El lamento de Norita

«No extraño tus besos oliendo a Coldcoast, a pisco etiqueta amarilla mezclada con Yupi, no extraño tus escapadas del colegio para irnos por las chacras atrás del Arequipa rumbo a Chilina, no extraño bañarnos en la piscina del Filtro y verte presumir tus clavados certeros convertidos en panzazos, no extraño tus besos largos de despedida a la vuelta de la esquina de mi casa antes que llegará mi hermano, esas cartas extensas en papel de cuaderno Patria jurando un amor que te quedaba grande, no extraño nada de eso. Tampoco me duele que te hayas muerto sin casarte conmigo, la que te esperó años añorando tus promesas de mocoso que ni sabía decir «Te quiero» sin meterle un chiste del Chato Barraza… no extraño ni me duele nada de ti, solo aquella primera declaración de adolescente que me hizo estremecer como nunca más nadie lo hizo después.»

La suerte del esclavo

Nací esclavo de madre esclava. Cuando fui llevado a casa de mis amos, mi madre no tuvo palabras de amor, estaba muy resignada a su suerte para eso, solo al final recuerdo una mirada lejana suya, llena de tristeza.

En mi nueva casa rápidamente supe cómo ganarme la confianza de los amos con una fidelidad extrema que opacaba a los demás. Me alimenté bien, me ejercité mucho, reiné desde las sombras, hasta llegar a mi mejor momento, al máximo de mis fuerzas, listo para cumplir mi destino. Un día, escapé hacia la libertad, sin mirar atrás.

Fui un guerrero, una amante, un líder, un carnicero, un padre, un consejero, un amigo, un compañero, un maestro.

Tuve un reino, fui desterrado, recuperé mi lugar y reposé en una vejez que parecía ideal para mí y mi historia.

Pero un día me capturaron. Sé que pronto moriré y me destroza mi destino final, atrapado entre estas rejas, con mis pares derrotados, acabados, vencidos en su orgullo. Es terrible el destino de un perro.

Cuento aparecido en la revista Plesiosaurio N°11

El comecuentos: bolsa de mercado

Fui por primera vez solo al mercado, casi empujado a punta de escobazos por mi Mamá Hilaria, cuando ella ya no pudo ir y cuando en la calle América en Mariano Melgar, se instaló la feria de los sábados. Iba con mi bolsa multicolor de mercado. Remendada con aguja de arriero, amarrada con pita porque una de las asas ya fue. Fui con roche y, por andar evitando que alguna de las chicas que me gustaban apareciera por allí, le hice caer las gelatinas a un chico que las vendía en su bandeja y en vasitos de coco. Le terminé pagando los dos vasos rotos y a mi abuela le dije que la carne subió. El estofado de ese día llevó esa carne con sobreprecio y un par de insultos de mi antepasada, renegando por Fujimori y los aumentos y que se regrese con la yuca clavada a Japón. Serio, mi Mamá Hilaria era ducha para inventar formas de insultar con clase, nunca inclase.

—La carne está suave, ¿Cómo le dijiste para que te vendieran tan rica?

En esa época solo había costillar, pecho y todo lo demás se definía para sopa, para caldo, para estofado, para guiso. Fin. Yo no sé qué dije pero volví al sábado siguiente a la misma carnicera y sin hacer caer nada a nadie al comprar.

—Las papas están harinosas, buena casera te conseguiste.

Así quedó establecido, Sarko iba a comprar porque era al que le daban mejores presas y más mercadito el recado.

Y siempre con su bolsa de mercado multicolor, parchada hasta lo imposible.

PD: Esta bolsa de la foto me la compré hace poco y la llevamos cuando salimos con Mathias porque es ecológica, reciclada y rebarata.

La música y la libertad

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Foto: Publimetro

Cuando el cielo sobre su cabeza tenía ocho años de contemplado, el niño sintió las ganas de cantar algo. Pero no lo hacía por la vergüenza del qué dirán. Hasta tenía la canción aprendida. La escuchaba de continuo en la radio de su casa y hasta había malogrado un casette de su madre para grabarla de la radio.

Uno de esos días pequeños de su vida, cuando iba en el bus directo a su colegio en esa subida final desde el puente que cruzaba el río de su ciudad, divisó a través de la ventana del carro a una persona caminando en la acera en dirección contraria al bus. Lo extraordinario de esa persona era que venía cantando. Lo podía asegurar el pequeño, ¡Venía cantando a todo pulmón! Se notaba en el movimiento de sus labios, de todo su cuerpo.

Si alguna vez se concedió que el tiempo pasara lentamente, es más que seguro que fue allí, para que el niño pudiera ver los cabellos largos y castaños de esa persona ondear con su propio movimiento, mientras sus brazos a los costados describían arcos con lentitud y los dedos de la mano derecha se contraían para realizar un chasquido que acompañara la voz que salía de su boca.

“Entonces se puede cantar así, con esa libertad”, pensó.

Las insípidas clases del día fueron un tormento. El profesor de Historia estuvo más aburrido que nunca y los compañeros, tan raros le parecieron hablando de canicas y trompos, caretas y chocolates. Sólo pensaba en lo que vio en la mañana. El instante le duró una eternidad. Para perdurar el momento, fue llegar a su casa luego de clases, prender la grabadora y colocar el tesoro de su casette.

Rebobinó la cinta hasta que llegó al inicio de su canción y, primero siseándola y luego con timidez entonándola, la cantó. Feliz, se dio cuenta que la letra se la sabía correctamente, así que empezó a practicar el tono, así, al tanteo sin saber que aprendía por intuición lo que muchos trataban en años, recorrió la práctica del solfeo, el grave, barítono y agudo cantar.

Su voz dulce y fuerte flotó en el aire de la casa y se elevó con fuerza. En eso tocaron la puerta y el niño corrió a apagar la grabadora para que su mamá no descubriera su secreto.

Hasta que llegó el día de su actuación. Se preparó con esfuerzo y no habló más de lo necesario. Para sopesar eso averiguó que la canción la cantaba Frankie Ruiz y se llamaba “Mi Libertad”.

Al salir del colegio ese día, no fue por su ruta normal, sino que tomó el camino hacia el puente, por la bajada hacia el río, por la acera izquierda.

A medio caminar tomó aire y cantó con todo el corazón, a mitad de fuerza.

Mientras avanzaba sintió que todo alrededor flotaba y lo único que estaba en tiempo real era su voz. Cantó entonces con mayor fuerza, pero sin gritar, sólo para que el sonido llegara más alto y timbró en algo la entonación para que se notara el rumor del eco en su boca.

Al final de su canto y al terminar el puente, un grupo de personas que lo oyeron casi desde la mitad de la canción, prorrumpieron en aplausos que le hicieron sentirse sorprendido, avergonzado, pero feliz.

Cuento aparecido en Semanario Vista Libre 17.06.2019

Lágrimas de mar

Hay una mujer que camina por la playa, buscando la risa que se llevó las olas, los juegos contemplando el atardecer. En la memoria de la brisa intenta reconocer el latido de un corazón que fue suyo. La noche se acerca y ella se resiste a partir. Un año más sin él. Intenta una vez más, se adentra en el asesino de su ilusión, busca ese cuerpo que nunca se encontró. Brazos la alcanzan para rescatarla del sueño imposible, devolverle la realidad que se le escurre entre las lágrimas. Ahogada en su nostalgia deja que la lleven, que la rescaten, por lo menos a ella.

Foto: Camaná, verano 2019

Líbrame de mis cadenas

Inmediatamente sintió como sus manos cambiaban. Sus dedos que antes rozaban sus lágrimas se iban llenando de plumones, pequeños cañones de los cuales salían hilos que se emparejaban ante un centro como de caña hueca. Su piel se erosionaba ante el ímpetu de la transformación y el crecimiento de esos cañones. Sus huesos se aligeraban, se sentía menos pesado pero más conciso. Sus ojos perdían pestañas y las cejas se volvían una nada. Su rostro se adelantaba teniendo una estructura más ósea en vez de nariz.

Segundos antes la muerte era su destino, lanzado contra el vacío del abismo de la calle por ese hombre que nunca le dijo “hijo”. Ahora, en un incomprensible estado, el tiempo detenido, su cuerpo que lentamente caía, cambiaba. Él cambiaba.

Finalmente, transformado en algo incomprensible pero cercano, lanzó un graznido que traspasó el infinito y se echó a aletear con un conocimiento innato, como si siempre hubiera sabido que su progenitor terminaría por echarlo por esa ventana algún día y que su pedido de ser libre sería cumplido.

Una sombra alada surca la ciudad en busca de aquello que nunca encontró entre los hombres y que espera hallar en la plenitud de la libertad de los cielos.

Por: Sarko Medina Hinojosa

#Microcuento

Los «chihuanes»

#Microcuento

La moneda de cinco soles estaba destinada ese sábado en la tarde para comprarse un helado. Quería uno de barquillo, con salsa de chocolate y sabor a Capuchino como anunciaba la tele. De camino a la tienda de la Pestañuda, lo abordaron el Jota, Mañuco y Bocón.

—Oe Ñato, ¿Qué vas a comprar?, invicha.

Sabía que tenía pocas posibilidades de salir del lío. Menos correr y tampoco comprar algo distinto, porque se le iría la plata y además tendría que ser con el dinero completo, el vuelto exigirían sus amigos para dulces o guaguas que están de época.

—Nada, estoy chihuán.

Varios rieron con la ocurrencia de moda, menos el Jota.

—Oe qué significa eso.

El Ñato no se aguantó las ganas de anotarse otro punto.

—Que ignorante, ¿no sabes que ahora eso significa ser misio?, ¿No ves las noticias o en tu casa son tan chihuanes que no tienen tele?

El silencio incómodo que siguió fue roto por el Mañuco.

—Tamare Ñato no te bromees con eso, la Sunat lo embargó al papá del Jota y tuvieron que vender todo en su casa para el diario, nos estaba contando justo eso.

El calor del roche lo embargó. Al final, fueron por unos helados de luca para todos. Sin que se dieran cuenta los demás, al despedirse le pasó el sol que quedaba a su causa con un guiño de patas. 


Glosario:
Invicha: Invita
Guagua: Bizcocho dulce en forma de bebé con una mascarita de yeso en una punta.
Chihuán: Que el dinero no alcanza.
Misio: Sin dinero.
Luca: Un sol (En esta oportunidad)
Tamare: Palabra de descontento
Roche: Pasar vergüenza 
Causa, Pata: Amigo

Terminar

Cuando él empezó a hablar sintió que le temblaban las piernas. Trataba de interpretar cada palabra pero le era imposible, su mente viajaba de un lado a otro buscando una frase que le diera sentido a todo esto. Intuía lo que vendría al final, esas palabras que temía. Empezó a culparse entonces, como un mecanismo de defensa, una fórmula para hallar a quién cargar con el peso de la responsabilidad. En este caso al asumirla sentiría que pudo hacer algo, de repente estar más atenta, escuchar o dejar de hablar de sus dolores. Eso. A veces sentía que decir más sobre sí le quitó tiempo a la relación, que estar divagando en sus propios conflictos le hizo evadir los que sentía y tenía su pareja, ese hombre que amaba pero no llegó a conocer nunca, y que por lo que escuchaba, guardaba secretos. Entonces revirtió la culpa, no era solo ella, era también él, que no decía mucho y se callaba, que no aceptaba por lo que estaban pasando y le ocultaba información necesaria para que ella pudiera avanzar, sanar y estar lista para lo que venía, hasta hace un mes en que se armó de valor y la dejó con la verdad atragantada, una verdad a medias incluso, sin entender las consecuencias de esa traición a su confianza sobre su noviazgo.

Hoy trataba de escuchar, como no lo hizo el día de la confesión en que todo fueron lloros y gritos. La verdad completa era mucho más grave y sabía lo que vendría a continuación. No quería preguntar cómo pasó, era muy obvio, los dos dejaron de atender las señales de peligro sobre ellos y se dedicaron a dañarse por otros motivos más banales: que si el celular, que si las deudas, que si las visitas a la mamá de ella o los problemas en casa de él,que si no le gustaba su comida y la vomitaba…

Cuando escuchó la palabra “lo siento”, se derrumbó, era el preludio de lo que intuía, no habría marcha atrás. Intentó ser fuerte y por lo menos mirarlo a los ojos cuando completara la frase final. No pudo, se sentó llorando en el sillón, mientras el médico pronunciaba: “dos a tres semanas de vida”, supo que nada podría arreglarse entre ella y su novio, el ahora desahuciado paciente de cáncer al estómago.      

Por: Sarko Medina Hinojosa

El Comecuentos: Los repollos psicodélicos

—Aló mamá, que tal ¿Una pregunta, te acuerdas como se llamaba la señora que hacía los repollos rellenos de manjar allá en Cotahuasi?

—Hola hijo, esa es la señora Libia, viuda de Mogrovejo. Ella pues hacia esos ricos panes de azúcar que ya nadie hace igual ahora. También hacía los alfajores de tres pisos con miel de chancaca que era una delicia te acordarás. Y los maicillos y los piononos más hacía, aunque ahora ya no hace más nada porque ya bien mayor está. Nadie le ha heredado el sabor, hacen algunos pero no tan ricos como esa época.

—¿Y por qué será?

—Es que ya nadie paga lo que es, ahora barato quieren, así que ya no se hacen como antes, eso creo, aunque varios todavía a encargo piden, por ejemplo para los bizcochuelos, pero tienen que llevar huevo y la caña.

—Ha crecido nuestra tierra ¿no?

—Huy no tienes idea, a los barrios tradicionales de Chacaylla, Natuna, Santa Ana y Corira, ahora se ha aumentado todo Aymaña, hasta donde iba a ser el helipuerto han crecido las urbanizaciones, hasta las faldas del cerro Hiñau hay una.

—Jajajaja no te creo, hasta van a ser enrejadas para que la plebe no invada.

—No te rías, hasta en la parte de Chipito, en el despeñadero ese de donde se lanzaban los suicidas, construyen sus casas, sin miedo a los muertos.

—“Los Balcones de Chipito” se va a llamar el barrio.

—Jajajajajaja qué gracioso, me has hecho reír hijo.

—Ya mamita gracias por el dato de la repostera, te cuidas.

Claro, a estas alturas se estará preguntando querido lector de que va este comecuentos, pero dígame usted que cuando conversa con el papá o la mamá pidiendo datos a veces se queda recordando viejas historias o se pone al día de otras, con ese sabor que solo los que han vivido juntos y se quieren se pueden contar. Yo llamé a mi progenitora para averiguar el nombre de la cocinera de la anécdota que voy a narrar a continuación y me quedé hablando con mi madrecita varios minutos.

Antes de que el pueblo de mis ancestros se vea agrandado por cientos de personas que han ocupado el sitio de los viejos conocidos, mi abuela tenía una tienda en la Plaza, que era también el terminal de los buses en ese entonces. Muy bien surtida, era prohibido para mí comerme dulces o chocolates, pero, una tarde de vacaciones que andaba sentadido en un banco en el negocio, llegó la mencionada señora líneas arriba, trayendo una bandeja llena de repollos. Los dejó a mi encargo porque mi Mamá Hilaria salió a unas diligencias. Bueno, nadie habló de no comerme los pasteles, así que de uno en uno me fui comiendo los postres con sabor a gloria. Fueron siete las víctimas de mi gula y que me causaron una indigestión de Padre y Señor mío. Los colores psicodélicos de la fiebre, esos que se formaban cuando apretaba los ojos, las formas raras de las manos que me auscultaron y la sorpresa de la inyección a mansalva, son cosas que perduran en mis pesadillas.

Pero lo que más recuerdo es que al otro día, luego de la noche infernal y delirios de vampiros siderales y dinosaurios que me perseguían, bajé a la tienda y habían quedado varios de los pasteles. Me volví a comer un par. Las palmadas en el poto fueron bien merecidas, que duda cabe.

COMECUENTOS: Aprendiz de pescador

Desde tiempos inmemoriales los hombres cazan y pescan para su manutención. Durante cientos de años el conocimiento pasa de generación en generación para que los vástagos aprendan a sustentar a sus familias en un ciclo que solo se ha visto interrumpido por… el supermercado. Bueno, antes de eso la Edad de Hierro, la Época Industrial, el Capitalismo, los mercados de pueblo, está bien ya no se caza ni se pesca por necesidad, a menos que sea el negocio familiar.

Después de tremenda introducción, diré que en los pueblos de los valles, en especial de aquellos donde discurre un potente río, la costumbre de pescar es casi como un aprendizaje esencial, ni hablar en los pueblos en que hay camarón. En Río Grande, a orillas del cual se encuentra el pueblo de Iquipí, mi padre aprendió de sus hermanos y tíos a pescar camarón y trucha, esta última con sedal y atarraya.

En las historias que me contaban de mi papá y sus hazañas cuando llegó a Cotahuasi, a orillas del río del mismo nombre, lugar donde conoció a mi mamá y coincidentemente río arriba del pueblo paterno, la tónica eran sus clavados que se metía con el río cargado, desde el puente de Luicho, los baños termales famosos hoy por hoy. También relataban su estilo de pescar y cómo sacaba las truchas y pejerreyes para freírlos allí nomas, en una fogata y al sartén de hierro, acompañado de vino y guitarras.  

Por circunstancias que ya no vienen al caso, mi padre no pudo enseñarme esos artes y, cuando en mi oportunidad estuve una larga temporada en el pueblo de Tomepampa a dos horas de Cotahuasi por la ribera del río, quise un día aprender a pescar con el artilugio de malla y plomos. Obvio, había una chica a la cual quería impresionar y por eso llamé en mi auxilio a mi primo Luis Alberto “Chapu”, con el que corrimos varias aventuras en ese año memorable de 1996.

Lo primero que debe saber cualquiera es que la atarraya es circular y que en el perímetro tienen plomos que le darán el peso suficiente para que, cuando sea lanzada con maestría, caiga sobre los peces y los atrape en el laberinto de sus recuadros enlazados. El lanzar es un arte que se aprende con práctica así que empezamos el recorrido más allá de la entrada de Ranrata. Con un brazo se agarra un extremo con la otra, otro y con los dientes de sostiene un tercero, con el fin de que al lanzar la red esta se expanda uniformemente.

Esa es la teoría, en la práctica mis lanzamientos caían como piedra sobre las cabezas de los peces y creo que ni así lograba sacar alguno. Mientras que mi compañero había sacado hasta cuatro de mediano tamaño, yo puro chiquilín nomás tenía en la bolsa. Al llegar al pueblo, con el “trofeo”, justo por la calle se aparece toda ella, con su inolvidable corte muy corto y sus ojos pardos sonrientes, los cuales curiosos investigaron la cosecha pluvial. Su risa cantarina me sonrojó. —¡Y para esto tanta alharaca de que me voy a pescar!, vergüenza debería darles. Y se fue guiñándome el ojo para suavizar la aporreada.

