En la torrentera

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La noche era lóbrega y los niños esperaban a su madre. Ella había salido hace ya tiempo a traer un poco de leña para calentarlos en esa fría noche de diciembre. No ignoraban que en todos lados había movimiento, las gentes que pasaban por encima del puente donde se encontraban, llevaban bolsas en las manos, de repente, alguna llevaba comida. Uno de los muchachos intentó decir algo, pero su garganta estaba fría…

Los cuerpitos de los infantes pueden transmitir muchas cosas si uno observa bien atento. En este caso ellos estaban pidiendo a gritos un alivio para su miedo, miedo de no volver a ver a su madre. En la ciudad empezaban a sonar campanas anunciando el Año Nuevo… ¿Les traería, ese nuevo año, algo de comer, algo de vestido, los llevaría a otro lugar mejor que no sea ese basurero en esa triste torrentera donde hace semanas tuvieron que llamar “hogar”?

Solo deseaban realmente ver el rostro amoroso de esa mujer que nunca los dejaba sin un beso en su sucio pelo o una caricia en sus manos ateridas por la inclemencia de la noche, cruel cancerbera, que no tiene paciencia para retardar el frío que sienten un críos que ni llorar ya pueden…   

¡De pronto!, las luces que se expanden a su alrededor, personas llegando hacia ellos con manos que los tratan de levantar y llevar a otro lugar. En medio del barullo escuchan algo sobre un accidente, sobre una muerte, sobre un nombre que no quisieran escuchar…

En un instante, el mayor de ellos, se suelta de los brazos que lo aprisionan queriéndolo proteger de algo que no pueden, de algo que está pugnando por destrozarle la vida, de ese miedo que puede carcomer toda su existencia futura si llega a incrustarse en su corazón, pero él lucha contra eso que está a punto de ahogarlo y cogiendo de la mano a su hermano menor le promete a ese tal Jesús, a ese amigo que su mamá les enseñó a conversar y pedirle, que no dejará solo a su hermanito, que estarán bien y que su mamá donde estuviera los cuidará.

Quisiera contarles que en ese momento apareció su madre y los llenó de alegría, pero no, la realidad es diferente por cuanto maravillosa, porque hoy ese hermano mayor es ya adulto y trabaja once horas al día y siempre tiene una sonrisa para su hermano, que cursa la universidad en tercer año de abogacía.

Los dos son hombres de bien y los conozco personalmente y puedo asegurarles que siempre recuerdan a su mamá con el amor de siempre, un amor nacido de saber que todo sucede por algo, que todo pasa por alguna razón, y que una desgracia aparente, puede convertirse en el mejor aliciente para no dejarse ganar por el dolor y transformarlo en la materia prima que dará lugar al mayor de los amores: el dar la vida por otro.

 

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