362. El viejo de la redacción
—Creo, Fernando, que me pides recordar el estar jugando en la calle y de pronto que se suelta el aguacero, correr a cubrirte y esperar a que pase, la aventura (aunque sin reconocerlo) de subirte al techo a barrer y sentir que enfrentabas a los elementos “¡Epa, venid y combatir en buena lid degenerados!”, ver al Misti despertar con su poncho blanco luego de una noche de descarga celestial, el olor a tierra mojada, el ir a la torrentera a cazar escorpiones y lagartijas en el sol del escampado, los cerros verdecitos de Mariano Melgar que hacían menos pesada la aventura de ir a la torre eléctrica en los veranos, el cafecito Monterrey en las tardes hablando con mi abuelita Hilaria acompañados del traquetear de las gotas en el techo de calaminas de nuestra cocina, ir a la academia y quedarte un buen rato conversando con esa chica linda porque no iban a salir hasta que pare un poco pero luego caminar bajo el agua conversando de todo y de nada con ella a su paradero al otro lado del tuyo, navegar entre la humedad de esos domingos sin nada más que hacer que mirar a través de la ventana, crecer y vivir correteando para llegar a la redacción y poder quejarte con una taza de café en mano que los del Senamhi no le atinaron esta vez, ir a rescatar a mi esposa y mi hijo en plena tormenta sintiéndome un superhéroe para llegar con un taxi secuestrado y cargarlos para que no se mojen de la vereda hasta el carro… jugar a los rayos locos con tu hijo para que aprenda a no tenerle miedo a los truenos, subirte ya mayor al techo con esa escoba y, mientras te ríes como desquiciado, gritar al cielo: “¡No huyáis esperpentos sin valor, que aquí tenéis a un bravo combatiente que os dará franca pelea”… no sé, de repente solo es porque me gusta la lluvia y la extraño.