Luego de eso fui una segunda vez más a pescar días después y luego ya no porque tenía que regresar a la ciudad. Pero antes de finalizar, no puedo dejar de recordar que, mientras tiraba con esfuerzo la atarraya, me sentí parte de una historia que no se interrumpe, que continúa, esas ganas de llevar lo mejor a la familia, de pescar algo con tus propias manos. Me sentí cercano y orgulloso de mis tíos y primos que, río más abajo, en el valle paterno, pescaban no por diversión sino para llevar a sus familias el sustento debido, gracias al esfuerzo de sus manos, sus brazos, su propia vida.          

Por: Sarko Medina Hinojosa   

COMECUENTOS: Papas arrebozadas color plomo

Cuando el universo a mi alrededor era nuevo y García Marquez le había puesto nombre a las cosas, el mundo era de color plomo, los días largos y las horas un suplicio antes del recreo. La vida se resumía en levantarse, bañarse con la jarrita porque eso de terma eléctrica era para millonarios y políticos, luego comía mi rico pancito tres puntas con quaker y… —Papi ¿Qué es “quaker”. —Hijito es la avena, pero en esa época uno llamaba las cosas por el nombre con que las compraba, el detergente era “la Ña Pancha”, la crema dental “el Kolinos” y así por el estilo. —A ya papi sigue contando.

Bueno el tema era que salía al cole con cara de resignación ante la cruel sociedad que te hacía levantar temprano para intentar no dormirte entre las fórmulas matemáticas que no entraban hasta que la regla en los lomos obraba el milagro de la ósmosis entre el conocimiento y tu piel y de allí al cerebro. Pero llegaba el timbre, tirabas todo y a ¡correr al patio! Si tenías algunas monedas en el bolsillo, hacías una finta a los correligionarios y así, haciendo un quite por aquí, una ida engañosa a los baños y de allí por la pared pegado hasta el kiosko correspondiente para hacer el “pase” y comprarte algo.

Yo no comía nada en el recreo de primero de secundaria en el Manuel Muñoz Najar. Ya la experiencia me enseñó en el primer bimestre que el arte de comer tranquilo era una utopía, por más intentos de comprarte algo y disfrutarlo solo, por allí te caían en mancha los compañeros y a la voz de “invichaaaaaaa” quedabas peor que esqueleto luego de un ataque de pirañas loretanas. —Entonces qué comías papi, ahhhh ¿por eso en tus fotos eras muy flaquito? ¡No comías nada! —No pues Mathías, en la tarde a la salida, reservaba mis veinte centavos para mi papa arrebozada con ají.

La señora de las papas se ubicaba en una de las veredas y, rodeada de hambrientos púberes, abría con maestría su caja de cartón de aceite Primor y allí, protegidos con papel de sacos de azúcar que le impregnaban un aroma reconocible así pasen décadas, estaba el manjar dorado por la fritura, cubierto por su capa protectora de harina y huevo, dulce manjar que se deshacía en la boca y que apurabas casi de un bocado antes que alguien se le ocurriera quitártelo.    

Cuando pasé al San Pedro Pascual, ya el tema de esconderse para comer a la hora del recreo era imposible y a la salida no había señora de las papas, así que en el kiosko las comíamos y de tanto en tanto se tenía que invitar, en especial a nuestro amigo Carlos que era especialista en almorzar mejor que todos haciéndose convidar. A pesar de poner los dedos casi al borde de las papas para que la mordida no sea tan lesiva, se las arreglaba para al último hacer un giro y atacar por el flanco descubierto y llevarse la parte más crocante.       

Recuerdo que allí nació el doble con ensalada, no recuerdo quién lo inventó pero era comprarse dos papas de veinte y al medio que le coloquen un poco de zarza de cebolla con tomate y hasta lechuguita si estaba de humor el señor del kiosko, todo con mayonesa y ají. —¡Que rico comías papi! —Sí hijito era un placer de plomo color. —¿Plomo? —Verdad, me olvide de explicarte que los uniformes escolares era de ese color en ese tiempo para todos, pero ya ahondaré en esa época en otra ocasión, ahora vámonos a donde la señora de la esquina que vende chicharrones, porque también hace una papas arrebozadas buenazas, no como las del cole, pero vale el intento.      

Por: Sarko Medina Hinojosa 

COMECUENTOS: Chupe de correa

En Cuaresma se vive el ayuno, principalmente los viernes en que se recomienda no comer carnes rojas. Respetando esta vivencia camino a Semana Santa, nuestras santas madrecitas arequipeñas, para no incumplir, crearon el milagroso “Chupe de Viernes”, delicioso potaje que, aparte de tener una serie de ingredientes vegetales muy nutritivos, lleva productos marinos (menos camarones pues señores que andamos en veda).

Para aquellos que por gula buscan hacer lo incorrecto y zamparse por encima de la ley y buscar comerse los crustáceos les contaré un pasaje de la vida de mi abuelita Hilaria y sus menores hijos: mi tío Max y mi mamá Liliana. Ella, como buena cotahuasina de genio fuerte, salió adelante en la vida como ella misma decía: “sin que nadie me diera un sol partido por la mitad”. Así que la vida suya era trabajar y darle lo que mejor podía a sus hijos, aún con solo haber llegado a tercero de primaria, los sacó profesionales a los dos, cuál era su más grande orgullo.
Pues, esas manos arrugadas que trabajaban todo el día, también servían para cocinar ricos potajes en la trastienda del comercio que regentaba. Ella, muy fiel a las tradiciones católicas, los Viernes de Cuaresma preparaba un rico y sencillo chupe, hecho de habas, papitas, cochayuyo y leche, coronado con su huevo para cada uno. Durante esos días los traviesos hermanos, hacían de las suyas, olvidando a veces que se encontraban en una época de meditación y oración.

De pronto le llegaba la noticia a mi abuela que mi tío Max se “fugó” una hora antes del colegio porque se fue a pescar, o que en mi mamá Liliana no había cumplido tal tarea. En esas semanas, con sorpresa, los menores no recibían el consabido cocacho o reprimenda, sino que veían a su progenitora toda dulzura. Cada año se olvidaban de lo que venía en Viernes Santo y relajaban la guardia, así se comían medio queso, o dulces de la tienda o se iban a “pallapear” duraznos en la huerta del tío Alejandro en Tomepampa o de las casas vecinas en Cachana en la casa de los bisabuelos. Felices sin castigo iban por el mundo.

El Jueves Santo, ya entrados en meditación profunda en el pueblo, donde durante esa semana no se escuchaba música siquiera, la matriarca compraba los ingredientes para el chupe del día siguiente, poderoso caldo que se acrecentaba con más productos, aparte del “riaogao” correspondiente, se aumentaba el ají panca, la zanahoria, la col, el choclo fresco, las machas, la patasca, el zapallo y el rico queso, para finalizar todo con unas ramas de aromático huacatay.

Los hermanos se saboreaban de antemano y se iban a dormir tranquilos ese día. El mismo viernes, antes del canto del gallo, cada uno recibía en pleno sueño un correazo corrector, propinado por su mamá, que en medio de lágrimas y mientras les sobaba el cuerpo afectado, les explicaba que ese dolor era para acompañar a Nuestro Señor Jesucristo en su calvario y el recuerdo de su muerte por nuestros pecados en el sacrificio redentor de la Cruz.

No se santigüe ni me diga “que bárbara la señora, qué violenta”, todo en su contexto, nuestros abuelos creían en una corrección así, ahora ya no lo haríamos de esa manera, pero, para serles sincero y luego de preguntarles a mi madre y mi tío si eso les hizo algún daño, las respuestas fueron que no, que al contrario, sabía que de alguna manera el amor correctivo de su madre quería enseñarles una lección para que no perdieran el rumbo en la vida. Luego de eso disfrutaban el delicioso caldo que menguaba el picor que les dejara esa correa de doble cuero reforzada, que aún por allí debe de andar donde la oculté, digo, donde la guardé como recuerdo.   

COMECUENTOS: El culpable no fue del asado

Costilla, matambre y tira de S al asador.

La primera vez que comí asado argentino fue en Deán Funes, en la provincia argentina de Córdoba el domingo 28 de enero del 2007. Recuerdo que me preparé durante un mes para tal acontecimiento. Ese día, desde temprano, los voluntarios de la obra Fazenda de la Esperanza se levantaron para preparar las brasas, todo un ritual inexplicable para mí, pero que, según me vendieron los pibes del lugar, era necesario para asar lento, durante horas, trozos enormes de vacuno y con solo sal.

En Perú la parrillada se hace de diferentes maneras y, antes del boom de los cortes de carne, las chuletas eran adobadas desde un día anterior y hasta sobreviven trucos para ablandar la carne, como el untarle papaya. Al aderezo no le puede faltar nuestro ají colorado, el orégano, una cervecita helada (receta personal) y cuanto menjunje haya para que la carne salga con rico sabor. Así que cuando dijeron “solo necesita sal” empecé a dudar de las palabras ya que los gauchos vecinos tienen fama de “chamulleros”.

Pero estaba embarcado a saber si era realidad tanta leyenda. La cual se me alimentó en novelas gráficas como “El Tony” donde las historias del “cabo Savino” o el “capitán Toro”, que se desarrollaban en la pampa agreste, tenía siempre una referencia al asado del gaucho. Para hacer tiempo empecé a conversar con los grupos de familiares del encuentro. Como espécimen peruano de reciente llegada, me llovieron las invitaciones de mate, esa bebida mágica de la cual ya hablaré en otro momento, las facturas (postrecitos de harina con dulces), la maravillosa pasta frola con la mermelada de membrillo, los alfajores de maicena embadurnados con el dulce de leche (que no supera a nuestro manjar blanco cof, cof), en fin, como me enseñaron de niño: “Si vas para un pueblo nunca desprecies la comida”, y no era hora de desprestigiar a mis ancestros y sus proverbios.

Llego la hora. El asador empezaba a repartir a diestra y siniestra los cortes. Al llegar pedí tres porciones. Ya en la mesa y casi con las manos le metí un importante mordisco al asado y, de verdad, sentí que mis papilas gustativas entraban en una guerra de contradicciones y emociones. Para cuando a regañadientes tuve que aceptar que efectivamente era la mejor carne al asador que había probado, ya estaba por la segunda vuelta.

—Che peruano ¿y allá en tu tierra porqué la carne es dura? —me preguntó un tucumano. —Es que las vacas salen de mañana temprano a escalar los Andes y entre ir y volver en la tarde pues que se les tensan los músculos. —Ah por eso debe ser, claro —me dijo sin estar convencido de que le decía la verdad o lo estaba “palabreando”.

Luego vino el pastel. Delicioso. De ese me serví dos porciones y, por insistencia de una linda viejecita, me serví un tercero. Al día siguiente, mientras estaba doblado en seis por el cólico malacara que me dio, repetía a quién quisiera escucharme que la culpa la tuvo ese tercer pedazo de torta, que sí no, una tercera ronda se asado me habría zampado por el cogote ¡mavale!          

COMECUENTOS: Emoliente para toda la gente

La carretera me atrae tanto, no tienen idea. El rumor del motor, esa quietud aparente dentro del bus o el vehículo, el paisaje que cambia afuera como la proyección de una película, los pensamientos profundos que uno desarrolla, la ansiedad de llegar al destino. Durante muchos años viajé casi seguido a la provincia de La Unión, tierra de mis ancestros por parte de mi madre. Aún estaba en funcionamiento la empresa de buses Virgen del Carmen, en la cual me trasladaba en unas 12 horas a mi destino. El viaje era de noche en su mayoría y llegábamos casi despuntando el alba. Al llegar a la Plaza de Armas de Cotahuasi, que era el terminal de los buses en esos años finalizando los noventas y luego de tocarle la puerta a mi Mamá Hilaria, me tomaba un rico emoliente con su yapa.

Los aromas de la cola de caballo, linaza, alfalfa, llantén y boldo, con la base del agua de cebada tostada, me inundaban el alma y me hacían revivir el cuerpo, listo para pasar unos días intensos. Dentro de algunos días viajaré a la capital por tierra y espero encontrar un emolientero limeño capaz de convencerme de que también por esas tierras saben preparar esta gran bebida nacional. Y es que si el pollo a la brasa es el plato más democrático en este hermoso país, el emoliente es la bebida más popular en las calles de nuestras ciudades.

—Papi puedes traernos pollito, es fin de semana. —Claro hijito. —Pero con emoliente para que baje la grasita. —Jajajaja. Mi risa resuena en el teléfono, asusta a medio mundo en la calle Mercaderes y me hace caminar más rápido para alcanzar la combi y de allí al hogar. El viaje, señores y damas, te hace pensar en mil cosas, no tienes más que dejarte llevar, devorando distancias, para encontrarte con el destino. El mío en estos días, cuando compro la bebida que trajeron los españoles y que mejoraron (como todo) nuestros antepasados indígenas, es una carretilla casi en la esquina de mi casa. La medida oficial son tres vasos para llevar, sin hayrampu, no mucha linaza y harto limón.

Y es que hay para todos los gustos y agregados. A esta bebida digna de los Apus se le echa también al gusto: uña de gato, maca, chancapiedra, sangre de grado, muña, sábila y, si tu casero es de los que ya conocen a sus clientes, puedes pedirle con polen, miel de abeja, algarrobina, «barbas» de choclo (que te limpia de cálculos), «amargo» hecho de extracto de hercampuri, bueno para limpiar el hígado y ufff de todo como en botica.

Para algunos la «baba» de la linaza no les resulta agradable, es cierto, pero pasado eso, el aromático sabor conquista a cualquiera. Recuerdo a un gran amigo y una ocasión allá en el 2002 cuando estudiábamos Comunicaciones y en la esquina de Don Bosco con La Paz le invité un poderoso emoliente de entonces setenta centavos. Era la primera vez que tomaba uno en carretilla y como tal no le agarró el truco de tomarse de un tirón la espesa y gomosa linaza, ya se imaginarán que le pasó y cómo le quedó la camisa, pero igual le agarró el gusto.

Un carrito emolientero es sinónimo de esa vena que tienen muchos de nuestros compatriotas por el servicio, los vasos bien lavaditos, la bebida hervida, ahora se ponen mandiles y guantes y, claro, si lo pides con gracia y calle, hasta yapa te darán con una sonrisa. El emoliente, al final, es para toda la gente y no conoce de diferencias sociales, de ello deberíamos tomar ejemplo.

COMECUENTOS: Timpo y tiempo

El seis de enero, aparte de celebrarse en todo el orbe la Fiesta de los Reyes Magos, es momento ideal para sacudir los perales en Tiabaya y preparar el Timpo de Peras o Timpusca, chupe que lleva, aparte de un buen trozo de carne de cordero tierna, patasca de trigo, papa, camote, cochayuyo y peras. Por decisiones de última hora terminamos este año en familia recorriendo ese memorable domingo el distrito de Yanahuara, al otro extremo del plato como quién diría. —Vamos a la Cau Cau. —¡Pues vamos!

No recordaba el ir a tan emblemática picantería en mi cercano pasado. Pero al ingresar los recuerdos volaron a mi hoy, traídos de la mano de los olores sustanciosos de las cazuelas de diversos platos. La espera para que nos atendieran me dio tiempo para contar la historia de Alisa, una médico cirujana que trabajó allá por el 2003 junto a mi mama Liliana en el Hospital de Cotahuasi, haciendo su SERUM. Ese servicio anual que desarrollan los profesionales de la salud antes de licenciarse en el país, le significó salir de su cómodo régimen citadino y conocer la verdadera cara de la vida en el interior de la sierra peruana. —¿Y qué tiene que ver con el Timpo? —La verdad nada, es que fue aquí, en esta picantería, que se despidió para irse a Dinamarca.

Resulta que la menuda doctora, usando la tecnología del messenger del Hotmail de ese entonces, entabló un bonito noviazgo con un danés. Tan bien fueron las relaciones virtuales que el susodicho la invitó a visitar su país en las vacaciones, con todas las garantías del caso. —¿No se intentó aprovechar? —pregunté cuando ya instalados en una de las mesas, pedimos el famoso escribano mientras abríamos apetito. —No, pero tampoco fue bueno el viaje.

El viaje hasta las Europas no resultó como esperaba. Las nostalgias provincianas, la falta de comida tradicional y la canción de El Regreso, le jugaron malas pasadas que le hacían soltar las cataratas de llanto ante los consternados y fríos daneses que conformaban la familia del pretendiente. —Tanto fue que un día quisieron darme una sorpresa, prepararon salchipapas con unas salchichas olorosas y papas aguachientas, y se quedaron más asombrados que en vez de alegrarme de nuevo me pusiera a llorar.

La pregunta caía de madura como las peras ya listas para el plato que me traían lleno de vapores y olores: ¿Entonces porque te vas y encima para siempre y con casorio? —pregunté— Es que lo amo, es muy tierno y cálido, además que es muy espontáneo y gracioso, me hace reír mucho. Yo traté de comprender las razones del amor, pero tenía en ese entonces 24 años y sacrificarme por cariño no estaba en mi registro.

Mientras avanzaba la tertulia, la conversación entre ambas derivaba de risas a lloros y muchas anécdotas de intervenciones médicas, como aquella en que se arriesgaron con un parto podálico que ponía en riesgo la vida de la madre y del niño pero que era necesario para salvar la vida de ambos, entre otros relatos. Comprendí que se estaban despidiendo, ella le decía adiós a su tierra, sus costumbres, la comida que amaba, por algo mayor, por inseguridades de un futuro al lado de otra persona en un país tan distinto. —¿Y sabes si le fue bien? —me preguntaron en el hoy los que me oían la anécdota al terminar el rico caldo— No lo sé, han pasado tantos años, pero espero que sí, la apuesta que hizo ella no merecería un final distinto que el feliz.

Por: Sarko Medina Hinojosa

COMECUENTOS: Siete panetones para un mes

Mathías come panetón en diferentes épocas del año. No le importa la marca, lo que le gusta es el sabor de ese bizcocho migoso lleno de pasas y frutas confitadas que le arranca una sonrisa. Tiene siete años y sabe que Navidad es la época en que más de esos panes, de italiano origen, tendremos en casa. Compré uno, su abuelita Liliana le regaló otro y otro vino de mi trabajo como docente, otro más en la canasta de su mamá, uno que me regalaron en un compartir de un amigo editor. Buena cosecha la de este año.

—Papá ¡tenemos muchos panetones! 

—Nunca tantos como los que tuve en la Navidad del 87 ¡Me regalaron siete! 

—¡Tantos papi! —sus ojos de sorpresa me llevan a contarle la buena suerte que tuve ese memorable fin de año.

Siete panetones a mediados del primer gobierno de Alan García era una fortuna incomprensible para una familia reducida a dos como la mía: mamá y yo. Ella estudiando aún en la universidad y con la administradora de nuestra economía, mi (abuelita) Mamá Hilaria, allá en Cotahuasi, lugar al que no íbamos a viajar por fiestas. 

Las largas colas por pan o siquiera por leche, era muy comunes esos días. Lo que se estrenó el año anterior eran los panetones bromatosos, esos panes inflados que parecían más biscochos de diez céntimos de Inti y con una lotería de regalo, ya que era un premio mayor si encontrabas más de diez pasas o frutas confitadas en medio de su miga etérea y nubosa. Pero estaban rebaratos así que para el bolsillo de la media para bajo de población de ese tiempo era la única opción.   

