La mañana en que el Peregrino entró en el pueblo, hubo una tormenta de arena, como en muchos años no hubo. Algunos pensaron que esa extraña figura que atravesó la Plaza de Armas fue traída por el viento, como un fantasma más de esos que el calor hace alucinar a veces, pero, cuando el polvo se asentó, la figura polvorienta aún estaba allí. Un par de viejos que salieron de sus casas se le quedaron viendo, recordando quizás a alguien a quién el mismo viento se llevó hace años.
Al otro día lo vieron deambular por el mercado, con su ropa raída, su sombrero de paja desgarrado y su bastón de palo de iscayante. Para el final del día, en la tienda de doña Hermilda se comentaba que había ayudado, por un plato de comida, a cargar bultos para la Comercial de don Ismógenes.
-Debe ser uno de esos que vende cebo de culebra-, opinó la dueña de la tienda a los vecinos acomodados en la barra.
En los días siguientes, siguieron comentando la presencia de ese nuevo visitante que, por lo visto, iba a quedarse. Una de esas tarde, don Alejo, ya gastado en años y con la mirada algo nublada por las cataratas, mencionó a media voz que le parecía conocida su cara, como si la hubiera visto hace muchos años, pero más joven, más fresca en todo caso, dijo. Nadie le hizo caso.
Los niños juegan en la plaza cada tarde a que el mundo es suyo. Con diferentes matices, sus correrías alegran el silencio sepulcral que invade las casas en el pueblo. Uno de los pequeños, hijo de María, la lavandera, divisa al Peregrino, sentado en una de las bancas, con la vista perdida en el horizonte, mientras sus labios se mueven sin emitir sonido.
La curiosidad es buena para darse sorpresas desagradables, pero a veces sirve para hacer amigos.
-¿Qué miras?-, pregunta el pequeño Eduardo.
-La obra de arte de un gran amigo mío-, responde el Peregrino, aunque en ese momento nadie aún le puso ese sobrenombre.
-Pero yo no veo nada-, replica el niño, tratando de ver en el horizonte la supuesta obra de arte.
-¿Ves los colores en ese atardecer?-
-Sí, pero así son todos los días-
-Fíjate bien-
El niño descubre, prestando un poco más de atención, que los colores cambiaban lentamente, desde el anaranjado tenue hasta el rojo más profundo. Quedó encantado con lo que vio y preguntó:
-¿Tu amigo pintó el atardecer?-
-Lo creó más bien. Pero para hacerlo por supuesto que primero hizo un buen trabajo de composición de colores y matices. Verás, mi amigo es un gran artista, él pintó y dibujó todo en el Universo-, respondió el viejo, levantándose porque ya la obscuridad se apoderaba del cielo.
-¿Y qué murmurabas mientras veías el horizonte?-, pregunto el pequeño.
-Le decía gracias por no faltar a nuestra cita de las tardes y mostrarme su nueva versión del atardecer-.
El pequeño se sentía confundido y objeto de una broma, pero no sabía cómo expresarlo, así que dando la media vuelta se alejó rumbo a su casa.
Esa noche, antes de dormir, recordó el espectáculo que contempló esta tarde y recordó también unas frases que le parecieron bien como agradecimiento: Ángel de la guarda, dulce compañía…