A su padre Dadnel le gustaba comer chicharrones de alpaca. Era un gusto adquirido desde su tiempo de comerciante en el mercado Las Mercedes de Juliaca. Algunos agarran la costumbre al emoliente, otros a los huevos con ocopa, la quinua batida, pero su papá, siempre que podía y, para enojo de su madre, se compraba un plato de chicharrón y ya no quería comer en casa hasta pasada la digestión.
Ahora, no comería nunca más el potaje hecho con la carne de camélido sudamericano “Vicugna pacos”, rica en Omega 6 y Omega 3.
En esos momentos, a Hortensia, le pesaba saber tantas cosas con respecto a la nutrición. Su negocio de venta de productos naturales en el mercado de San Camilo, la hizo ducha en varios alimentos como complemento de los extractos de maca, la harina de cúrcuma, los frascos de polen, el mate de hojas de achiote, para potenciar la salud, para recomendar en las dolencias. Pero ¿Qué puedes recomendar para evitar la Covid-19?
LA COVID, todo es culpa de ese bicho, pequeñito.
Su mamá, cuando era adolescente, le notó ciertas tendencias a la malcriadez, a la tristeza, a hacer cosas sin explicar demasiado, pero con excusas bien elaboradas. Algo andaba mal. La llevaron a uno y otro médico, luego a un psicólogo, que les recomendó internarla en un centro. Su papá se opuso, pero su mamá, que en paz descanse, estaba empecinada. Algo andaba mal en ella y tenía que ayudarla.
A veces, en las noches, se iba sollozando a la cama de sus padres, para darse calor, aún con dieciséis años, quería amor, cariño en cantidades tipo fiestas candelarias, con muchos te quieros y abrazos “juertes”. Su papito le decía: “Hijita, si pudiera meterme en tu cabecita y agarrar a ese bichito que no te deja en paz, del cuello le obligo a irse”. Pero no se iba. Hubiera querido hacer lo mismo con el bicho que tumbó a su padre, pero no pudo.
Le recomendaron un psiquiatra en Arequipa y allí se fueron. Dejaron el mercado, la casita, los primos. Era en verano, volverían se dijeron. Un hermano de su madre los tuvo un tiempo. La doctora Luza la ayudó mucho, no le dio pastillas, aunque quería hacerlo, le confesó, pero sentía que lo de ella era otra cosa. Pero nada, en la búsqueda de razones, no hubo tocamientos indebidos, ni malas experiencias con amores, es más, nunca tuvo enamoradito. Mientras, en casa, mamá se ponía media mal, mientras, papá se ponía a trabajar. El Altiplano, mercado recién inaugurado luego de demoler las antiguas caballerizas y perrera de los Policías. Un puestito consiguió agenciarse Dadnel y se quedaron. La casa allá en la tierra se vendió. Consiguieron un cuartito, luego un terreno por Israel.
Mamá Lucrecia no mejoraba. Lograron detectarle el cáncer a tiempo para darle unos 10 años más de vida. Nada más. Mientras, Hortensia, seguía tratando de descubrir qué la llevaba a sentirse tan sola, teniendo dos padres que la amaban con locura. Para tratar de sacarse la duda, estudió Psicología en la UNSA, pero no terminó, se le atravesó Quintanilla, profesor de academia que la conquistó explicándole sobre sinapsis y desbalances químicos. Eso podría ser. Y como preguntando, en la zona de hierbas del mercado donde trabajaba papá, le recomendaron la cúrcuma y la hierba de San Juan.
Pasaron los años y estaba mejor, mamá falleció, con Quintanilla tuvieron dos pequeños, puso su puesto de productos naturales, le llevaba de tanto en tanto su rico chicharrón a su papá. En eso llegó la pandemia. Y ahora estaba allí, caminando hacia el Hospital Honorio Delgado. En la mañana le dieron la noticia. ¿Cómo es la vida no?, justo ese lunes el bendito Gobierno liberó los negocios y podía ir a abrir su puesto y pasa. Misterios que nunca sabrá responderse.
Papá Dadnel se contagió porque salía a la tienda insistentemente a comprar pan. La dueña cayó enferma y cerró la tienda, una semana después le empezó la tos fuerte. No quería ir al hospital, así que trajeron a una enfermera. Ella trataba de hacer mates de kión con limón, algo de manzanilla, algo de gotas de eucalipto y miel en dos dedos de agua caliente. Pero la tos persistía y el oxígeno empezó a faltarle. “Dame dióxido”, le pidió una noche en que estaba en 87 de oxigenación. Quintanilla dijo que iba a comprar. Le dieron la fórmula. Pero no mejoró. Se lo llevaron casi inconsciente al hospital.