De esos nos dejó uno Mamá Hilaria, antes de partir con toda la mercadería que tenía. Ella tenía su tienda en plena plaza del pueblo así que trabajaría sin descanso en las fiestas. El segundo vino por parte del tío Eliseo de Lima que nos dejó uno de marca bien rico, otro del tío Segundo, uno más por parte del trabajo como vendedora de Yambal de mi mamá, otro nos regalaron las amigas de universidad conocedoras del drama que vivíamos en casa, uno más de otro familiar y el último… el último fue especial.

Aunque en realidad es el primero que debería mencionar. Y es que mi cumpleaños es el 19 de diciembre y ese año casi ni regalos iba a recibir, aparte de la ropa de domingo que me compraría mi abuela y un juguete de mamá. Pues el día de mi cumple mi madre no tenía para comprar una torta, ¡pero sí un rico panetón! Aún recuerdo la velita puesta en el marrón bizcocho y el canto de cumpleaños. En los días subsiguientes vinieron en seguidilla los panetones ya mencionados que duraron hasta bien entrado enero. Regalo tras regalo fue. 

—¿Por eso me gusta el panetón? —pregunta Mathías.

 —Sí, debe ser por eso, a tu abuelita le encanta también. 

—Pero tenemos muchos, hay que regalarle uno a mi abuelita Liliana. 

—Eso haremos —respondo feliz.

En definitiva mi hijo es otra historia, ya que yo, con todos esos panes deliciosos a la mano, no pensé en regalar ni uno a nadie, hasta confieso que (no se lo cuenten a mi mamá) me comí uno entero, en una tarde mirando televisión, sintiéndome el más afortunado y querido de todos los niños en esa Navidad ochentera.

308. Vanilla Ice y el primer beso

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La canción la encontré hoy para ti en Youtube: Ninja Rap.

¿Te acuerdas? Era 1990, era el día pues, no tengas duda, la ropa lista y no sabía qué pasaría. La invité al cine y ella aceptó para ir, pero junto a su hermana un año mayor y tú tenías que llevar al Lagarto.

El Cine Arequipa era el elegido, acuérdate de pagar con sencillo. Para todo sacaste plata y hasta me ahorré algo porque pague tarifa de niño. Eres muy chato pero ella dijo que le gustaba así.

La película era las Tortugas Ninjas 2 y los dos chaperones entraron antes ¿Te acuerdas? Ella fue la que te agarró el brazo para que nos fuéramos a la parte baja. Casi corriendo nos aplastamos en unos asientos pegados a la pared.

La película empezó muy bien y tú sudabas a mares y tratabas de hacer algo para que ella te preste atención a ti y no tanto a esos efectos chéveres que… también a ti te estaban distrayendo del objetivo ¡Presta atención!

Tenía unas cejas pobladas que te enloquecían y su aroma hacía que me pusiera nervioso siempre que la saludaba. Por ella cambié esa ropa sucia de tardes en la tierra jugando fútbol, por ella aprendiste a saludar con beso y a practicar con una naranja. Me arriesgué a pedir permiso por primera vez.

Tomaste valor, quería que todo acabe rápido. Levanté el brazo y ella se dejó abrazar. A mitad de la película sin ya saber que decir o hacer, trataste de ver la hora justo ¡Oh casualidad!, con el brazo con que la abrazaba. Al juntar mis labios a los suyos algo, mágico sucedió: ella te correspondió. El resto de la película fue así, casi sin hablar y quejándonos al final que se prendieran las luces y no tener más tiempo para eternizar ese momento.

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309. Teatrero

La imagen puede contener: una o varias personas, personas practicando deporte, personas de pie, calzado y exterior

En el Carnaval del 90 Uncas tenía 11 años como para andar en la mancha de los grandes. No se había convenido nada en la mañana. Cada uno llevaría globos inflados en los baldes y anilina para el agua o polvos. Algunos llevarían “matacholas” y de la calle República el Negro llevaría aceite de camión. Al final de a pocos se empezó a juntar el grupo, mientras se avanzaba por las calles y se enfrascaban en guerras por grupúsculos, luego todos terminaban uniéndose para seguir avanzando, buscando víctimas secas. El sol resplandecía como nunca antes ni después.

Luego de pasar por todas las calles posibles, y ya al borde de la hora de regresar a casa, todos coincidieron en el Parque Umachiri para una batalla final en la pileta. Luego de un buen rato mojándose entre todos y manchándose con el aceite final, fueron desalojados por los cuidantes, no sin antes baldearlos también.

Los grupos se deshicieron y quedó el de la Arias Araguez en la esquina de la calle América, en la curva justo.

Uncas recuerda con claridad como por un instante dio dos pasos atrás para evitar la mano grasosa del Falonso y en eso el Datsun blanco lo impactó a la altura de la pierna. No sabe bien si fue para esquivar o el golpe en realidad lo lanzó, la cosa es que apareció casi dos metros delante y gritando como para dar a luz.

La mujer del carro se bajó e intentó levantar al chiquillo en medio de los reclamos de los forajas que amenazaban con desmantelar el carro. La señora en su desesperación sacó de la cartera sendos billetes y se los puso en la mano. Cuando partió alguno dijeron para llevarlo a la posta siquiera, pero la risa del supuesto herido les mostró que todo había sido exagerado. Nadie regresó temprano ese día.

311. Detrás de la “María Phishana”

La imagen puede contener: una o varias personas y exterior

La abuela se sentó un momento antes de seguir bailando la Tunantada. Se supone que el personaje de la María Phishana lo hace un hombre, pero ella, desde hace varios años, en el baile de la Candelaria, asume el papel y, con mucha picardía y coquetería, interpreta el personaje mientras danza. 

Se le acerca un periodista de la zona. Llegó para la fiesta y conoce los personajes que intervienen y le sorprende que sea una anciana la que interprete a… una anciana.

—Pero señora ¿Cómo usted hace de María?

—Mira joven, voy a contarte pero solo para que me dejes bailar y no me estés pegado como mosca luego. Cuando era una chiquilla yo hacía de la Ñusta en la Tunantada, y del Español hacía un chico pobre, le decía el Caiccado, porque toda su familia murió y creían que él llevaba la mala suerte.

Le gustaba hacer de ese papel porque en sí es el más importante, con su traje elegante, su sombrero con penacho de plumas. Es así creído para enamorar a la Huanquita que luce como ves finos adornos de oro y plata, pero también enamora a la Jaujina que tiene lindos fustanes o a la Ñusta que lleva un lindo sombrero cuadrado. Pero en verdad me enamoraba a mí.

Para no hacerla larga, en una fiesta se quebró la pierna por andar mostrando su danza. Nadie sabe cómo se hirió. Luego de eso dejó de servir para muchas cosas, hasta que un año regresó vestido de la María Pishana y bailó tan bien así todo encorvado que rapidito se adueño del papel. También regresó con ganas de trabajar y de seguir enamorándome.

Pues con ese loco me casé y fui feliz… pero murió hace algunos años y… bueno, pues para recordarlo me meto en su traje y es como si volviera a bailar con él, juntos siempre.

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La excelente foto es de Jacqueline Rivero Matos, quien amablemente me la ha prestado para el proyecto.

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310. Sin salida

Desde un inicio comprendí que este mundo está regido por los dueños, aquellos que tienen privilegios y que nos ven como objetos. Nunca me rebelé al principio, porque comprendí también que de hacerlo el destino era el hambre y la muerte. Al caminar por las calles de esta ciudad, pude ver a muchos de los míos tirados a los costados del camino, muertos. 

Viví una niñez de juegos y mucho cariño, no debo negarlo. Mi familia me protegió hasta donde pudo. Ya de grande mi rebeldía natural ocasionó varios problemas con los que controlan el mundo. Hasta que, luego de un arranque de furia, se me echó fuera de la protección, a ser libre para morir.

Pero no sucumbí al hambre. Caminé por todo lado, alimentándome de lo que otros tiraban, oculto entre las sombras, juntándome con otros caídos en desgracia. A las personas no le importa mucho nuestro estado, varios hacen algo cosas por darnos alimento o agua, algo para cubrirnos a veces, pero en realidad, es momentáneo, siempre tenemos que buscar cómo alimentarnos y sobrevivir.

En estos años hemos aumentado en número, más por la facilidad que tienen los dueños del mundo de librarnos a nuestra suerte que de tratar de darnos un modo justo de vivir. Somos presa de su propia ambición utilitarista de tenernos a su merced y controlar lo que hacemos. Somos objetos solamente, servimos para una causa y luego la amenaza de volver a la calle, o peor, de regresar a una muerte segura allá.

Por eso han empezado a cazarnos, reclamando que somos muchos, que hacemos daño, que nos comemos su comida, que los atacamos, que portamos enfermedades. Ya casi nadie quiere ayudarnos, nos ven como parias, hasta los de nuestra misma clase que tienen una mejor posición y arraigo nos echan. Así es la vida del migrante clandestino y creo no mejorará. 

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313. No eres tú…

En serio, no eres tú, soy yo. Yo y mis dificultades para estar en paz con el amor que me das. Yo y la sensación que te robo algo que a mí me falta y no es justo para ti ni para mi, que estés allí siempre y yo nunca. Que me saludes con un buenos días te quiero y yo solo tenga que darte un chiste mal hecho sobre el “me” del dime.

Yo soy el problema y doy la solución. Ya no estarás pendiente de que hago o que no, porque no es sano; ni tampoco estaré pensando en que haces y con quién, porque para ti puede ser interesante, para mí solo es posesión, esa necesidad de entenderte como un anexo en mi vida y no un número central, una obra de teatro bien hecha sino un musical cómico en el cual te celo por solo dejar en claro que me importa solo que no te burles de mí.

No dejaré que sigas creyendo que puedes hacerme cambiar, que podemos retomar algo que ya no nace, porque, debes saberlo, al principio lo primero que pensaba en la mañana era cómo estarás, ahora solo me importa revisar mi celular. Tus llamadas encendía sirenas ahora solo causan hastío y eso no lo mereces. Porque el amor se me secó y no es tu culpa del todo, permití que sucediera, al no considerarte a futuro, al fijarme en tus errores de hombre, alegorías, frustraciones, planes rotos por mi culpa, tus intrigas para saber en qué momento asaltarme para darte mi piel.

No eres tú, soy yo, mil veces yo que no descansará en el pecho de otro, porque no me interesa en este momento de mi vida y que tampoco llorará tu partida, lloraré por mí, por mis decisiones y el fantasma del amor que nunca floreció más allá de la primera espina.

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315. Más feo que un pulgar

Eres feo, no lo vamos a negar. Tampoco eres de raza, por más pelado que tengas gran parte del cuerpo. No haces trucos ni siquiera cuidas la casa, duermes todo el día y comes ahora pura comida especial pues ya ni dientes tienes.

Tu llegada a casa fue tormentosa. Mi abuela Hilaria me reclamaba que le busque un perro calato para calentar sus huesos. Todos los días la cantaleta hasta que, una enamorada del hermano de una amiga (je) me dijo que en su barrio su vecino quería regalar uno. Buscar la bendita casa me costó media mañana de mi ocupadísima vida universitaria (jeje) y cuando la encontré, un poco más y te tiraron a mis manos con dos muditas de ropa para el frio. Había algo allí pero no me di cuenta.

Todo el viaje de retorno a la casa en combi me mordiste y, después de entregarte a mi abuela, continuaste mordiendo todo lo que te encontrabas, hasta que ella, desesperada, me dijo: —¡Regresa a este animal del demonio o sino hazte cargo tú que es tu perro!

Años viví con esa broma fácil, pero que hacía memoria de mi culpa propietaria. Ya prometí escribir tu historia, más grande y con detalles de tus malcriadeces, desventuras en los viajes, comodidades y privilegios de vivir con mi abuela hasta el fin de sus días y esa extraña herencia que recibí cuando me mudé al nuevo departamento en casa de mi madre. Contaré tus amores, hijos tardíos, heridas, ceguera prematura, vejez que obliga a que vivas abajo y ya no cerca mío.

Eres feo, pero eres mi perro. Tampoco eres de raza, pero eres más noble y fiel, porque gastaste tu vida dándole el calor a las reumáticas piernecitas de mi abuela, durante todos esos años, sin falta y con amor. Eso te hace el más bendito de los animales, hermoso de alma y ser.

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316. Lucho por ti

Hay un demonio que te ronda y trato de espantarlo. No tiene el color definido, solo flota alrededor tuyo cuando más triste te pones. Pareciera que consume tu estado, ya que cuando ríes y te alegras por algo no se presenta. A veces lo espanto haciéndote caer algo y que te enojes o te rías de ti misma por tu torpeza. Si estás en la calle y empiezas a pensar en el accidente, ahuyento al espíritu haciendo ladrar a los perros o haciendo que te toquen bocina los carros.

Hay otro demonio que me preocupa, ya que el de la tristeza se ahuyenta fácil, pero cuando el dolor hace que llores y no puedo distraerte, aparece ese otro que pareciera se come al anterior. Tiene un color negruzco y a veces salen reflejos rojos de su interior. Contra él no puedo hacer mucho y tengo que andar dando vueltas alrededor hasta el momento en que dejas de llorar y allí tratar de distraerte y vuelvas retomar tu vida. Te pongo a la mano un libro con una frase reconfortante, si estas en el parque que la brisa te acaricie, si estás en la tienda de abarrotes hago que las cosas que busques estén a la mano.

Nadie pide morir creo, no puedo asegurarlo, me contaron de que algunos han pasado a este lugar por su propia mano, pero nunca he visto alguno, o, bueno, nunca me ha pasado con alguien que cuido. Sé que lo amabas y que era con mucho tu mejor amigo y que te sientes culpable porque estaban enojados. Sé todo eso. Estoy aquí contigo, aunque no me permiten influir directo en ti, puedo ayudarte, como avisándote cuando un carro casi te atropella, hasta cuando te olvidas de respirar, y puedo asegurarte que lograrás salir de esto si sigues luchando.

No te olvides que soy tu ángel guardián y para eso estoy aquí.

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317. Escalafón escolar

En primero de secundaria buscábamos nuestro lugar en la clase. Si eras el más rebelde, el más chistoso, malhablado, vivo, peleador, pornográfico, adinerado, malcriado, chancón, pajero y largo etc. Una vez logrado un espacio lo defendías para que otros no te hagan sombra. Si estabas en nada eras “punto”, es decir te agarraban de “pescado”. Yo era un “vivo”. Me decían “Chato Púber”, mientras que el “Lunarejo” era un conocido de mi barrio que tenía en la mejilla izquierda un lunar grande y con vellos negros muy marcados. Esta característica atraía como imán los dedos del “Chato Banda”, que lo jodía jalándoselos.

Un día en el recreo la cosa contra mi conocido era ya de marca mayor con insultos y cachetadas porque no reaccionaba.

—Ya déjalo Banda.

—A carajo, ¿eres su machucafuerte o qué?

—Solo te digo que ya basta.

—¡Entonces contigo pues!

—Como quieras huevón.

—¿Con qué, chaira o cadena?

—Cadena.

La pelea fue en la salida. Había muchos compañeros pues estaban emocionados, era la primera vez que se iban a pelear dos usando metal en nuestro año. Empezamos lento por cuidado a los puños entramados, luego aceleramos la cosa, sin medir donde caían los golpes, hasta que en una pausa, mi contrincante bajó los brazos y me señaló la boca. Al parecer me había roto el labio. Según las normas de la pelea el primero que sangraba perdía, así que me fui a lavar. Al otro día el profesor de Matemática al verme me preguntó: “Medina ¿qué te pasó en la boca?”, “Nada profe, ayer me caí en el filo de la grada”. El docente miró por la clase y vio a Banda que estaba con el ojo morado. “Claro, con la vereda, bueno ya listo a continuar con la clase”.

Ese día aumenté a mi estatus de “vivo” el de “peleonero”. ¿El Lunarejo? Creo que lo siguieron jodiendo, yo ya estaba en otro level.

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330. La bicicleta

Pintura de Oleg Tchoubakov

Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.

Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en la plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta, una enamorada esperando por allí… ¿Se podía pedir más?.

En una ocasión, bajando a toda velocidad la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.

No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa. Nunca supimos quién fue… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció por las dudas inciertas, de bicicletas nunca más se habló…

Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, la velocidad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…

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332. Recuerdos (I)

«Eran dos amigos: Juan y José. Los llamaban “Los dos Jotas”. A pesar de ser buenos amigos, a veces ocurrían riñas y a eso se debe esta macabra historia.

Juan una tarde consultó a un amigo qué debería hacer para no tener problemas con José. Él le dijo —Consulta con…»

Así empieza mi primer intento a los 10 años de escribir un cuento, alentado por la lectura del libro Cien Años de Soledad que mi tío Max, en un descuido maravilloso, había dejado a mi alcance.

Estas líneas están escritas en un cuaderno de dibujo Rafael ¿Se acuerdan de esos?, el cual recuperé gracias a un gran golpe de suerte. Aún ahora, mientras escribo esto, intento recordar a quién consultará Juan y cómo acabará la historia de ambos, por lo que deduzco de lo escrito no iba a ser feliz.

He conservado mis escritos del colegio y de la universidad. No los rompí como suelen hacer los escritores, es más, hay un dicho que dice que un verdadero escritor lo es más por lo que rompe que por lo que conserva, y me río. Hasta los malos poemas guardo.

Supongo que trato de reencontrarme con ese chico, tan extraño para mí a veces. Comprenderlo de repente me da las claves del porqué soy como soy. Una vez se me perdió un poemario por años, recuperarlo me curó una parte del alma.

Aún trato de encontrar dos bloc que perdí. Uno en el colegio, contenía dibujos que en esa época acostumbra hacer, intercalado con poemas fáciles, cursis. Pero el que más me obsesiona es uno pequeño de hojas blancas que perdí en el restaurante Los Leños en la calle Jerusalén en Arequipa, allá por el 2001 cuando trabajaba allí. Recuerdo dos cuentos que me parecen interesantes, uno sobre el miedo y otro sobre un viajero que no podía morir.

Creo que ese niño no escribía para que lo lean, escribía para sí, como una suerte de liberación. Aún soy ese niño, comprendo ahora.

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333. Tesoro final


Estaba tirado en el pasto contemplando el arcoíris. No es que quisiera contarle a alguien que logró encontrar la olla de oro, lo que tendría que hacer es escapar, pero es que su belleza siempre lo atormentaba.

Cuando niño escuchaba las leyendas de la olla del tesoro de los duendes y pensaba que eran exageraciones, dudaba que los leprechauns que conocía fueran tan tontos de enterrar algo tan valioso en un lugar que podía localizarse. Hasta que intentó seguirle la pista al final del arco y se dio cuenta que era casi imposible.

En casa trató diversas maneras de encontrarle un final o por lo menos el inicio. Con espejos tratando de cambiar su rumbo o por lo menos guiarse en su trayectoria, pedaleando al máximo para alcanzarlo pero siempre parecía que se alejaba el punto exacto de contacto con la tierra o desaparecía el arco de colores.

