir por agua, prefirió quedarse quieto y sin pensar. Porque si de algo estaba completamente seguro era que si pensaba -¡Cualquier cosa que pensara!- lo opuesto iba a resultar… ¡Maldita la mala hora de mis deseos!, se dijo.

 

Porque para él eso era una verdad indisoluble de su vida. Recordó ahí mismo sentado que, cuando niño, él: Julio Palacios Cusihuamán, osó desear para su octava Navidad un juego de trenes. Y, como los niños tienen la imaginación tan viva, soñó despierto a su padre sorprendiéndolo con la inmensa caja del juguete, que su madre lo abrazaba llorosa de alegría, que armaban los rieles, los campos, los puentes y señales; que se divertían toda la noche con el chu chu intermitente hasta que la mañana los encontraba unidos y despiertos.

 

No le dieron nada. Nada de chocolate navideño y nada de Navidad, Navidad blanca Navidad. Al contrario, le dieron una paliza de padre y señor mío por romper un jarrón mientras caminaba distraído por la sala soñando con el color de su juguete. Después, el castigo marcial hasta el otro día y si hubo regalo éste desapareció.

 

Claro que pasó otras festividades y, en ellas, los regalos se le dieron, pero nunca un tren rojo, y esto a pesar de sus indirectas y directas insinuaciones como que «Pepito Iturriaga tiene un tren hermoso ­ayy quién como él…­». Nunca recibió una respuesta.

 

Derrota tras derrota

 

Recordó también que intentó ingresar a la universidad cuando joven, y se pasó la noche anterior al examen vislumbrándose pelado y asistiendo a su primera clase, contestando brillantemente al catedrático de turno en su primera intervención. No ingresó, por supuesto, y su puntaje fue terrible. La condena paternal de no volver a sustentar otro ingreso, lo volcó a estudiar Mecánica en un instituto de mala muerte en el cual paradójicamente terminó primero. Deseo que nunca formulara.

 

Pero ahora estaba allí, solo y sin padres, ni familia ni nada, porque se quedaron solos: él y su esposa, desde que se casaron contra todos los intentos familiares de negativa.

 

Así también evocó que jamás deseó embarazar a su novia y pasó. Nunca pensó que su hijo muriera a los 15 años sin dejar hermanos cuando salió de viaje de promoción. La sensación de opresión en el pecho le volvió de pronto, como cuando se pasó el día anterior al viaje de su vástago escuchando noticias de volcaduras. Sus oraciones para que su hijo regrese entero no lo calmaban, trató de imaginarlo sano y alegre y -¡qué diablos!-: borracho con sus compañeros. Pero vivo y alegre… No pasó. El funeral fue hermoso como él no lo deseó. La música sacra y las oraciones del sacerdote llenaron los corazones de todos, dándoles paz ante lo irremediable, hasta su esposa levantó ánimo y se enfrentó al mundo sin el hijo, cosa que él no logró. «­Toda mi puta fue así, desgracia tras desgracia todo por desear cosas buenas… ¡Mierda!…­», agachó la cabeza y lloró.

 

Y era la primera vez que lo hacía así, como niño. No había llorado cuando los policías le comunicaron que estaban buscando los restos de su hijo porque se hallaban diseminados por todas partes en el lugar del accidente. No resbaló ni una lágrima por su mejilla cuando, con su esposa agarrada desesperadamente de sus manos, el cirujano les comunicó que tenía que operarla del tumor que la estaba matando. No lloró cuando, con la esperanza destrozada de conseguir el dinero para imaginarla sana y libre de esa cosa, todos sus familiares le negaron el dinero, aduciendo las excusas más inverosímiles y dejando en su corazón un odio terrible.  Allí mismo, frente a la última puerta cerrada en sus narices, imaginó no poder conseguir el monto para la operación y, por un leve instante, pensó en la muerte de su esposa. Esto fue como un conjuro porque caminando se encontró con José Iturraga, su compañero de primaria, dueño de una gran fortuna y familia feliz. El amigo de la infancia escuchó la triste parodia de la vida de Julio. Conmovido, le obligó a aceptar un cheque por el monto completo para la operación. Es más, al despedirse ni siquiera aceptó que se lo fuera a buscar para la devolución del dinero… Así era ¿no?, siempre que deseaba algo lo contrario pasaba, concluyó después de examinar ese hecho en su mente.

 

Transformación

 

Dejó de llorar. Ya sabía lo que tenía que hacer. Eliminó el miedo a pensarlo e hizo lo que tenía que hacer. Primero, imaginó la sala de operación, los doctores, las enfermeras. Reconstruyó en su mente los instrumentos en las mesitas rodantes y el cuerpo de su esposa en la camilla de operación. Percibió verla ya seccionada en la parte alta del pecho, imaginó la sangre goteando y la mano diestra del doctor buscando el maldito tumor ramificado hasta lo imposible. Allí tomó aire y escuchó claramente las palabras de susto, las voces urgiendo más gasas, ¡desfibrilador!, ¡no sé qué pasa doctor!, cierre esa vena que se nos va, ¡carga!, aléjense uno dos tres, carga rápido!!!!! y el sonido del tu tu tu hasta convertirse en un tuuuuuuuuu continuo y asfixiante.

 

Se vio recibiendo la noticia, derrumbándose con alaridos de dolor. Se distinguió solo en el cementerio, recordando lo infelices que fueron pero que, así y todo, se llegaron a amar sin desearlo. Porque Clara era todo para él: su casa, su comida, su carne, su compañía, su amiga, su consuelo… Allí se perdió. Se sintió despedido por faltarse al trabajo días por beber sus recuerdos con alcohol. Se convirtió en un guiñapo desolado y tirado en la vereda de una calle sin fecha antes de pronunciar dos nombres y morir cual perro sin hogar.

 

­Por Dios, que suceda, que pase­ musitó antes de que una negrura lo invadiera y quedara inconsciente en el sillón del hospital.

 

Una voz lo despertó. ¡Era el bendito cirujano!, y él sabía la noticia que le iba a dar y estaba tranquilo, el conjuro estaba hecho según él y, en un segundo, en un instante, se imaginó a su esposa sonriente en la cama de convalecencia… Horrorizado por este pensamiento empezó a gritar profundamente. Mientras el galeno sorprendido se disculpaba «­Lo siento, hicimos lo que pudimos pero no pudimos salvarla y…­», pero Julio ya no escuchaba nada.

The Man Who Sold The World – Nirvana

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