Mamá Hilaria se auto exilió en Arequipa luego del atentado terrorista de 1988 contra Cotahuasi, en el que una columna de Sendero Luminoso ingresó a punta de metralla y saqueó negocios, incendió el Banco de la Nación, mató a un policía y desapareció a Doña Consuelo Alarcón. La única entrada familiar que tenía eran sus manos vendedoras. Con lo poco de mercadería que pudo traer, abrió una tienda en el verano de 1989. Allí me instalaron como trabajador sin pago ni beneficios salariales a la edad de 10 años para ver pasar los días encerrado entre libras de arroz, azúcar, Ña Panchas, Kolinos y botellas contorneadas de cocacolas, fantas y sprites.
La llegada de los carnavales no dio beneficios a mi encierro laboral. Mi abuela materna era de una rigidez marcial, propia de la gente que sale a punta de sudor y lágrimas. En medio de todo, me las ingeniaba para andar divirtiéndome entre libros y revistas Selecciones. Un día de aburrimiento máximo, llegó mi abuela con la novedad de artículos para los carnavales. Polvos, serpentinas, confites de anís y de maní en el centro se desperdigaron por el mostrador para luego encontrar su lugar en los anaqueles de madera y en la vitrina. Pero lo que atrajo mi atención fue un cartón enorme con muchos, muchísimos globos. Era la rifa de Globos «Payaso». En mi niñez el ganarse el globo mayor era el anhelo de cualquier niño que se respetara de barrio. Las monedas se invertían en poder escoger esos círculos de cartón coloridos que atrás ocultaban los números de la suerte, redondos, alargados, en zigzag, pequeños, medianos, con dibujos, había de todos y en medio el enorme globo rojo que recordaba un blader de fútbol. Nadie en mi barrio se había ganado nunca alguno.
—Mamá Hilaria, ¿Quién se ganará ese globo grande?
—¡Nadie!
—Pero…
—Deja de sonsear y dime qué número es el de ese grande.
—El 31.
—Ya, busca aquí y sácalo.
Ella había abierto con maestría el cartón para descubrir los números. Obedecí la orden y, al encontrar el número, lo despegué. Mi desencanto y tristeza inundó el negocio.
—Cuando se acabe la rifa y queden pocos globos el grande será para ti.
La esperanza viene en frases chicas.
Febrero y marzo pasaron entre amigos de la cuadra y otros llegados de barrios como Bustamante, Atalaya o San Martín, gastando monedas para sacarse el premio mayor. Día a día vi como se iban acabando los globos e incentivaba a los de mi cuadra para que siguieran acabando la rifa. Llegó abril y las clases escolares. Quedaban muy pocos globos, pero aún no los suficientes para convencer a mi pariente. Las tareas escolares y el intentar sobrevivir a las peleas internas y los fines de semana visitando a mi padre, hicieron que me olvide de la rifa, que se quedó al final allí colgada. De vez en cuando algún iluso niño arriesgaba unos céntimos para ganarse el globo grande que andaba huérfano de compañía. Pero nada.
Al llegar diciembre de ese año, me acordé de la promesa de mi abuela. Se la recordé. Fue a revisar a los sobrevivientes coloridos. Noté que se resistía, pero, al final alargó la mano.
—Está bien, toma.
Contento me fui a mi cuarto a inflar mi premio a la paciencia. Como era grande, necesité varias inspiraciones y exhalaciones para que se fuera inflando. Cuando la resistencia empezó al intentar expandirse, redoblé los esfuerzos respiratorios. Estaba creciendo a cada ingreso de aire, su color rojo se iba poniendo traslúcido, iba a ser la envidia de mi barro cuando lo fuera a mostrar, cuando en eso sonó un ¡ploc! y un latigueo ardió en mi cara. Quedó, entonces, demostrado que ese globo no servía para inflarse, solo para mostrarse.