Pasaban los años y su obsesión crecía, así como su capacidad de hablar con esa refracción de la luz en el cielo. A veces quería apropiarse de esos colores para pintar el cuadro más hermoso, o regalárselos en un lazo a la chica de la tienda que le gustaba, o por el oro, claro, porque ya con los golpes de la vida adulta y ser echado de su casa, eso darle algo de tranquilidad y estabilidad.

Ese día, por la mañana, mientras buscaba entre los botes de basura, cayó una leve llovizna y allí en el cielo apareció su objetivo. El final del mismo estaba en el Palacio Arzobispal. Como nunca corrió hacia el edificio y entró sin ninguna resistencia. Ingresó a la capilla en cuya punta descansaba el camino multicolor. Allí adentro estaba reluciente y dorada una especie de olla y dentro cientos de monedas de oro blanco. Salió con su tesoro con rumbo a la calle, pero la belleza del arcoíris hizo que se recostara en el jardín interior del palacio. Así lo encontró la policía, aún agarrado al recipiente de las hostias.

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335. Una lista escolar que da alegría comprar


El niño llega a casa y va al cuarto de su abuela.

—Hola Fernandito ¿Cómo estás? ¿Compraron los útiles con tu papá?

—Sí abuelita pero la verdad que aburrido mi papá, se la pasaba yendo de un lugar a otro y me hacía probar de todo y todo le gustaba, no lo entiendo, si son los útiles de la escuela nomás ¿Qué de emocionante tiene eso?

—Fernandito, tienes ya ocho años, entenderás lo que te voy a contar: Cuando tu papá tenía seis años, mi esposo, tu abuelo Javier, enfermó de gravedad. Luego de un año, falleció. Por ese entonces tu papá era el mayor de todos mis hijos y no tenía dinero para mantenerlos, así que tomé la decisión de ya no mandarlo a la escuela y que me ayudara en el puesto del mercado. Fue muy duro. Cada año intentaba enviarlo a la escuela pero no podía, aparte que él mismo no me dejaba, prefería que fueran sus hermanos menores y me decía que cuando fuera grande y se pudiera mantener solo estudiaría. Cada año que pasaba era un dolor para mí, pero también una alegría verlo crecer responsable, me ayudó tanto y trabajó duro y ahora tenemos esta casita y no nos falta nada, ni a ti, ni a tu mamá, ni a tus hermanitos. Cuando terminaste segundo de primaria, sentí que era un ciclo que estaba por romperse. ¿Sabes? Tampoco tu abuelo completó el colegio. Para tu papá y para mí, esperar que llegaras a tercero es como una vuelta al destino. Por eso se emocionó tanto con tus compras… es que… creo que fue como si las comprara para él… lo siento Fernandito no puedo…

—Abuelita yo no sabía, no llores, disculpa si me molesté con mi papá, ahora entiendo por qué de su emoción ¡Prometo esforzarme y terminar la primaria, la secundaria y lo que venga después! Pero no llores.

—¡Ya no lo haré, ven y dame un abrazo hijito!

El papá detrás de la puerta sonríe de felicidad.

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336. Antes del ocaso quiero volver a sentir

Foto: Estephany Huancara Kana

De niña las miraba como vivían entre las plantas de maíz de mi abuela Blanca, allá en la chacra. Las mariquitas se escondían de mí entre las hojas, pero siempre las encontraba. Con su caparazón rojo y puntos negros me parecían nacidas más de huayruros que de esas larvas horribles. Quería hacerme con ellas una diadema para el cabello, pero eso hubiera significado matarlas y no quise, prefería verlas así, libres para volar de lado a lado, buscando pulgones.

La niñez es un recuerdo que se aleja mucho de mí. Siempre fui formal, mientras mis primas hacían mil travesuras, yo siempre me quedaba en casa y esperaba la tarde para salir a pasear. Por tu carita veo que crees que bromeo con lo de no recordar cosas, pero es cierto, no recuerdo las importantes, la voz de mi madre, las veces que mi padre me llamó la atención, el color de los ojos de mi abuelo, la suavidad de mis manos de niña. Es triste, ya ni sus rostros a veces puedo distinguir.

¡Quiero poder volver a sentirme así! corriendo descalza hasta la huerta, atravesarla e irme al plantío de maíces y jugar al laberinto, no el acto, sino ese sentimiento, esa mezcla de temor con alegría por hacer una pequeña escapada fuera del orden establecido, un secreto para mi sola, sin que nadie me lo arrebatara, eso quisiera antes de partir.

No te pongas triste, es así la vida, lo que tenemos no valoramos, también lo sé, debería recordar en estos momentos la vida junto a ustedes y decirte que me hicieron feliz, pero no es fácil ser vieja, hay unos nudos que nos atrapan, eso no lo sabes y yo lo sé y te lo repito: fue maravilloso tenerlos, pero quisiera por un instante regresar y sentir de nuevo la emoción de encontrar a una mariquita, algo que nadie sabe, que solo yo sé y que es irrepetible, y por eso duele ya no tenerlo.

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337. Anita y el temblor

«Es temprano y papá tiene que ir a la chacra a trabajar. Yo quisiera quedarme un poco más entre estas calientes frazadas, pero también tengo muchas tareas que cumplir antes de ir al colegio. Mi casa era de adobe. Pero ya no vivimos allí, luego del fuerte temblor que hubo hace semanas, se cayó el techo de calamina y una pared. Fue terrible, sentimos que casi se termina el mundo, pero él me abrazó fuerte mientras duró todo y después dormimos en la Plaza junto con todos mis amigos y sus papás. Ahora lo hacemos dentro de unas carpas que nos donaron. Allí vivimos la mayoría del pueblo.

En días pasados la gente que traía ayuda eran bastantes, ahora que ya pasó algo de tiempo no vienen más. Muchos lo han perdido todo, otros no tanto. Entre todos recogemos leña, prendemos el fogón y se cocina en comunidad. Eso nos ha hecho más fuertes.

Pero me siento algo sola. Creo que papá también. Desde que mamá se fue al Cielo solo estamos los dos. A veces corro en el campo cerca del río y grito su nombre, a veces me imagino que el ruido del río es su voz que me contesta. Yo estaba triste cuando ella se fue, pero ahora siento que me cuida mucho, porque de otra manera no puedo entender cómo nos salvamos la noche del temblor. Mi papá está llegando del trabajo.»

—Hijita, ¿te has portado bien?

—Si papito, he ayudado en el almuerzo, hice mis tareas del colegio y ahora ya limpie nuestra carpa.

—Ya no será necesario que sigas haciendo eso hijita ¡Vamos a tener nuestra casa ya lista para regresar mañana!

—¡Que alegría papito!

—Y eso no es todo, sé que te sientes solita a veces, por eso te traje este regalo.

«Mi papá saca de entre su poncho una masa de pelitos que me empieza a ladrar ¡Es un cachorro!

Al otro día, los tres juntos, regresamos a nuestra casa, a seguir con nuestra gran aventura por esta vida.»

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El año pasado el 14 de agosto en Caylloma se vivió las consecuencias de un fuerte temblor con dos muertos y muchos damnificados. Muchos aún esperan que se termine la reconstrucción de sus casas. Foto de como quedo la Iglesia del pueblo de Ichupampa

#365CuentosRegresivos

342. Las despedidas nunca son como uno quisiera.

Caminando al paradero trataba de explicarle por qué no lo haría.

Esa tarde no tuvo gasolina para el carro así que fue en taxi, cuyo chófer no tuvo cambio para el billete grande así que pararon en un grifo. Al llegar la reunión donde ella estaba no la encontró en un primer instante, luego de 20 minutos y muchos mensajes de texto, se atrevió a llamarla y el sonido estridente rasgó el silencio solemne. Ya afuera le gritó para hacerse oír y llevarla casi arrastrando a un restaurante donde comieron unos sanguches insípidos en medio de un barullo general que no sabía de qué se trataba, en el intento de tratar de decirse las cosas. La bulla de la ciudad y el ruido infernal de las sirenas los apabullaron. Al pagar la cuenta le picaron los billetes falsos en la cara, trató de apaciguar todo buscando su tarjeta, pero no la encontró. Ella pagó.

El camino hacia el paradero de ella era una agonía, trataba de encajar las palabras pero no le salían y obvio que ella no quería hablar del tema, estaba decidida. En la esquina intentó abrir el discurso: “Sé que te fallé, pero por favor trata de entender yo…”, cuando la llegada del transporte le negó cualquier posibilidad de terminar la frase pero la palabra de ella sonó en todo el universo: “Adiós”.

Al llegar a su casa sucedió el apagón. Tomó consciencia de lo que estaba pasando en la ciudad. Era un incendio masivo como decían las redes sociales y era incontrolable afirmaban. Las luces se apagaron. El miedo se apoderó de él. Había quedado con ella para suicidarse ese día, pero había renunciado, ella no. Salió a la calle, ni un taxi quiso llevarlo a la zona donde el incendio llegaría pronto. La ciudad entera era un caos con personas gritando, saliendo, atropellándose o tratando de escapar sin saber a dónde. El teléfono de ella estaba apagado. La desesperación lo llenó por completo y salió corriendo en dirección a la casa de Sofía. El calor se incrementaba.

 

343.- La búsqueda implacable

343.- La búsqueda implacable

En lo alto del brazo de la gran estatua de piedra, se encontraba Heneros Crabel, mirando a la lejanía, como los tres soles se ocultaban uno en sucesión de otro… La pregunta de siempre le asaltó, pero la dejó atrás. Saltó y cayó de cuclillas. Se paró con paciencia y partió al encuentro del horizonte. Esta vez no dejaría que la luz dejara de iluminar su existencia. De los ojos del gigante dejado atrás brotó un pedazo de cristal que cayó al piso.

Heneros Crabel, no supo que en ese lugar, donde cayó la lágrima pétrea, creció una nueva raza de seres hechos de transparencias, que miraban cada tarde, intuyendo su existencia. Milenios después, cuando se hubo apagado un sol, el viajero retornó al punto inicial de su cruzada, con cicatrices profundas en el corazón y las ganas de recostarse un poco antes de continuar su eterna búsqueda de compañía.

Cuando su figura atravesaba las casas de negro carbonite, salieron a su encuentro miles de pequeños seres de humo condensado, quienes reconocieron en el espectro andante, aquel, que forjara las leyendas más primigenias de sus moléculas. Lástima que el lenguaje de señas no funcionara, ya que los ojos del gigante, estaban muertos de luminiscencia. Estaba por irse nuevamente de sus vidas, cuando a uno se le ocurrió evocar guturalmente un sonido.

Al reconocerse en esos ruidos, Heneros Crabel, tuvo un presagio, una saludación que le iluminó el corazón con un nuevo calor. La nostalgia inundó su ser y abandonó la cruzada. El nuevo protector se dejó querer como nunca fue querido. Los seres no emitían calor, no lograban transparentar su alrededor, ni reflejaban luz, pero en sus sonidos y compañía, por fin comprendió que no estaba solo y que si quería, nunca más lo estaría.

Así pasaron milenios.

Cuando toda existencia terminó y era un gigante de piedra, nació de su corazón Heneros Tadriel, quien estuvo años pensando en su soledad en ese mundo, hasta que saltó en búsqueda de la respuesta y de la estatua de piedra brotó una lágrima de cristal…

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344. La Doña de los ovarios bien puestos

344. La Doña de los ovarios bien puestos

Esa anciana arremetió contra el Presidente de la República a cachetada limpia sin que pudieran hacer mucho los agentes de seguridad. Fue casi de inmediato declarada heroína, en especial cuando los medios captaron la frase que la volvería famosa mientras se la llevaban los de Inteligencia de Estado: “Quieres que me muera sin darme mis pastillas, pero no te voy a dejar ridículo hombrecito, he enterrado a más presidentes con más huevos que tú ¡Y sigo viva!, recuérdalo”.

Podía decir lo que quisiera después, eso no se lo concedía la edad, pero sí su valor que logró indirectamente que se suspendiera la huelga médica y se invirtiera 1000 millones en el presupuesto anual para la seguridad social en equipos y mejoras para los pacientes a nivel nacional, luego del masivo apoyo en redes sociales y de personalidades.

Fueron meses de locura. Por ejemplo, a la mitad de la entrevista con el famoso periodista de la CNN, no pudo dejar de decir. “Si hubiera sabido que una cachetada podía cambiar algo, te aseguro que se la zampaba a José Pardo y Barreda para que no fuera tan cobarde”. Un observador crítico la hubiera corregido por el tema de edad y fechas, pero, era tan graciosa la Doña (como se la conocía), que la dejaron ser.

Hasta empezaron a twitear frases animándola a lanzarse como congresista mínimo y ni hablar de los memes que la encumbraron.
Cuando falleció hace dos meses con el corazón abarrotado de emociones y reconocimientos, el periodista que por fin halló el dato perdido de su verdadera edad, tuvo algo de decencia y quemó el papel original. Y es que algunas personas merecen que se les guarde un secreto coqueto, decía el susodicho, mientras todos en la sala de redacción recordábamos las hazañas de la anciana que tuvo el valor (y los ovarios decían muchos) de hacer algo concreto para sacudir a un gobierno que se presentaba totalmente incapaz.

Lo que tememos todos es que no haya más nadie con ese valor de decir las cosas y eso sí nos hace temblar.

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345. ¡Qué linda es la vida!

345. ¡Qué linda es la vida!

«Ya perdí, lo sé. El sicario me apunta con el negro cañón de una treinta y ocho automática y a mi costado puedo atisbar que mi compañero de mesa, en este barcito al aire libre, está saltando hacia un costado para evitar las balas o mi sangre, lo que salpique primero.

Estoy consciente que voy a morir, no creo merecer una segunda oportunidad, sólo quisiera saber de quién es el dinero que está en el bolsillo de mi asesino, quiero saber antes de hundirme en la muerte, cual de mis vengativos amigos fue el culpable: ¿el Chato?, ¿el Zambo?, ¿el Zancudo?, cuál de ellos quiere quedarse con la supremacía de la banda, de mis huecos de droga, de mis mujeres.

¿O no será alguno de los familiares de los fríos que me cargue a lo largo de estos años? ¿El padre de la niña que terminamos asfixiando después de cobrar la recompensa? ¿El tío del guachimán que matamos por escapar y que juró que nos buscaría hasta encontrarnos? ¿La madre de aquel drogadicto que acuchillé porque me debía una luca? ¿Los hermanos de la loquita?

¿Y si es la misma Policía que me está matando por venganza de los dos tombos que violamos el año pasado? ¿El juez de mi último juicio al comprender que no tengo salvación ni cura para el vicio de matar?

Podría ser cualquiera de mis familiares… hartos de mi mala fama que los ensucia peor que ventilador al pie de bosta de vaca. Podrían ser los hijos que no reconocí, las mujeres que violé ¡Mi propia madre!, para evitarse la vergüenza de cada día ocultar la cara por las calles, si es que alguien la reconoce como la que dio vida a este engendro que soy.

Puede ser cualquiera, el tema es que ya perdí y las balas empiezan a morder mi carne y la vida se me va, ¡Carajo!, había sido bonito el cielo celestito de esta ciudad de la cual siempre me quejé, este sabor a chicharrón que tengo en la boca, ¡Mierda! ¡Qué linda era la vida!»

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346. Los dueños de su amor

346. Los dueños de su amor

Cuando Camila encontró a su Julio en amores con la vecina, sintió que todo acababa para ella. No solo se convirtió en el cliché más antiguo: la de la mujer engañada, sino que para colmo era como un calco de una mala novela porque el desventurado no tuvo mayor idea que sea con la mejor amiga en ese lugar.

Ella y él sabían que su historia no era tanto así de común. Ella enfermera y el paciente de cáncer al hígado, ella padeciendo alcoholismo y él rescatándola. Destinados al fracaso. Juntos luego emprendiendo la fuga concertada hacia Huancayo, para empezar de nuevo, donde nadie sabría de ellos mientras se sacaban el alma en el puesto de frutas.

«El amor es una mala broma», pensaba mientras regresaba a su pueblo allá en la costa, en Puerto Supe. Tampoco retornaba como la clásica despechada, no era así. Los que la conocían sabían que tendría nuevos pretendientes y los antiguos regresarían. Todos aman a una mujer fuerte y ella lo era, tanto así como para dejar al amor de su vida para que se las busque como se buscó el consuelo efímero en brazos de otra. Pero algo también no le cuadraba de repetir el círculo del drama, no quería terminar con algún buen partido a criar hijos de hijos recordando la aventura de su vida y que los demás la cubrieran con el manto del honor conquistado con una “buena” vida.

El bus que la llevaba paró para cambiar una llanta en un grifo carretero. En la demora y sentada lo vio. Fue amor a primera vista. Todo indicaba que era un destetado a la fuerza y callejero a fuerza. Sin mayor alharaca se lo metió entre la casaca viajera y volvió al bus con su secuestrado.

Y allí está Camilla, enamorada de la vida, sin pretendiente ni hijos, pero alegre, con negocio propio en el mercado e inyectables en casa. El canchón lleno de maullidos que le alegran el corazón mientras reflexiona cada día en el humor del destino y las formas de amar y ser amada.
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Créditos de la foto: Albetty Lobos Callalli

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347. Visita de fin de año

347. Visita de fin de año

Las vísperas de este Año Nuevo para Alejandra es una repetición del anterior. Entre ir a la casa de sus padres, de su abuela y a la casa de los papás de su ex esposo, se le está yendo el 31, único día en que puede ver a sus seres queridos. Son las once de la noche cuando, rumbo a la casa de su ex cuñada, recuerda las circunstancias del accidente: Salieron con Fredo esa tarde de final de año y se la pasaron comprando bebidas, regalos y comida para ofrecer una fiesta en su propia casa, con amigos íntimos y familiares. No tenían hijos por propia decisión. La camioneta que manejaba su entonces esposo iba a velocidad por la carretera que lucía algo vacía. Iban riéndose sobre los sombreros graciosos que habían comprado, cuando de improviso salió esa señora con su hijito en brazos intentando ganarle a su vehículo. La camioneta dio varias vueltas de campana, producto del golpe de volante de su esposo. Ella salió disparada por el parabrisas y, luego de caer y rodar un poco, se levantó presurosa para ir a buscar a su compañero. Lo halló inconsciente, colgando cabeza atado al cinturón de seguridad. Trató en vano de despertarlo. No lo logró.

Ya han pasado ocho años del accidente y Fredo recuperó mucho de su andar gallardo, pese a que la pierna derecha se le fracturó en tres partes y la rehabilitación fue larga y tediosa. El trabajo lo esperó y hasta ha ascendido a buenos puestos en estos últimos años. Al final resultó que sí le gustaban los niños, porque tiene dos con su nueva esposa, una colega de trabajo con la cual vive ahora en la misma casa que compraron con Alejandra. Ellos van a la fiesta de fin de año que organiza su ex cuñada siempre y es la oportunidad que tiene para verlo feliz, con sus queridos hijos, su nueva compañera, observarlo divertirse, ser un gran padre y esposo, sin culparse por haberlo dejado el día del accidente y haber partido hacia el más allá sin siquiera despedirse.

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354. Los superpoderes de Mamá

354. Los superpoderes de Mamá

—Papá… mi Mamá ¿Me ama?

—Claro hijo, nunca dudes de eso.