¿Cuál es la verdad final?, se preguntaba mientras caminaba apurada, no quiso tomar carro, mucha vuelta, el mercado no estaba tan lejos del hospital, bajas derecho, luego volteas y ya estas cerca de la UNSA. Un poco de vergüenza por no terminar la carrera y estaba en el hospital. La llaman del carro que contrató. “Ya estoy llegando”, contesta. La verdad es que no sabría decir cuál es la razón final. A ella años que no le vienen los ataques de ansiedad, anda más ocupada en sus hijos, su esposo y lo de su papá ahora. Su mamá pudo irse antes, pero alcanzó al bautizo del menor. Ni en el entierro le volvió la oscuridad. Su papá siempre fue fuerte, pero le agarró duro el bicho, pero a ellos no. Misterios.
Mientras espera que le entreguen a su padre, trata de no ahogarse en su propia negrura que intenta invadirla, someterla, recordarle sus fracasos. Se impone una idea, aún hay camino que recorrer, sus hijos necesitan de ella, su esposo malo que bueno anda bien nomás el desventurado, pero, ahora, quién más la necesitará es su padre. La negrura se disipa.
—De una buena te has salvado —le dice mientras suben al taxi.
—Habrá querido Dios no llevarme aún.
—El Doctor ya me dijo que no vas a poder comer grasa nunca más, así nada de gustitos, tampoco podrás ir a comprar pan, estás prohibido, ya sabes.
—¿Aunque sea un pedacito?, yo te quiero mucho.
Abraza fuerte a su padre, quisiera besarlo, pero aún deben cuidarse. Por lo menos la carne de alpaca se puede comer en estofado, no será lo mismo, pero habrá que acostumbrar a papá, piensa, mientras ve los cajones salir de la morgue al costado del Hospital y no puede evitar sentirse culpable, pero no sabe de qué y no quiere saberlo.
Abel era adicto a escuchar las historias de su papá como presidente del Club Juventus. Varias camisetas blancas y negras se encontraban colgadas en el ropero y como regalo de ocho años, le dio una pelota original Mikasa FT-5. La miraba extasiado, contaba sus triángulos negros y blancos. Era de segunda, a ojos vista estaba dicho, pero le encantaba creer que fue usada en algún campeonato, como los que le hacía ver su papá los fines de semana que pasaba con ellos, en el Sony Triniton a colores que compró para el mundial del 82.
Lo que nunca hacía era enseñarle a jugar. Tampoco se atrevía a hacerlo. Suponía que, como su padre era futbolista, él también lo sería. Miraba las fotos de las diferentes alineaciones en las que participó en los diferentes campeonatos. Sabía que había ganado la serie A el 86 y que su papá por eso siempre viajaba mucho. En realidad, estaba fuera de casa tres semanas y llegaba una.
Al niño no le importaba tantos los gritos que como dos dragones se proferían sus padres, le importaban los momentos en que podía sacarle más historias. A veces se atrevía a hacerlo, pero el miedo a decir algo impropio siempre lo acobardaba. Su madre, por otro lado, quería que fuera un bailarín, antes que jugador, le decía que no le creyera tanto a su padre, que mejor se dedicara a estudiar y a bailar. En una presentación en el jardín lo escogieron para bailar un negroide y su madre quedó encantada. Quería que siga participando en danzas.
Lo que sí consiguió, fue que lo dejaran ir un rato a la calle cada tarde. Así se hizo amigo del Pedro, un año mayor que él, que tenía labio leporino pero lo iban a operar pronto. Había otros niños menores en un año, pero algo más avezados. Un sábado le pidió a su papá para sacar la pelota, con temor. Como de milagro le permitió sacar el tesoro preciado y que se demorara, que tenía bastante permiso.
—Oigan, miren, esta es una pelota original Mikasa.
—¿La han hecho en tu casa?
—No, es una pelota muy cara y que la han usado en los campeonatos de la Juventus.
—Qué hablas oe, el Juventus es de Italia, ¿te la han traído de allí?
—Claro, mi papá es el presidente del Club.