—¿Y me amará mucho aun cuando haga travesuras?

—Hijito… ¿Hay algo que debas contarme?

—Esteeee, tengo miedo que ella no me ame cuando haga cosas que no le gusten.

—No te preocupes, ¿Acaso no ves como tu abuelita me quiere mucho y me abraza y besa cuando viene? y eso que yo le hice unas que mejor no te cuento.

—Pero tengo miedo que mi Mamá ya no me quiera más.

—Entonces hijito cada día debes abrazarla mucho, recordarle cuanto la quieres, hacerle caso cuando te diga algo para tu bien, ayudarla en casa.

—¿Eso hará que me quiera más?

—No hijito, el amor de una madre es infinito y gratuito.

—¿Para qué sirve hacer todo eso?

—Una madre es un misterio de amor, las cosas materiales y superficiales no la llenan, el amor por sus hijos es más del que ellos le dan, pero a pesar de esos superpoderes que Dios les dio para amar, también necesitan saber que ese cariño que ofrecen gratuitamente da algún fruto, un resultado.

—¿Si hago mis tareas y guardo mis juguetes… es un fruto?

—Sí hijito, esos frutos de su amor deben reflejarse en que siempre seas…

—¡Honestos, responsables y obedientes!

—Exacto, para que cuando llegue el momento en que vayas a hacer una “travesura” recuerdes ese amor de tu Madre y al final hagas lo correcto.

—Gracias Papá, voy a ayudarle más a mi Mamá, a decirle siempre que la quiero mucho y que trataré de ser un buen hijo. Y tú ¿Me ayudarás a hacerla feliz también?

—Uy, jajaja hay que hacerse cargo de los consejos que uno da, también te ayudaré a hacerla feliz.

—Entonces ¿Me ayudas a limpiar el vaso de jugo que se me cayó hace ratito encima de la mesa?

—Jajajajaja demasiado inteligente eres para mi gusto a veces, vamos a limpiar entonces pero a la próxima más cuidado ¿Eh?

—Sí, tendré más cuidado ¡Porque quiero que mi Mamá me quiera siempre!

—Ya, menos charla ahora y trae la escoba que voy por el trapeador y ¡Cuidado con los vidrios!

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355. A las orillas del Río Grande

355. A las orillas del Río Grande

Recuerdo la primera vez que fui a Iquipí, el pueblo de nacimiento de mi padre, ubicado en Río Grande en Condesuyos. Era de madrugada. Para llegar a la casa de los abuelos teníamos que atravesar una acequia que me pareció un río para mis seis años de edad. Luego íbamos por el borde de una chacra interminable. Cuando llegamos a la casa, nos recibió mi abuelo Santiago con un candil en la mano. Caí rendido.

Al día siguiente fue una sucesión de maravillas. La casita estaba ubicada en la parte alta de la bajada al río. A un costado estaba un enorme pacay frondoso y un guayabo cargado. En la cocina, estaba mi abuela Julia, soplando por un tubo el fogón y sobre rieles de metal descansaban sendas ollas tiznadas de donde saldrían manjares diversos. Por mis pies correteaban cuyes gordos.

Poco después la algarabía de unos gritos anunció la llegada de varios tíos cargando una red llena de unos animales monstruosos: los camarones de río. Mi abuelo amarró las tacas de un par de los más grandes y me los dejó para jugar en la batiente del descanso de la casa. El cuerpo principal alcanzaba el porte de una escobilla de esas de madera con cerdas de plástico y la tenaza principal otro tanto. ¡Animalazos!

La mesa del almuerzo aún navega entre los mejores recuerdos de mi existencia. En el descanso techado se puso una mesa grande y en el interior del primer cuarto de la vivienda otra para nosotros los primos. Los camarones estaban allí, hervidos, a lo largo del mantel blanco, papas humeantes, choclos y llátan molido acompañaban. Antes, un impresionante caldo de gallina de corral abrió campo en los estómagos para esa delicia de río que se comía con las manos y se degustaba con la conversación amena, recordando mi abuelo viejas anécdotas y las voces en coro de mis tíos y tías, mientras en mi mesa los primos nos reconocíamos como familia. Luego, el vino hecho en el lagar que construyó con sus manos el patriarca, alargó con su calidez el momento familiar, que aún flota en mis mejores recuerdos.

(Dedicado a todos los primos hijos de los hermanos y hermanas Medina Rivera)

La foto es de la casa real del cuento.

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Deshojando el amor (15 microrelatos de amor desencadenado)

Me quiere…
No nos miramos de frente nunca. Son miradas dispersas en el día, en medio de conversaciones, a la hora del recreo. No nos conocemos, pero sabemos nuestros nombres y la hora exacta en que nos vamos a casa. En las actuaciones buscamos ponernos frente a frente y ensayar juntos en medio de risas y caras rojas, casi incendiándose. Ella deja que le invite mi galleta y me da una de las suyas. El día del baile real me toma de la mano, yo de la cintura y bailamos, mi cara es de una alegría infinita y ella está conmigo.

No me quiere…
Trato de hacerle saber en dibujos que estoy aquí, que en las tarde no miro tele por solo pensar en ella, que en realidad me la imagino siempre corriendo hacia mí a la hora de salida para, no sé, para agarrarnos de las manos o de repente que me acepte empujarla en el columpio. En el recreo quiero invitarle mi lonchera pero ella sale con sus amigas, no sabe mi nombre ni le interesa. A veces solo quiero que me mire. Ella sí mira mucho al chico más alto del salón. Un día se agarran las manos en mí delante.

Me quiere…
Y en clases me siento detrás de ella porque su apellido y el mío empiezan con la misma letra. Tiene el cabello corto y se amarra una pequeña cola con un colet blanco. En clases sus pies se hacen para atrás y yo estiro los míos y jugamos a entrecruzarlos. En el recreo en el juego de los policías ella es la encargada de la cárcel y me hago pescar solo para que me agarre los brazos y pueda bromear a darle un caramelo y que me suelte. Compartimos una vez un pan con pollo y mis dedos se quedaron un poco más de tiempo entre los suyos, la miré, no desvió la mirada, se quedó allí para siempre.

No me quiere…
Es demasiado rápida, habla mucho, cuenta sus problemas con su papá y quiero decirle que la entiendo, pero no me deja, solo quiere hablar de ella en el carro, mientras vamos a casa. Trato de atender lo que dice pero me pierdo en sus hoyuelos, y nuevamente se despide sin siquiera decirme nada más. En casa me pierdo pensando entre lo que dice de su papá y esas caricias constantes y su forma de ser. A los días la veo conversar de nuevo con ese otro chico y ella está aquí, a mi lado, en el carro contándome de su primer beso y yo muriendo.

Me quiere…
Porque soy el más bravo pues, aquel que sin ella saberlo, se peleó por declarársele, nadie más se metió, solo el chato y yo. Casi me pega, pero al último, cuando casi gana, la sensación de no tenerla nunca me dio fuerza. Luego fui a esa esquina, ella no lo sabía, pero ya me quería, lo descubrió cuando le dije que quería estar con ella. Se sonrió. Quedamos para el sábado y me dio el sí, con un beso rápido. Luego las manos entrelazadas, la esquina supo nuestros nombres, las pandillas nuestra historia y mi brazo en su cintura… para siempre.

No me quiere…
¿En qué cambio? Éramos los mejores amigos en la primaria, salíamos a buscar piñas en el parque y comer moras rosadas. Ahora ella usa el cabello suelto a la salida, se pinta los labios, pero no hay ninguno al cual acepte, y le envío cartas que no abre y me dice que somos amigos que no haga eso que la voy a perder, ¿Que perderé? Si ya el dolor en el pecho lo tengo. Y se declara mi mejor amigo y le acepta y a la primera pelea viene donde mí y me besa ¡Me besa! y luego regresa con él. La pelea con el traidor termina con nuestra amistad.

Me quiere…
Por ella viajaba en medio del bus doce horas, escribía un poema diario y por fin me enamoré. Pero le saqué la vuelta con una enemiga suya allá en el pueblo y eso acabó todo. Un año después, acompañamos a su hermana que es mi amiga a comprar y, en un descuido, yo la empujo hacia un sitio desocupado y le digo en un minuto todo y me besa, no deja que hable, pero tiene un enamorado, un abogado, pero ella lo terminará, me promete. El tiempo me consume mientras espero que llegue para decirme como le fue. Al final, ¿qué soy? ¿si no el que la engañó? Allí está, me sonríe, es suficiente.

No me quiere…
Era un poco mayor que ella y así no entiendo cómo me enamoré, primero le compré una muñeca de esas de colección, mientras medio mundo creía que quería a otra, luego le escribí poemas que me recibía con ilusión y finalmente un collar. Cuando la iba a encontrar para dárselo por su cumpleaños, la escuche conversar con otra amiga. No era yo, era que había varios y mejores, le decía. Me advirtieron que eso me pasaría, ellas, las que lloraron cuando las terminé, me lo prometieron. El orgullo hace que igual le dé la mojada joya.

Me quiere…
Era la practicante y yo el mejor, ella era la bonita y yo el lobo feroz, ella era la que no me miraba y yo el que sufría por decir dos palabras correctas frente a ella sin que sonará afectado, conquistador, creído. Me tumbó confesando que de mí nunca oyó. De ella me despedí al irme, a ella busqué al regresar de tan lejos. Me gastaba el saldo en mensajes, ella también. Pagó la mitad de la cuenta en la primera cita. Su cabello me enloquecía y yo no sabía si estaba en su corazón. La vida nos sorprendió y esa fue su declaración de amor.

No me quiere…
Fueron los mejores seis años de nuestras vidas, se lo dije, se lo dije mil veces, lo fueron y no me creía, se alejaba, le repetía que lo fueron, cada cita, cada peluche, cada cena, las veces que caminé por ella la tarde entera, el sol en la cara y la promesa de un beso para que nunca estuviera sin amor, se lo dije mil veces que fueron nuestros mejores años, que nos queríamos, hasta cada pelea y la reconciliación lo fueron por lo menos para mí. Aún trato de explicarle que vendrán años mejores, repite que no soy yo, que es ella, y me dice adiós.

Me quiere…
La rutina de la innombrable en casa, el trabajo que se acelera los fines de semana y la separación en medio de la cama. Ni sé como la otra se metió en el espacio entre el desayuno y la cena. El irse y yo creyendo que puedo soportar la lejanía de los cuatro que se van. Las noches en vela y la falta de interés por rehacer mi vida. Pasan los días ¿Y si te confieso que me perdí? ¿Que la vida no es igual al darme cuenta cuan humano soy, cuan débil me volví? A ti te pasa también. Ahora que regresas y regresan los niños prometo no abusar de tu retorno.

No me quiere…
Intento perdonarla y aún lo recuerda. Salgo con los tres niños a cuestas a darle espacio, me comporto como lo que siempre insulté en un hombre. A veces le pido de rodillas que olvide, a veces le exijo con gritos que me ame. Falsos momentos en que me da un beso y creo que volvemos para encontrar un mensaje y volver a la realidad. El amor que tengo se vuelve algo doloroso en las venas, que camina de la mano del rencor de no ser correspondido. Lo peor es que ella no se va.

Me quiere…

Siempre le tuve miedo al momento en que nacieran los nietos. Ella, tan dueña de su destino y su profesión. Yo solo un tipo que manejó años ese viejo taxi. Mientras ella surge como una gran dama, yo me hundo en mi miseria de olores de viejo y enojos sin sentido. El miedo es concreto, ella me dejará porque merece algo mejor que no poder conversar con un bruto como yo que no hace nada por mejorar y solo pelea y pelea. Pero la amo ¡Por Dios que la amo solo a ella! Pasa el tiempo, llegan los nietos y ella sigue aquí, queriéndome, no lo merezco, lo sé. Algo debí hacer bien supongo.

No me quiere…
Porque en su cara se le nota y me siento herido pero a la vez entiendo que se gastó el sentimiento entre platos y zurcidos, entre estropajos y malas vacaciones, pero no nos vamos, seguimos con una cadena de ira contenida, en reclamos por tonteras que ocultan verdades amargas de olvidos y traiciones pequeñas, pero inmensas al sumar y restar. Todo puede acabar en uno de esos grandes crímenes de la televisión o al final se quede en la quietud de seguir pelando mi manzana y se me caiga un pedazo de cáscara y ella reniegue de eso, que más da.

Me quiere…
No me peino bien desde hace años, mi corte natural es una calvicie temprana, como el vacio de ideas al pensar qué hacer con el tiempo que me dejó al morir ella. Transcurro como un fantasma en el panteón de mi casa, implorando oraciones a los fieles muebles que nos vieron envejecer. Cada resquicio del tiempo estancado huele a ella. La duda me carcome ahora en la vejez y pienso en lo injusto que es el volverse un niño, hasta que encuentro la misma carta y recobro la paz en el “te amo” final.

No me quiere…
Me quiere…

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362. El viejo de la redacción

#365CuentosRegresivos

362. El viejo de la redacción

—Creo, Fernando, que me pides recordar el estar jugando en la calle y de pronto que se suelta el aguacero, correr a cubrirte y esperar a que pase, la aventura (aunque sin reconocerlo) de subirte al techo a barrer y sentir que enfrentabas a los elementos “¡Epa, venid y combatir en buena lid degenerados!”, ver al Misti despertar con su poncho blanco luego de una noche de descarga celestial, el olor a tierra mojada, el ir a la torrentera a cazar escorpiones y lagartijas en el sol del escampado, los cerros verdecitos de Mariano Melgar que hacían menos pesada la aventura de ir a la torre eléctrica en los veranos, el cafecito Monterrey en las tardes hablando con mi abuelita Hilaria acompañados del traquetear de las gotas en el techo de calaminas de nuestra cocina, ir a la academia y quedarte un buen rato conversando con esa chica linda porque no iban a salir hasta que pare un poco pero luego caminar bajo el agua conversando de todo y de nada con ella a su paradero al otro lado del tuyo, navegar entre la humedad de esos domingos sin nada más que hacer que mirar a través de la ventana, crecer y vivir correteando para llegar a la redacción y poder quejarte con una taza de café en mano que los del Senamhi no le atinaron esta vez, ir a rescatar a mi esposa y mi hijo en plena tormenta sintiéndome un superhéroe para llegar con un taxi secuestrado y cargarlos para que no se mojen de la vereda hasta el carro… jugar a los rayos locos con tu hijo para que aprenda a no tenerle miedo a los truenos, subirte ya mayor al techo con esa escoba y, mientras te ríes como desquiciado, gritar al cielo: “¡No huyáis esperpentos sin valor, que aquí tenéis a un bravo combatiente que os dará franca pelea”… no sé, de repente solo es porque me gusta la lluvia y la extraño.

—No te pregunté eso, dije que hagas una nota sobre la sequía.

—Lo sé, pero es que es el contexto, el sabor de la nota… ya sé, bueno de 23 líneas el escrito ¿No?

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363. El gol secreto

#365CuentosRegresivos

363. El gol secreto

—Señores pasajeros tenemos serios inconvenientes, prepararse para un aterrizaje de emergencia.

Tiago no cayó en la desesperación. Antes de embarcarse su novia le dio la noticia que sería padre y tenía la certeza de sería varón.

Alguna vez leyó el cuento de un autor argentino donde el personaje iba a ser fusilado y pedía al universo que le diera tiempo para escribir un libro. Eso le dio la idea.

Y ya estaba allí entrando a la sala del hospital y recibir un robusto bebé que paró de llorar al contacto de sus brazos, después ese pequeño gateaba por la sala detrás, se sentaba, lo miraba y le decía “pa-pa” señalándole un vehículo de juguete, que se transformaba en uno a pedales en el que paseaban por el parque comiendo pipoca con esa mujer hermosa que estaba allí, entregándole su amor y prometiéndole la eternidad para despertarse asaltado por ese niño que lo apresuraba para su primer día de escuela, con ese uniforme que para la tarde estaba manchado de colores, los cuales compraba junto con papel porque decidió que la pintura era su pasatiempo y dibujar a su padre metiendo goles su afición, la cual cambió en la universidad por una cámara de fotos que usaban mientras hablaban de futbol, su trabajo como entrenador con ese pequeño de barba que ahora era un consagrado foto reportero en el Folha y llegaba con la noticia que llegaba el heredero de ambos, el nieto que jugaba a correr detrás de una pelota, compitiendo con la esperanza de que heredara el tiro directo del abuelo contra las ganas del papá de que sea un ingeniero ambiental para risa de su nuera y llegar a ese momento, rodeado por todos esos rostros que vio envejecer, despidiéndolo, amándolo en abrazos y decirles que los amaba, que vivió sus historias, dolores, amores, fracasos, victorias y besar a esa mujer bella y plena que le decía que ya era tiempo de partir, que sea valiente y por fin Tiago abrir los ojos y sentir como el avión se estrellaba, pero con la certeza de haberle hecho una jugada magistral a la muerte y anotar su gran gol a la eternidad.

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Dedicado a Tiago del Chapecoense.

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365. El condimento del recuerdo

#365CuentosRegresivos

365. El condimento del recuerdo

El sol se ocultaba en el Mar Mediterráneo. Intentaba recordarlo, o por lo menos, evocar su rostro. No lo conseguía. Estaba en el mismo hotel en el que pasó las vacaciones hace 20 años con su familia en ese nuevo año. Al tercer día, durante la cena, mientras bebía su primer vaso de vino permitido frente a sus padres, lo vio a la distancia.

Al parecer él también la registró en medio de tantas bellezas crepusculares que había en el salón. Al momento del baile se acercó. Las luces cambiaron a juegos de colores de moda. No necesitaba saber que era él en el barullo de la música. Lo sintió.

En el paseo bajo las estrellas él le confesó que era estudiante de gastronomía y que estaba realizando prácticas en la cocina de un hotel cercano y que consiguió colarse a la fiesta en ese para distraerse algo de las labores culinarias.

Ahora ella estaba en esa playa que fue testigo de su primer beso de amor. Se tocaba los labios intentando recordar el sabor de los del galán añorado.

Él se despidió prometiendo que se encontrarían allí cada verano. Ella no volvió. Sus padres se separaron al siguiente año y solo pudo darse el lujo del viaje recién dos décadas después. Y allí estaba en ese comienzo de año. Se sintió como una tonta. Eran veinte años. Nadie espera tanto tiempo. Ella tampoco. Se casó, se divorció. Un arranque de rebeldía contra los 38 años que cumpliría la hizo rebuscar en su memoria el momento más limpio en el que fue feliz. Y era ese.

El hotel había perdido mucho de su magnificencia y lucía modesto. En la cena pidió una chuleta de res adobada en especias finas. Al probar el primer bocado, de golpe el sabor le recordó todo. El rostro del muchacho, sus ojos acaramelados, el cabello negro, su porte, sus manos cálidas, el sabor de sus labios, todo. Se levantó y pidió si podía ver al chef.

Este llegó extrañado. Al divisarla no pudo evitar soltar un grito de asombro y correr hacia ella.

—¡Tú!

—Sí, yo.

En una mirada se dijeron todo lo que tenían que decirse y mucho más.

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Creciendo con Mathias: Los deseos y la Luna

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Desde hace algunos días me encanta que mi Papá me hable de la Luna.

Me cuenta que está muyyyyyyy lejos, pero que está presente, casi cerquita, en muchas cosas que hacemos.

No entiendo todo lo que me cuenta, pero sé que algo tienen que hacer con la agüita de los mares y como los marineros la siguen atentamente para saber cuándo salir a pescar. Ummmmmhhh, con lo que me gusta el pescadito que prepara mi Mamá, ese que ella pesca de la lata, ya se me despertó el apetito.

También la Luna tiene algo que ver con ese papel con números que Papá va tachando en la pared y que cada vez que se acerca al final lo pone intranquilo. Me cuenta que por ese papel sabemos cuando la Luna va a estar presentable, así: tan bonita, o cuando no la veremos nadita…

Creo que estoy enamorado de la Luna… aunque no sepa que es eso de enamorado, jejejejeje. A veces escucho cuando alguien está muy interesado en otra persona, pues que está enamorado.

Ayer me di cuenta de eso. Salimos con mis papás, mis tíos y mi abuelita Lili a los juegos mecánicos, pero no sé qué juegos eran porque lo único que veía era dar vueltas y vueltas a la gente, hasta a mi mismo me subieron aun trencito pequeño y vuelta y vuelta, eso lo puedo hacer en casa y sin pagar moneditas.

Pero nada de eso me importaba, como ya era de nochecita, el cielo estaba negro-negro y la Luna estaba allí, como una moneda del color de mi lechita. Yo repetía “Luna-Luna” y todos reían, pero como no dejaba de repetir y de buscarla con la mirada, dejaron de tomarme interés.

Le escuché a mi Papá que los hombres desde siempre la querían, porque estaba tan alto y lejana, que era una meta llegar a ella. Un día lo consiguieron y fueron muy felices.

Yo quiero también llegar a la Luna, bueno, para que me entiendan mejor, quiero cumplir grandes metas, aún no tengo idea cuales, a veces es aprenderme de memoria los 10 primeros números, otra es los colores de mi caja de lápices, cada día tengo una nueva meta, por eso quiero a la Luna, no porque ahorita quiera embarcarme en un cohete y viajar hacia ella. Soy un bebé todavía. Pero recordarla me hace esforzarme en cumplir mis metas, soñando al igual que esos hombres de la antigüedad con conquistarla, y como al final lo lograron yo también lograré mis pequeñas y después grandes metas, ¡Estoy seguro de eso!.

Creciendo con Mathias: Los Temblores

Pasó el otro día mientras yo dormía, pues como si la tierra se empezara a despertar de un largo sueño, pues todo se movía. Mi Papá llegó a mi lado porque empezaba a querer llorar, Mi Mami mientras tanto, prendía la luz para poder ver si todo estaba bien y todos juntos nos colocamos en la entrada del cuarto.

Cuando todo pasó nos acostamos de nuevo y yo, en mis sueños de bebé, tuve algo así como pesadilla donde todo se movía y no podía tomar mi leche porque el biberón saltaba de un lado a otro. Realmente no me gustó el sueño.

Días después otra vez se movió como gelatina la tierra y ya estaba algo de mal humor. Escuchaba atentamente a mis papás, a mis tíos y a todos para saber porqué es que no paraba de temblar la tierra. Pero pocos se preocupan de dar explicaciones a un pequeño como yo.

Me imaginaba que en el interior de la tierra una gran tortuga despertaba y empezaba a comer y por eso todo se movía. También pensé que algo había chocado contra… no sé… uno de esos lugares lejanos y que por eso se movió todo. Trataba simplemente de explicarme algo porque de verdad, y aquí que me guardan el secreto: Tuve miedo.

A veces tenemos miedo creo yo, por eso mi Papí me abrazó fuerte ese día o mi Mamí se preocupó porque tuviéramos luz. También después mi abuelito Isaac llamó para saber como estábamos mi abue Lili y otros familiares también. A pesar de mi miedo también aprendí que estas ocasiones son para unirse las personas.

Papá comentó hoy que en algunas partes del mundo, es decir más allá de donde termina la liniecita a lo lejos, había personas que pasaron por temblores más fuerteeeeesssss y ya ni tenían casa. Ummmmmm pienso que así como nosotros nos preocupamos por un temblor que tanto tanto no fue, podríamos preocuparnos por saber cómo estaban esas demás personas que sufrieron más que nosotros. Me contó que aquicito nomás, como dice él, en un lugar llamado Caylloma, las personas se quedaron sin casitas y muchos se fueron al cielo… Pero también me dijo que muchas personas las ayudaron y michos más se salvaron porque estaban prevenidos, no se adonde se vinieron pero creo que mi Papá quiso decir que desde mucho antes sabían que podía pasar eso y tuvieron muuuuuchoooo cuidado.

Ahora mis sueños ya no son feos, sino al contrario, me imagino a mi mismo yendo donde esas personas y decirles que todos vamos a ayudarlas, que no solamente nos preocupamos por ellas cuando pasan las desgracias, sino también después, cuando ya todo ha pasado.

A veces pienso que Diosito en el cielo no dejará que nos pase nada malo, pero, si llegara a moverse mucho más la tierra, espero que su amor les diga a las personas allá afuera de mi ciudad que nos ayuden, porque nada alegra más el corazón que saber que le importas a alguien aún cuando no te de algo o no te conozca. Los temblores tendrían que también poder hacer cambiar los corazones de un lado a otro, para que todos nos podamos conocer y querer aunque sea preguntándonos, están bien, no les pasó nada, me alegra que todo haya pasado… es más, creo que no se necesita de temblores para levantar esa cosa que trae a las personas para hablar cerquita y preguntarles como están, ¿Se animan?.

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Para un bravo siempre habrá otro más bravo

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Lo esperó a dos cuadras de su casa, justo en ese callejón estrecho y oscuro entre los dos edificios de departamentos. Con su metro con cuarenta centímetros no causaba miedo, quizá ternura, MÁS con esos lentes de medida. Era la clásica imagen del niño al que golpean en el recreo y le quitan el dinero para el almuerzo.

—Oye, Juan.

—¿Qué haces aquí chato?

—Ven te tengo que dar una cosa.

—Ya mañana te pido la plata, no es necesario que me des hoy, a menos que quieras ahorrarte algún golpe, jajajajaja.

Una fuerza extraña impelió al bravucón hacia el callejón, no acababa de reconocer qué pasó cuando sintió mucho dolor en la cabeza. Aquello que lo golpeaba no le daba respiro, en las costillas en el brazo con el que intentaba protegerse, en la pierna, en el pie.

—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor!

El apodado “chato” se detuvo.

—Mira sé que no eres más que pura boca, sabrás pelear algo, pero mírame, un pequeño como yo acaba de molerte a palos con un bat de beisbol y ni te imaginas que sé hacer con una navaja. El trato es el siguiente: me darás la mitad de lo que juntes en los recreos, y cuidado con engañarme que sé cuánto sacas. A cambio te avisaré con tiempo cuando quieran denunciarte con los profesores y también te ayudaré para que apruebes algunos cursos, que los dos sabemos estás casi por repetir este año.

—Está bien, está bien, pero deja que me vaya —dijo entre sollozos el niño herido, se paró e intentó correr, pero los golpes recibidos en la pierna fueron más, así que se fue rengueando.

El dueño del bat sonrió mientras veía alejarse al bravucón de su escuela.

—¡Oye chato!

El grito vino de arriba, de una de las ventanas, un niño, el más flaco y granoso de su año le estaba mostrando un smartphone en el que se reproducía la golpiza de hace pocos minutos antes.

—Creo que tenemos un trato, voy a querer protección y el 30% de lo que te de Juan.

La sonrisa se le borró al dueño del bat.

Retroceder… ¡Imposible!

 

childrenLa cosa va bien, has caminado sin encontrarte con nadie desde tu casa hasta la tienda y estás de regreso. Es un pueblo nuevo, no conoces a nadie. Los primeros días evadiste con maestría a varios posibles contrincantes y adversarios, chicos de tu edad que podrían atacarte solo por el hecho de ser tú de la sierra y ellos de la selva. Pero no ha sucedido… aún. El último tramo es una calle larga con el camino afirmado de tierra rojiza, propia de esa zona, con los árboles creciendo a los costados sin orden. Por un instante te pierdes en esa contemplación del paisaje sin mayores preocupaciones, cuando en eso lo ves: es un chico de casi tu altura que viene en dirección contraria. Pensamientos se suceden unos tras otro para descubrir la mejor manera de evadir lo inevitable. No hay calles laterales por donde doblar. Tu casa está aún lejos. No hay tiendas donde simular una compra. Ya se acerca y está justo de tu lado, viene directo, no hay escapatoria, si intentas cruzar al otro lado de la calle mostrarás cobardía y si no te pega ahora se lo dirá a sus amigos y ellos sabrán que tuviste miedo. No debes reducir tu paso, hacerlo igual demostraría temor. Debes aparentar normalidad. Mirarlo a los ojos tampoco ayuda porque estarías buscando bronca. Ya se acerca, tensa los brazos por si acaso, ya viene, unos paso más, mira para adelante, afirma el hombro ¡Eso es! El golpe es seco, ninguno se movió mucho. Los hombros se tocaron con rudeza pero nada más, sigue adelante, ni se te ocurra voltear, puedes respirar tranquilo, demostraste tu valía, no contará nada a sus amigo pero te tendrá respeto, sobreviviste un día más, infla el pecho, camina con aire de valiente, te lo mereces.

 

Creciendo con Mathias: El olor a la felicidad

el olor a la felicidad

Mi mami tiene el olor a la felicidad. Claro, dirán que yo, como un niño pequeño, no sé que es la verdadera felicidad, porque no he vivido ni he experimentado muchas cosas en mi cortita vida.

Pero, vamos a ver: ¿Qué es la felicidad?.

Unos me dirán que es comer. Claro, ustedes podrán comer muchas cosas que comprarán con sus redondos de metal y esos papeles que los vuelven locos cada fin de mes. Pero no hay nada como comer algo preparado con amor, durante la mañana, sentir los olores confundirse uno a uno en una preparación que llega calientita a la mesa, con una sonrisa que nadie la tiene, ni siquiera esos cocineros de la caja de colores que hacen nosequé plato a la nosecuán, carne alamisimisi y fua fua que no tiene el sabor que le pone mi mami a sus tallarines rojitos o a sus arroces con pedacitos de pollo.

Otros me dirán que la felicidad está en viajar por el mundo. Con mi mamí un paseo al parque es una aventura sin igual. Los árboles serán los mismos, el pasto también y hasta los mismos chicos grandes con sus aparatos de ruedas y sus cajitas de colores portátiles que los vuelven bobos. Los juegos que inventamos con mamá, nos llevan por galaxias, por valles sin descubrir, a ver grandes finales de fútbol y vivir la emoción de las carreras de carros. Cuando vamos a visitar a papá a su trabajo y hasta cuándo vamos donde los señores de blanco que tanto temo, aún allí, una salida con mamá es una aventura sin igual.

Muchos dicen a mi alrededor que la felicidad la traen los redonditos y los papeles de fin de mes, los carros y las cajas de colores modernas y grandes, los olores en botellitas caras o esos cuadrados de colores pequeños y ruidosos. De repente aún me falta crecer y comprender porqué esas cosas los hacen felices a varios de ustedes. Como dice mi tío José Alfredo, debo hacerme uno con los demás para comprenderlos, aunque no entienda bien que es eso, debe ser “tratar” de ponerme en sus zapatos y ver el mundo con sus ojos.

Pero, aún así, y aunque me digan que soy terquito y no comprendo el mundo de los adultos, no puedo dejar de creer que el tener este tiempo con mamí es el mejor que me llevaré de esta etapa de mi pequeña vida. Ese olor de sus abrazos será un bello tesoro que me sostendrá cuando me caiga, que me retornarán a una época feliz cuando me ponga triste y me darán valor para también darle esa felicidad cuando tenga una familia como la mía.

Así que, especialistas en felicidad de todo el universo, disculpen que los contradiga y que les repita que no hay mejor felicidad para mí que estar con mi mami ahora y en este momento. ¡Gracias Mami Patty por tanta alegría en mi pequeña vida!

La palabra que no existe

La mariachi en el cementerioLa cantante paseaba entre los pabellones del cementerio en pleno domingo, Día de las Madres, cuando divisó a un posible cliente.

—Señora ¿Quiere que le cante algo a su madrecita?, hoy por el Día de la Madre tengo rancheras de Juan Gabriel, o si quiere alguna de Roberto Carlos, canciones de José José, usted dígame cual le gustaba a su mamá en vida y se la canto, solo 5 soles tres canciones.

La mujer levantó la mirada y ya tenía la intención de decirle que no gracias a la mujer vestida de mariachi, cuando de algo se acordó.

—A ella le gustaba una canción, pero no me acuerdo, una de un tal Fernández…

—Ahhh de Vicente Fernández, de repente le gustaba “Estos Celos” —dijo la artista y empezó  cantar, pero fue interrumpida por la doliente.

—No, no es esa canción ni tampoco el cantante, creo que es de su hijo… sí, ahora recuerdo, Alejandro Fernández, ese es… la canción creo que era sobre la voz, no me acuerdo bien…

—¡Claro!, “Se me va la voz” es la canción señito, esa me la sé, tiene suerte porque solo yo la conozco aquí, los demás no saben de esas canciones nuevas. Oiga, pero qué moderna era su mamacita —trató de alegrar en algo a la deuda la cantante.

—No, no era mi madre.

Un nudo en la garganta se le formó a la mariachi. Un golpe de dolor le oprimió al pecho al comprender que estaba frente a una… trató de buscar en vano la palabra, aquella que no existe para nombrar a la madre que pierde a un hijo. Sin decir más, empezó a cantar.

 

¡Hasta luego amiga!

mano adios

Yo no sabía que se iba una gran amiga de mi familia. Me tomó por sorpresa la noticia. Deben saber que para un niño como yo de casi TRES años, pues hacer amistades es importante, no a cualquiera se le regala una gran sonrisa o un abrazo, no señor.

Para hacerme amigo de Regina, pasó un buen tiempo. Ella me conoció desde la pancita de mamá, es más, ella conoció a mi Papá mucho mucho tiempo atrás, algo así como cuatro años antes que yo naciera, para mí eso es un montón de días y semanas y meses que ya me cansé de imaginar cuanto es, jejejeje.

Para cuando yo nací ella estuvo allí. Preguntando y escuchando con el tiempo quería saber qué era ella, es decir, a mi alrededor había familia como tíos, abuelitos, primos y amigos, pero sentía que ella era algo especial.

Mi Papá y mi Mamá, algunas veces, me llevaban a visitarla y era divertido, porque ella tenía unos libros muy ordenaditos que me dejaba apilar en una torre grande, claro, luego mi Papá tenía que volverlos a poner a su lugar pero me daba el gusto y ella me sonreía todo el tiempo, así que supongo no se molestaba, aún cuando también dejaba el piso lleno de migajas de galleta.

Recuerdo también que en algunas ocasiones mis papás me llevaban a lugares donde mucha gente se reunía para escuchar a otros contar “experiencias”. Cuando hablaba mi amiga Regina me gustaba alcanzarla y que me cargara y que me diera el micrófono para poder hablar. No sé porque mi papá siempre llegaba para separarme y llevarme a pasear, cuando lo que yo quería es decirles a todos que escucharan a Regina porque lo que decía era importante y que prestaran atención y que no se distrajeran con cualquier cosa, eso quería decirles pero a veces mi Papi es pues inoportuno.

Y es que mi amiga cuando decía algo siempre eran cosas buenas, como eso de amar a todos por igual o de respetar las opiniones de los demás. Como yo crezco muy rápido, con el tiempo comprendía esas cosas, además yo trataba de ponerlas en práctica.

Pero, un día, me dijeron que mi amiga partía a una nueva aventura, en otra ciudad. Me puse algo triste porque me dijeron que ya no la vería por un tiempo más. Ella es una experta en el arte de amar y yo quería aprender más con su compañía. Pero también me contaron que vendría una amiga nueva, con quién compartir también esas sonrisas que me encantan me ofrezcan las personas.

Se deben sorprender que un niño pequeño como yo comprenda lo que es una despedida y no llore o haga berrinche, pero, como dice mi Papá, en esta vida no podemos andar aferrándonos a las personas como si fueran de nuestra propiedad, como un juguete, sino que debemos quererlas mucho el tiempo que están con nosotros. Por eso no me pongo triste sino que le digo a mi amiga Regina: ¡Hasta luego! Porque sé que nos volveremos a encontrar y seguir siendo tan buenos amigos como siempre.

Los huecos en el balcón

balcón Alca

El bebé tendría nueves meses y gateaba que daba gusto. La casa era de un solo cuarto grande en el primer piso, el cual fuera una tienda en tiempos idos y ahora alojaba a la familia de la nueva obstetra del pueblo. El segundo piso no servía para habitarse y solo se usaba como almacén de maíz, para secarlo extendido. Las gradas de piedra y adobe que conducían a ese recinto sin puerta eran la delicia del pequeño y se ubicaban en el patio interior. Su papá, su mamá y su hermano mayor de ocho años lo sabían y evitaban de mil maneras que sus manitas agarraran el primer escalón, ya que a velocidades de ternura subía las gradas y podría desbarrancarse en alguna oportunidad.

La vida es apacible en un pueblo donde la existencia se detiene en la modorra de la mañana y parte de la tarde. No ofrece mayores riesgos para los adultos, salvo las fiestas patronales y alguna que otra trifulca con los caballos tercos, los toros de lidia, el arado que no avanza, los amores de tarde en la plaza o alguna molestia estomacal que los llevara de urgencias a la posta. Mientras no pasara nada de eso todo era consumir lentamente los minutos al son del vuelo de los moscardones y su taladrar constante de cualquier objeto hecho con madera, en especial techos, vigas y parantes.

Esa lentitud de vida está bien para los grandes, pero para un bebé ansioso de explorar su mundo no es así. Pero ese día está durmiendo a la una de la tarde, luego de tomar leche, para alivio de la madre que tiene que ir al trabajo en el centro de salud  y que lo arropa y sella todo atisbo de luz solar entrante mediante periódicos, mantas y demás bloqueadores para crear la artificial obscuridad en el cuarto. Dentro de diez minutos llegará del colegio el otro hijo y cuidará al pequeño, por la tarde arribará en la combi el padre y ella llegará por la noche, así es la rutina diaria.

Un zumbido despierta al pequeño.

La puerta al patio interior (y a las escaleras) no estaba bien trancada.

A un costado de la casa está la comisaría y allí descansa el teniente Fernández. No hay mucho que hacer ese día así que reposa de la guardia de la noche. Una voz se cuela entre la pesadez del calor y llega a sus oídos somnolientos. Trata de no hacerle caso pero instintivamente se para y sale a la puerta principal.

Al llegar tarda un instante en acostumbrar los ojos a la brillantez del día y mira asombrado la escena que se le presenta.

Allí, a menos de un salto esta un pequeño de ocho años, el hijo de la nueva obstetra, con los brazos en alto dirigidos hacia el balcón de la casa.

—¡Manito no te sueltes manito! —es el ruego que hace.

El efectivo eleva la mirada un poco y ve al bebé colgando del balcón, sus manos están agarradas increíblemente soportando todo su peso.

El instinto lo hace moverse.

Los dedos del pequeño no aguantan más y cae en medio del grito de su hermano, el cual se siente empujado a un costado por una fuerza irresistible.

El teniente logra atrapar al bebé justo en la caída y lo abraza. El otro niño se levanta raudamente del suelo y estrecha con sus bracitos al policía.

Por la noche, al calor de un pisquito y gaseosa, un caldo de gallina y muchas risas, se cuenta una y otra vez la anécdota. El bebé duerme plácidamente en su camita, soñando nuevamente en remontar las escaleras y alcanzar por fin a ese animal misterioso que entra y sale de los huecos de las maderas del balcón.

Palomar

palomar

Fue una tarde en Lima, en la casa de mi tío Pepe. La construcción era un monstruo de cuatro pisos que se elevaba por encima de los caserones vecinos, con sólo el primer piso estucado y pintado de un verde provinciano; lo demás con el ladrillo rojo, desafiante. En el cuarto piso estaba el Palomar, en el tercero estaba la mini fábrica de repuestos de escobillones de fibra, el segundo habitaciones y en el primero la cocina, la sala comedor, el baño con la única ducha y el cuartito donde dormía como invitado.

Llegado a pasar un verano allí, no conocía las reglas del lugar y nadie me las explicó. A punta de curiosidad examinaba cada tarde los vericuetos del inmenso castillo, a medida que mis primos me lo permitían. La primera noche, recuerdo, mi prima Eli me llevó a comprar una delicia de veinte centavos: tripitas con tostado. Eran un potaje de tubitos crocantes mezclados con maíces dorados en una pizca de aceite. Los intestinos de los pollos eran la clave de ese manjar de niños de barrio, en una época en que las papas fritas aún no se masificaban.

Una tarde, en que todos dormían bajo el sopor pegajoso de la capital, me aventuré hasta el cuarto piso, sacrosanto lugar donde habitaba Nerón, el perro familiar, que a punta de confianzudas mañas, logré me aceptara sin pelar sus dientes de doberman.

Mientras subía, encontré en una de las ventanas laterales de las escaleras, a una paloma acurrucada… La primera impresión era que estaba perdida, pero recordé que arriba estaba el criadero de mis primos. No sabiendo que más hacer, la cogí con ambas manos y la lancé por la ventana. La pobre aleteó un poco y se me perdió de la vista en su intento de frenar su caída.

Abrumado por el miedo, bajé las escaleras y me escondí en el ruido tranquilizador del televisor de la sala. A la mañana siguiente, en el desayuno, mi primo Wilmar preguntó por la paloma herida, aquella que estaba en recuperación, ya que al parecer había escapado de su jaula.

No pude aguantar y, en medio de lágrimas de nueve años, conté lo ocurrido. Miradas de compasión me salvaron de una reñida y el vozarrón de mi tío diciéndome ¡Loquito sonso no te preocupes!, me devolvieron algo de paz.

Casi toda la familia salió en busca de la perdida alada. Se preguntó en casas vecinas, en canchones y hasta en manzanas anexas. Nada. A la tarde ya estaba echada la suerte sobre mi conciencia y la tristeza invadía el hogar. Al atardecer mi prima Eli salió conmigo a la vuelta a la manzana diaria. Saqué de mis bolsillos una de las monedas que me diera mi mamá “porsiacaso”, y le dije si quería comprar una porción de tripitas… me miró indeciblemente y suspirando me confesó que temía que en la porción que nos dieran estuvieran los restos de la enferma que lancé al vacío. El silencio nos acompañó durante el corto paseo de ese día.

(Relato contenido en el Libro Palomas de difusión gratuita)

Frazadazo

violacion

Cuando le dictaminaron nueve meses de prisión preventiva en el Penal de Socabaya, sintió que todo se le derrumbaba. Regresaría al lugar de donde salió el 2005. Por reincidente lo pondrían en el Pabellón D.

Durante todo el día sufrió un colapso estomacal que lo llevó a estar pegado a la letrina del baño comunitario. Un frío terror lo invadía.

No le dieron un catre, solo un colchón por el que pagó 20 soles y una frazada sucia y maloliente.

—Primero pagarás piso niña antes de tener tu catre —dijeron varios de los reclusos.

No tenía pinta de infante, al contrario, aparentaba los 43 años que cumplió hace poco. Su rostro cetrino con marcadas arrugas, presenta una nariz abultada, labios caídos, hasta lascivos se diría, barba y bigotes ralos casi inexistentes. Las manos son algo rugosas, propias de un taxista como él. Los ojos apagados por sus cejas pobladas.

La primera noche sufre de sobresaltos continuos, esperando que lleguen los demás para ultrajarlo.

Sabía que lo harían en algún momento. Porque él lo había hecho ya.

Claro, no había abusado de algún reo. No. Había cometido sus crímenes contra adolescentes desprevenidos, esos que en afán de paseo o de encontrar un lugar donde besarse y acariciarse, bajaban al sector de Chilina, en el río de la ciudad. Un lugar con “chacras”, árboles, full naturaleza que invitaba a paseos largos y románticos, a aventuras de campamento rápido. Era de tradición adolescente el paseo a ese sector, en grupos, llevando algún plato preparado y gaseosa, hasta un “trago” de repente. Los días especiales eran los feriados, los fines de semana. A esos grupos los esquivaba él y sus compinches. Eran demasiados.

En cambio las parejitas fueron su especialidad. Con paciencia gatuna, mientras tomaban un combinado de pisco y gaseosa, aguardaban entre los arbustos, “chequeando” el vallecito. Cuando detectaban a los infortunados, los seguían cual pumas, para sorprenderlos, golpearlos, robarles sus pertenencias, amarrarlos y luego abusar repetidas veces de las casi niñas en su mayoría. La mano encima de la boca, los insultos gruesos, las amenazas de muerte, todo lo que significaba sentirse poderoso, invencible, dueño de la vida y de la muerte de sus víctimas.

Pero ahora, tirado en la esquina del pabellón de alta peligrosidad, no se sentía poderoso. Orando trataba de menguar en algo el miedo que lo sacudía, intentando la compasión de cualquiera que oyera sus rezos apagados. Sus lágrimas que desbordaban eran seguidas de pequeños gemidos. La tormenta en su cabeza se alteraba e incrementaba con algún ruido, un rechinido de catre, o un ronquido fuerte. Así transcurrieron las horas.

Ya pasadas las tres de la madrugada, se tranquilizó algo. Pensó que adentrada la madrugada no le harían nada y no se atreverían a tocarlo de día. Suficiente tiempo para que su compadre le trajera el dinero para aplacar el castigo de bienvenida que en la cárcel aplican a los violadores como él, denominado “frazadazo”. Le pidieron mil soles para que lo protegieran, solo si lograba salir indemne de la primera noche. Pensando eso descansó los ojos, relajó el cuerpo, se acomodó en el colchón casi plano por su peso y trató de dormir.

No sintió en que momento lo voltearon boca abajo y le pusieron ese trapo asqueroso entre los dientes, solo sintió que la frazada que antes lo cobijaba ahora estaba apretándolo contra el colchón. El peso de varios cuerpos lo tenía sólidamente quieto. El terror lo invadió, quería que alguien hablara, que dijeran que solo era para meterle miedo para que pague más dinero, intentó suplicar pero el trapo estaba bien metido. Nadie hablaba, eran sistemáticos, como si ya lo tuvieran todo calculado.

Un dolor indescriptible lo asaltó de pronto y continuó durante muchos y largos minutos, creciendo a cada instante, llenado todo su ser.

A las cinco de la madrugada, cuando el sol ya clareaba, los guardias lo arrastraron a las duchas para que se lavara la sangre y otros líquidos que lo cubrían.

La espera

secreto

Pasaban las horas y no llegaba ella. Pasaron los días y nada. Pasaron los meses, los años, los quinquenios, los lustros, los siglos, los milenios. Comprendió que nunca llegaría. Había algo de lo que no estaba enterado en la vida de quien fuera su esposa. Dejó de mirar la reja de entrada y se internó en el Paraíso.

 

 

¡A mi hermanita no la tocas!

Foto: Miguel Mejía Castro

Foto: Miguel Mejía Castro

—¡Hola!
—Hola pequeño, bienvenido.
—Ummmh no estoy seguro, pero quisiera saber si mi hermanita está bien, no la veo por ninguna parte aquí arriba.
—No te preocupes, gracias a ti a tu hermanita no le pasó nada.
—Ahhh bueno… ummmhhh.
—¿Quieres saber que te pasó a ti?
—Sí, es que siento que no la volveré a ver a ella ni a mis papás, siento mucha tristeza, pero también no sé, como que estoy tranquilo, pero confundido igual.
—Y no es para menos, gracias a que golpeaste fuerte con ese ladrillo al que intentó violar a tu hermana este no consiguió lo que quería. El sujeto luego te golpeó mucho y no sobreviviste. Al verte caído el delincuente escapó, pero lo atraparon después y tú viniste aquí para estar feliz esperando hasta que lleguen los que te quieren.
—Bueno eso creo que es lo importante, que ella esté bien, por mis papás… bueno… no sé… supongo entenderán… yo no quise dejarlos… yo… yo…
—Ven, ven aquí pequeño, no te preocupes, llora todo lo que quieras, los héroes también tienen derecho a llorar.

La jirafas caminantes

pantuflas

Una tía me regalo unas babuchas que me gustan mucho. Tienen la cara de una jirafa, con sus adornos en la cabeza y sus ojos bonitos. Cuando me las pongo siento que camino sobre mi camita, así de blandas son.

Como a mi Papá le encanta hablar mucho, siempre le escucho comentar sobre qué son las jirafas, sobre sus cuellos laaaaarrrrgggooossss y sus patas igual de laaaarrrgggaaassss. A mí no me gustaría que mi cuerpo fuera así, me daría mucho trabajo estar agachando la cabeza o levantando los pies. Así como estoy me gusta ser.

Lo mismo me gustan mis babuchas porque son chiquitas como yo y hacen sonreír a todos cuando me las pongo.

Pero algo me quedó molestando, y es que siempre escucho a uno que otro de mis tíos, primos, papás o abuelos, que quisieran tener esto o aquello, parecerse a tal o cual, comprar eso otrito y eso de más allacito.

¿Porqué no quieren ser ellos mismos y ser felices con lo que tienen?. Yo estoy feliz siendo así, pequeño, aún un bebé, que ha comenzado a caminar y que se cae a veces porque no controlo del todo mis piernas. Soy feliz teniendo a mi papito y a mi mamita. Ahora nos hemos cambiado de casa y escucho que faltan varias cosas, pero para mí no hay mejor lugar que echarme entre mi Papá y Mamá en la cama haciéndoles reír.

Por eso me gustan mis babuchas, porque son ideales, no porque sean caras, ni siquiera sé cuánto de esos redondos que brillan tuvieron que dar por ellas, lo que me importa es que me las dieron con cariño. Así deberían estar contentos los demás por las cosas que tienen y si quieren algo más, pues a trabajar pero no quejarse.

Yo sé que no es fácil conseguir esas cositas redondas que brillan, si me lo preguntan, cada vez es más difícil encontrar alguna en el piso para chuparla. Ni les cuento cuanto tiene que hacer mi papá para conseguirlas, a veces hasta el fin de semana trabaja para eso.

Por eso yo como toda mi comida y me tomo toda mi leche, porque a mi Mamá le he escuchado que no hay que desperdiciar nada. Por eso cuido mis babuchas, no porque crea que no tendré otras, sino que son especiales. Con el tiempo sé que se desgastarán y yo creceré como tiene que ser, pero siempre me alegraré de haber tenido algo especial cuando era bebé, para que, cuando después esté triste porque no tenga uno de esos aparatos que se ponen en la oreja y no se sueltan, me acuerde que tuve dos jirafas compañeras que me alegraban el día a mí y a los demás.

Líbrame de mis cadenas

pajaro

Inmediatamente sintió como sus manos cambiaban. Sus dedos que antes rozaban sus lágrimas se iban llenando de plumones, pequeños cañones de los cuales salían hilos que se emparejaban ante un centro como de caña hueca. Su piel se erosionaba ante el ímpetu de la transformación y el crecimiento de esos cañones. Sus huesos se aligeraban, se sentía menos pesado pero más conciso. Sus ojos perdían pestañas y las cejas se volvían una nada. Su rostro se adelantaba teniendo una estructura más ósea en vez de nariz.

Segundos antes la muerte era su destino, lanzado contra el vacío del abismo de la calle por ese hombre que nunca le dijo “hijo”. Ahora, en un incomprensible estado, el tiempo detenido, su cuerpo que lentamente caía, cambiaba. Él cambiaba.

Finalmente, transformado en algo incomprensible pero cercano, lanzó un graznido que traspasó el infinito y se echó a aletear con un conocimiento innato, como si siempre hubiera sabido que su progenitor terminaría por echarlo por esa ventana algún día y que su pedido de ser libre sería cumplido.

Una sombra alada surca la ciudad en busca de aquello que nunca encontró entre los hombres y que espera hallar en la plenitud de la libertad de los cielos.

El miedo y el respeto

mathi2La playa es inmensa. Puedes recorrerla con tu papi de la mano durante muchos minutos y ver las olas como te intentan alcanzar y no se acaba. Este fin de semana que pasó, nos fuimos a la playa con mis papás y fue muy divertido. También fueron mis tíos Alfredo y Manuel. Mi abuelita Lili nos alcanzó ya allí. Con todos pasamos unos días muy bonitos y comimos muuuuucccchhhoooo.

Cuando llegamos no me acordaba del mar, pero cuando mi tío Manuel me llevó a que me mojara los piecitos, me gustó el friecito que sentí y más aún como el agua me llegaba a las rodillas. No sentía miedo, era algo mágico.

No sé cómo explicarlo, es que sentía como esa agua que llegaba ola tras ola, me traía la historia de muchos lugares.

Por la tarde le pregunté a mi Papá porqué el mar era tan grande y me contó que si pusiéramos todo el planeta en una cubo y lo partiéramos en cuatro partes, ¡tres de ellas representarían el agua de los océanos, los mares, los ríos, los lagos y lagunas!. Los mares y océanos son muy grandes y extensos, tanto que llegan de un continente a otro.

Por eso es que sentí que el mar me contaba muchas historias en su rumor constante. ¿Cuántas travesías y viajes habrán hecho muchas personas navegando por los mares?. Cuanto más me imagino, más siento que me gusta el mar.

Uno de los días que estuvimos en la playa, me aventuré a ir solito hasta la orilla y una de la olas que venía me hizo tropezar y el agua me empezó a jalar. Estaba algo asustado y ya quería llorar y gritar cuando sentí que mi Papá me sostuvo, tranquilizándome. Pasado el susto me dijo que tuviera mucho cuidado, así como el mar era hermoso, también era fuerte y sus olas podían fácilmente arrastrarme hasta el fondo mismo del océano y por más que quisiera, de repente no podría salir.

Por la noche me puse a pensar en lo extraño que es este mundo, ¿cómo algo tan hermoso con el mar también podía ser peligroso?

Al día siguiente mi abuelita Lili me llevó nuevamente a que me bañara al mar, pero ella no se aventuró a ir más allá de las olas que nos llegaban a la rodilla. Me contó que a mi Papá una ola a los dos meses de nacido lo arrastró un buen trecho y por eso le tenía mucho respeto al mar. Luego vino mi Papá y mi Mamá y juntos nos internamos algo más adentro.

Ahora comprendo que una cosa es “miedo” y otra “respeto”. Miedo es cuando algo realmente nos aterroriza porque nos puede dañar y respeto es tenerle cuidado y consideración, como mi Papá le tiene al mar, de otra manera, si aún le tuviera miedo, al ver que me arrastraba esa ola hubiera reaccionado de otra manera, gritándome y asustándome, pero por el contrario, con cuidado me alcanzó y sin asustarme me levantó y cuidó hasta llegar a la orilla.

Yo también ahora le tengo respeto al mar, no porque pueda ahogarme en sus aguas, sino porque es muy fuerte y poderoso, bello y tiene mucho que contarme, por eso cuando vuelva a la playa y al mar, lo haré con cuidado. Lo que me gustaría es poder nadar, como lo hace mi tío Manuel que se mete hasta las olas más grandes, pero aún soy un niño pequeño. ¡Poco a poco lograré mis sueños, con mucho respeto y sin miedo!

Esa alegría…

TunasPreocupado de que su padre vaya cada domingo por la mañana hasta un lejano tunal, el hijo mayor le dijo:

—Papá, mira, en la semana vamos a comprar las cosas en el mercado de la ciudad, te vamos a traer tunas ya sin quepos y hasta peladas ya venden. No quiero que te pase algo por andariego.

—Muy agradecido hijo, pero te digo que hay cosas que no puede comprar el dinero, como el “tac” cuando logro arrancar una tuna gorda con mi kallana, o el “ras ras” del ramo de alfalfa que uso para sacarle los quepos, o la mirada de gusto que ponen tus hijos, la Micaelita y el Humbertito, cuando les abro una colorada bien jugosa. Por favor ¡Déjame seguir haciéndolo!, no tengo ya muchas cosas que hacer a mis años y si me quitas eso me sentiré más inútil.

Las tunas de esa mata lejana fueron el postre de los domingos en esa casa por varios años más.

 

Si te caes una vez…

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No puedo decir que estos días estoy contento, porque pasó algo que me hizo doler muchisisísimo. Me caí. No se rían, claro, para ustedes que son grandotototes pues, caerse no es tanto, pero para mí que soy un bebé, pues fue algo muy, pero muy peligroso.

Ummmmhhh, al menos así lo dice mi abuelita Liliana, que vino desde allá lejos, donde trabaja, sólo para ver que no me hubiera pasado nada. También mi abuelito Issac se vino esa misma noche para acompañarme, y mi tía Susana también llegó y todos se preocuparon por lo que me pasó. Pensándolo bien, se siente rebien que a uno lo quieran tanto.

Pero les voy a contar qué sucedió: pues estaba yo como siempre en la cama de mis papás concentrado en mi juguete favorito que es un peluche de un ratón. Lo estaba apretando como debe ser, para probar su resistencia a mi cariño, cuando me emocioné bastante y empecé a rodarme de un lado para el otro. Es allí que descubrí esa sensación de vértigo que da cuando mueves tu cabeza a la izquierda y a la derecha y lo acompañas con los brazos, las caderas y las piernas. Mi Mami estaba preparando el almuerzo en el otro ambiente, pues nuestro departamento es de dos habitaciones.

Papi siempre dice que en algún momento vamos a tener algo propio, aunque eso de “propio” no lo entiendo, ¿Será que vamos a tener una mascota que le vamos a llamar Propio?, pues que feo nombre, yo lo llamaría Guatamugudada o algo así, en fin ¿En qué estábamos?, ahhhh, en que me caí.

Y pues como les contaba, me movía de un lado para el otro y de pronto ya no sentí más la colchita de la cama y sí algo duro que se pegaba contra mis pompis y luego una cosa media blanda que dio contra mi cabeza y vi que la cama estaba arriba mío, no sabía cómo había pasado todo eso, hasta que me empecé a asustar del cambio tan brusco y empecé a llamar a mi Mami con lloros fuertes para que escuche. Ella vino rápido a mi ladito y me levantaba y tenía sus ojitos llenos de lágrimas y eso hizo que me asustara más y me puse a llorar más fuerte aún.

Poco después llegó Papito y me cargó y me llevó a un lugar con bastantes luces y personas de blanco que iban de un lado a otro. Me hicieron no-se-qué de pruebas, pero “yo aún no voy a la escuela” pensaba, para que al final dijeran que no tenía nada, ¿Cómo que nada?, ¿Y eso levantado en mi cabecita que llaman chichón que es?, ¿Algo que comí?.

Pero al final, luego de todas las caricias y atenciones que recibí, la mejor de todas fue la que mi Papá me dijo al momento de arroparme para dormir. Y es que me compartió algo que el bisabuelito Santiago le dijo alguna vez cuando también era chiquito: “Si te caes una vez, te levantarás dos veces”. Eso hice al otro día, me levanté y seguí adelante, aunque no tanto, sino despacito, propio para mi edad porque sino… ya saben.

La promesa

Atardecer en Arequipa

—Abue ¿Porqué el sol se oculta?

—Para recordarnos hijito que todo tiene un final y que debemos vivir intensamente cada momento, pero también nos recuerda que, a pesar que va oscureciendo, existe la promesa de que habrá siempre un nuevo día para intentar salir adelante.

—Abue… sabes muchas cosas ¿Porqué?

—He vivido muchos atardeceres hijito, debe ser por eso, ahora corre a jugar mientras hay luz.

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El lugar donde reposas

cementerioNunca te encontramos, eso ya lo sabes, pululas entre la marea del recuerdo que evita lanzarme hacia el vacío creado por tu ausencia. En una combi, en un auto, en una calle, allí está tu olor a niña buena, ese aroma con que iniciabas todo en casa, con las manos en esa sartén de niña vieja, tratando de emular a la madre tuya, a la cual aún amo en medio de la separación desesperante porque no pude encontrarte y que sé camina en la ciudad buscándote por su lado, atada a su locura como el último refugio ante la soledad. Cada día es un hallarme a mí mismo sin ti, con la botella a un costado, diligentemente con una cuarta de trago dejado en la generosidad de mi borrachera diaria. El humo del cigarro me despierta lo suficiente para ir al encuentro de esa cruz de metal que colocamos en una de las paredes del cementerio de la ciudad, a costas de mis exiguos ahorros, para que tuviera un lugar donde refugiar mi impotencia, palear en algo la culpa. Las flores siempre frescas junto aquellas de plástico que la caridad conmueve a mi andar cansado pidiendo la limosna de una muerte rápida que nunca llega, porque en el fondo, aún en ese resquicio de lógica impenetrable, de esperanza infranqueable a mis intentos de ser arrollado por los autos, descansa esa minúscula partícula de fe, por encontrarte en alguna esquina, atrapada en el sueño de mi último recuerdo, con tu vestido de domingo, con tus alitas de ángel, con las flores en tus manos, la conjunción del nombre que te puse en mi alegría de padre primerizo, así te espero, con mi esperanza a cuestas y el infinito dolor de nunca haberme despedido.

 

La vela prendida

vela-rojaMi madre tenía siempre una vela prendida encima de una mesita al lado mismo de la puerta de entrada de la casa. Era una de esas llamadas “misioneras” y que duran semanas con su tenue luz perseverante.

¿Cuántas veces nos burlamos de esa costumbre? ¿Cuántas veces nos avergonzó esa llama cuando nos visitaban amigos, enamorados/as, esposas/os, compañeros de estudio, de trabajo y largo etc.?, a los cuales se les daba la respuesta estándar: Cosas de la religión de mamá.

Con el tiempo y la monotonía de la vida nos olvidamos de la razón de esa luz mortecina.

Llegó, con los años, la hora temida por mis 8 hermanos y mía también. La menor de mis hermanas, ya treintañera, preguntó a mi madre en su lecho de muerte sobre qué haríamos con la vela. Quisimos reírnos algunos, pero de pronto recordamos la razón y callamos bajando la vista. Mi madre, con mucha energía respondió: —¡Esa vela no se apagará hasta que su padre vuelva, cruce esa puerta y se perdonen todos.

En el silencio que siguió, todos, algunos más claro otros no, recordamos que mi padre era capitán del Ejército y que en la época del terrorismo estuvo destacado en la zona de la Selva, en un pueblo cafetalero. Mientras muchos murieron o volvieron cuando terminó la guerra, él prefirió darse de baja de la vida militar y quedarse allá a formar una nueva familia.

Luego que mamá muriera la vela, por supuesto, se mantuvo prendida, hasta hoy. En la mañana cruzó por fin la puerta nuestro padre y estamos aquí, en la sala de la casa, están todos mis hermanos y hermanas, varios nietos y dos bisnietos, juntos para escuchar, entender, contar, compartir y, principalmente, para recordar a mi madre y su esperanza a prueba de distancias y tiempos…

 

Buscándote

angry couple sitting on sofaEs la rutina de todos los días: levantarte, despertarla, besar sus ojos llenos de legañas por las lágrimas de toda la noche, preparar el desayuno, soportar con paciencia sus cambios de humor, sus encierros en el baño por más de media hora, el no resentirse cuando la vas a tocar y te saca las manos, el desayunar callados hasta que no aguantas y prendes la tele, el salir a trabajar sin ánimos y llamarla cada cierto tiempo para saber como está y recibir la misma respuesta dolorosa “¿Y cómo quieres que esté?”. Finalizas tu día en el trabajo y siempre sales algo temprano con alguna excusa pero para ella siempre sales muy tarde, o eso le haces creer. Esas dos horas de tiempo ganado te sirven para buscar a esa persona, ansiando encontrarla, anhelando ver su rostro, imaginado lo primero que harás al hallarla, porque sabes que siempre cargas la 38 cañón corto cargada, lista para saludar como se debe al que violó a tu esposa.

La Respuesta

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Fue directo a ella, sin miedo, cruzando todo el parque, con los metaleros a un costado, los skeaters al otro, los reguetoneros a una esquina, con los abuelos criticadores, las tías del rosario, la doña de los caramelos y el tipo que hace caricaturas, el pastor evangélico, los niños en su bicicletas, los que grababan en ese momento un videoclip de música andina y las chicas fresas. No miró a nadie, solo a ella, la bella niña de su vida.

—¿Y, cuál es tu respuesta?—, le dijo aún antes de pararse delante de ella.

—Mmmmmmm pues… creo… que sí.

Los dos se fundieron en un abrazo y un beso inmenso, mientras sonaban silbidos y aplausos a su alrededor. Por una vez, todos los especímenes de ese parque se sintieron unidos por una fuerza más grande que sus diferencias.

Vamos con el soundtrack del micro:

Cuento de Navidad: El padre del Salvador

La casa no había cambiado en los últimos años, seguía con las mismas marcas del esfuerzo de sus habitantes por hacerla un hogar. El anciano estaba tosiendo desde hace un buen rato. Cuando se tranquilizó algo miró a esposa y luego a su hijo.

—¿Has terminado los estantes para Tobías, sabes que viene a recogerlos mañana.

—Sí Padre, no te preocupes los terminé esta mañana.

—Bien, bien, siempre has sido un buen muchacho Jesús, solo esa vez que te perdiste en Jerusalén y que nos hiciste preocupar tanto.

—¡Ay José, siempre te acuerdas de eso!—, dijo la hasta entonces la callada mujer.

—No es que reclame, solo me acuerdo María, solo eso.

—Padre, ¿De algo más te acuerdas?—, preguntó el alto joven.

—Nada creo, solo de una promesa hecha para ti, pero eso ya lo sabes, yo no puedo enseñarte a soportar lo que vendrá, pero sé que será algo muy fuerte pero lo harás.

—¿Más fuerte que correr el riesgo que los demás te apedreen por no cumplir tus votos de novio, viajar hasta desgastarte los pies hasta Belén y casi con las mismas escapar a Egipto a una tierra que no conoces, volver a tu casa y ser marginado por un pecado que nunca cometiste y que cargas como tuyo?, más que eso Padre no creo que se pueda pasar.

—Hablas porque eres joven, pero sí, pasamos eso con tu Madre y lo volvería a pasar hijo porque lo que tú harás no es ni la mínima parte de eso, no sé cómo explicarte, siempre fui un carpintero y no tengo conocimientos de los planes de Él, pero sé que todo tendrá una razón. Ahora tápame porque tengo frío.

Plácidamente el anciano se durmió para siempre. Mientras la Madre lloraba en silencio abrazada por el hijo, este sostenía la mano derecha del Padre fallecido. El joven intentaba grabarse en la mente la cantidad de arrugas, callos, cortaduras y heridas que tenía esa mano, sentía que le ayudaría en algún momento en que tuviera que pasar por algún sufrimiento y recordar ese silencioso sacrificio de su Padre terreno a lo largo de sus años juntos, podrían darle una extra de fuerza para afrontar lo que sabía vendría más adelante, cumplir esa promesa que le hiciera un ángel a José, el carpintero de Nazareth: una promesa de salvación.

JOSÉ-Y-JESUS-CARPINTEROS

La cocina a Kerosén

cocina de kerosen

Te acuerdas de aquella cocina a kerosén que compró mi madre y que se trajo de la ceja de selva y que terminamos destrozando porque ni la limpiábamos y cocinábamos hasta reventar ese arroz partido que costaba menos y que comíamos y acompañábamos con esos estofados de carne que te quedaban deliciosos y hasta ahora no sé como los hacías pero que rico quedaban por la tarde cuando me lo guardabas con un plato de hojalata floreada tapado con otro verde y todo con los manteles hechos de los restos de los sacos de harina que vendías en la tienda esa a la que me obligaste a incorporarme como trabajador emérito sin goce de dulces cuando tuviste que venirte de tu tierra espantada por los terrucos que entraron en esa madrugada maldita en la que mataron  a varios incluyendo a esa tía cuyo nombre olvido que, creyendo que los que tocaban eran borrachos, les tiró los orines de la bacinica encima a los compañeros y estos la quemaron a ella y a la pequeña sordomuda que la acompañaba y lo sabemos porque sus cuerpos quemados fueron relatados por uno y otro que llegaba de tarde en tarde a conversar contigo a esa tienda que tuvimos que pertrechar con el tiempo con rejas y más rejas porque los choros no te dejaban en paz y se llevaban de tanto en tanto la plata y alguna caja de leche, esa misma de marca gloriosa que tantas veces me sacaste en cara que compraste para mí y que de esa manera tratabas de atarme a tu lado intentando siempre que me olvidara de mi mismo para dedicarme en cuerpo y alma a traer los domingo el agua bendita para la semana y los sábados el mercado al cual iba con apenas 20 monedas blancas para comprar un kilo de papas, tomates, zanahorias, verduras de yapa y carne, frutas de vez en cuando y pescado las menos, no porque nos faltaran ganas de comer sino porque tratábamos de no parecer repetitivos en las comidas diarias de estofado, tallarían, ají de calabaza, pastel de tallarín y huevo frito de festejo cuando los domingos nos quedaban anchos en la pereza de no hacer nada y que te consumía en cólera por no verme enterrado en lodo en la huerta que tratabas de sacar adelante en esa tierra de piedras malditas que no permitían que creciera más que el sudor mío y el tuyo, arrancando de tanto en tanto verdes lechugas, cebollas coloradas y alfalfa para esos cuyes que criábamos con al esperanza de comerlos de tanto en tanto pero que más se sacrificaban cuando llegaban alguno de tus dos hijos varones, uno de los cuales se te murió y tu mirada cambió porque lo recuerdo como si fuera ayer cuando regresaste de la gran capital con el traje negro y la poca alegría en el alma muerta que no recuperaste hasta que nació mi hijo solo para que pudieras verlo y jugar con él diciendo que era tu lombito y acariciarlo como me acariciaste ese día que tengo que recordar hasta que me pudran los gusanos que te peleaste por mi contra la muerte puño a puño, segundo a segundo en que me llevaste a tratar de que respire y ocultaste para siempre ese cuaderno donde se supone escribí mis últimas palabras las cuales tú si me diste en esa noche tan rara en el hospital al que te llevamos para que trataras de vivir de prestado un momento más con nosotros y en el cual te dije que te amaba y lo dije con sinceridad y me asentiste con la cabeza como diciendo que lo sabías pero que no ibas a pedirme perdón porque hasta el último no sabías el daño que me hiciste y a Dios gracias tampoco te acordabas del que yo te devolví porque éramos siempre así dos olas que chocaban con la brutalidad de las palabras arrancando del pecho los más terribles insultos para luego en la paz de los necesitados buscarnos a la hora de la comida para pactar una tregua en ese alimento bendito que salía de tus manos y de esa cocina a kerosén.

El pálpito

humo

Se quedó mirando las papas. Hasta que la vendedora la sacó de sus pensamientos.

—¿Va a llevar algo casera? O está contando los ojos de las papas.

La broma le hizo retomar la vida. Compró dos kilos, un pimiento grande, hierbas para el caldo y una bolsita de trigo reventado.

Pero no tardó en volverse a perder en sus pensamientos. Algo se le había pasado. Algo había olvidado.

Trató de recordar todo lo que hizo esa mañana: se levantó para preparar el desayuno para sus hijos. El menor se fue corriendo al colegio casi atragantándose con el pan con mantequilla, el del medio a la universidad y el primero: Tobías, seguía en la cama. De seguro en la noche había tenido fiesta, como casi todos los días en los últimos años.

No lo culpaba, era difícil no entender que cayera en desgracia si de la universidad lo botaron luego que su Papá se fuera y no lograran pagar las pensiones, la novia lo dejó, no consiguió trabajo y estaba de cachuelo en cachuelo.

Mentira. Ella sabía que lo estaba disculpando para no enfrentar la cruda realidad de tener a un drogón en casa. Lo sabía y esa mañana recordaba clarito como al entrar a su cuarto vio los papelitos de periódico dispersos por todo lado, las colillas de cigarro con los palitos partidos de fósforo adentro, el olor nauseabundo, el encendedor de plástico barato claramente ya vacío de gas y las pepitas de mariguana por todo el piso.

Pero eso no le había despertado la alerta.

Hasta que en el puesto de abarrotes, al comprar los condimentos secos y el arroz recordó. La manguera del gas tenía una fuga desde hace dos días y no había conseguido el tiempo para llamar al Panito, el gasfitero del barrio para que se lo arregle, como medida bajaba la llave y tapaba con un trapo húmedo la fuga hasta poder llamar al técnico.

Eso era, suspiró aliviada. Pero, a la mitad de la exhalación recordó que esa mañana no había bajado la llave ni menos colocado el trapo, por las apuranzas de salir de casa. El terror empezaba a impulsarla a correr hacia su casa, ubicada a dos cuadras del mercadillo. Y es que Tobías tenía la costumbre pastrula de fumar un porro por la mañana, casi obligatoriamente.

En medio de su carrera empezó a rogar a todos los santitos para que no se le ocurriera a su vástago encender nada y menos en la cocina, cuando al voltear la esquina la explosión la hizo caer de espaldas. Estuvo ida y muda hasta que volvió su hijo del medio, alertado por los amigos del vecindario. Recién allí se rompió el dique de lágrimas que nunca pararían.

El Corazón nunca se cansa

Mathias y su abuelita Lili

Mi abuelita Liliana tiene una buena costumbre: me carga apenas me ve y me llena de besos. No hay mejor cura para un llanto que un abrazo, un upa-upa y una canción de la abuelita.

Un día, mi Papi y Mami, tenían un compromiso, de esos que los grandes no pueden dejar de cumplir. Yo no entiendo porque, si con un no-no, basta, pero ellos son así, se complican mucho a veces. Y esta vez fue un ir y venir de un lado para el otro, pensando con quién dejarme. Abuelito Issac trabajaba de noche en esos días y mis tíos Aldo y Raquel también estaban ocupados.

Felizmente una llamada de abuelita Liliana les alegró la cara a mis papis, y es que ella llegaba a la ciudad ese fin de semana y podía quedarse conmigo a cuidarme, mientras ellos salían a cumplir con su misión en la sociedad, jijijiji.

A mí en las noches me gusta cumplir una costumbre desde hace muuuuuuucho, pero muuuuucho tiempo, hará cosa de un mes que la estoy practicando, y es ayudar a mis papás a moverse y así bajar de peso, por eso hago que uno me pasee por un rato y luego hago que el otro me pasee otro rato, hasta que a todos nos agarra el sueñito y nos acostamos. Claro que para indicarles que me tienen que cambiar de brazos lloro, aún no me da lo del lenguaje, pero en fin.

Yo creí que mi abuelita era una experta en bebés, porque tuvo tres, incluido mi papito. Pero, al parecer, se le olvidó todo, porque no atinaba a cargarme de la manera como lo hace mamá, pero aún así, mis papis se fueron y me dejaron a su cuidado. Pobrecita, trató de darme lechita, de cambiarme el pañal, de pasearme en mi carrito, de cantarme, de sacarme el chanchito, pero no daba con la secuencia correcta, además de faltarle dos brazos más de recambio.

En un momento se puso triste porque yo no dejaba de intentar decirle, con lloros explicativos, que no era eso lo que quería, así que dejé de gimotear, porque no era el caso de ser terco. Así que dejé que ella hiciera el intento una vez más y pensé que una noche sin ejercicios no le iba a hacer mal a nadie ¿No?.

Fue bonito dormirme en brazos de mi abuelita y sentir su corazón latir de cariño hacia mi.

Al otro día, alcancé a escuchar cuando llegaron mis papás, cómo mi abuelita les relataba la noche pasada:

-Mathias se ha portado como un ángel, se durmió plácidamente con mis arrullos-. Mis papás pusieron un poco en duda sus palabras, pero mi abuelita les aseguró que había pasado una noche tranquila y yo no molesté para nada.

Umhmmmmm, creo que a mi abuelita Liliana se le olvidó que me hice pufi dos veces en la noche y me tuvo que preparar otras dos el biberón, pero bueno, la verdad es que yo dormí bien también junto a ella y me alegra que ella pudiera descansar. No hay duda que el corazón de los que nos quieren no se cansa de nosotros.

Consecuencias

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Cada día es un pesar. Andar vagando entre la bruma de tu recuerdo me hace menos humano que antes y más liviano. Intento a cada instante atrapar las miradas de tus días, pero no puedo. Sé que piensas que soy un fantasma, un espíritu que ronda la propiedad de tu cuerpo, si supieras que solo soy el triste hombre que te ama hasta la locura y solo tiene al alcance de mis atadas manos tus  fotos, que los carceleros dejaron pegadas a la pared para que recuerde. Nada justificará mis actos. Nada justificará lo que pasó. Y sí. Al final soy el fantasma de aquel que te atropelló estando ebrio, sin darse cuenta hasta el otro día que eras la mujer destinada para mí y a la cual hubiera conocido, saludado, enamorado, de haber estado sobrio.