Las risas no se esperaron, en su desesperación, trató de mostrar de qué estaba hecha la pesada pelota y abrió uno de los triángulos para mostrarles el entramado de naylon característicos, pero los chicos lo agarraron de punto y hasta cuando empezaron a jugar se burlaron de lo pesada que era y que él mismo ni podía patearla sin que le doliera el pie. Frustrado, regresó a casa a pedirle a su papá que salga a decirles que era el presidente del famoso Club Juventus.
Entró. Lo buscó. No estaba. Solo su madre, sentada en la mesa de la cocina.
—Mamá, ven conmigo, diles a los chicos que mi papá es famoso, que tiene su propio club en Italia, vamos tienes que decirl…
—¡Ya basta!, hijo entiende, tu padre no es presidente de ese club, sino de uno allá en Chuquibamba, solo que le puso el mismo nombre, todo este tiempo te mintió, ya deja de idolatrarlo.
—Estás mintiendo, dónde está, ¡Papá!, ¡papá!
—Por favor hijo, no lo llames, por favor… él no está en casa. Ya no vendrá.
—¿Qué?
—Desde hace tiempo estamos mal, es necesario que entiendas, nos vamos a divorciar, tus abuelos vendrán a vivir con nosotros. Podrás visitarlo los fines de semana. No llores hijito por favor, no llores…
La pregunta la realiza su acompañante, una amiga reciente. Por un favor cumplido prometió un helado y están allí, sentados en ese local de hamburguesas al paso, a pocos metros de la Plaza de Armas.
Estaba por evitar responder, al fin y al cabo no estaban en la fase de contarse secretos.
—Sí, pero la peor de todas fue mientras sonaba en mi cabeza una canción inolvidable, que hablaba de una niña, una maldita dulce niña.
—Te vas a poner poeta, que aburrido. Mentira, seguro que fue en la universidad. ¡Huy! Si hasta puede ser que aún la veas, masoquista eres.
Fue en la secundaria.
Hora de irse a la oficina, el refrigerio acababa en diez minutos. Miró a la muchacha, porque eso era, quince años menor que él. Quince años, la edad que tenía Iris en ese entonces.
—¿Vas a contarme o te harás el exquisito?
—Está bien. ¿Sabes quién es Slash?
—No.
—¡Es el mejor guitarrista de todos los tiempos! Sí, ya sé que no es de tu época. El punto es que ella quería ser Slash, era su sueño, me lo puso en mi slam.
—¿Qué huevada es un slam?
Pasó por alto la mala palabra. Estaba acostumbrado a que las chicas de este tiempo se dieran mayor importancia soltando un insulto de rato en rato.
—Era una especie de cuestionario que se escribía en un cuaderno y que se lo pasabas a quienes quisieras que lo respondieran y en las páginas finales te ponían un recuerdo con dibujos, frases o lo que sea. En ese tiempo sólo las mujeres te lo pasaban para que lo llenaras, pero yo me hice uno… quería con eso saber qué querían las chicas que me gustaban.
—¿Resultó?
—Claro.
No, no resultó. Por ejemplo, en lo que respondió Iris lo que más recuerda es que a la pregunta de “¿Qué vas a estudiar?” ella respondió “Música”, a la de “¿Un sueño?” respondió lo de ser como Slash, y en el recuerdo final una inolvidable composición con los títulos de las canciones de Guns en un texto en inglés, pero ningún indicio de cómo conquistarla.
Estaban en quinto año él y ella en cuarto. Él en el Claretiano y ella en Nuestra Señora de Fátima. Los dos vivían en Mariano Melgar. La conoció cuando cambió de paradero y no se iba hasta la avenida Goyeneche a tomar la Línea 11 sino que bajaba a la avenida La Marina para tomar la Línea 6. Fabián iba con tres más de su clase. Iris, por parte con cuatro chicas. Eran mancha.
—No era bonita.
—Eres una basura ¿cómo vas a decir eso? Entonces para qué querías estar con ella.
—No me entiendes, digo no era bonita así como dirías un cuerazo, era media cuadrada, de cara media en rectángulo, blancona y con acné. No destacaba por su cuerpo o rostro, pero era súper inteligente y lo más importante, le gustaba el rock pesado.
Por ese entonces conoció los placeres del rock y sus variantes ochenteras y noventeras de la mano de los grupos más representativos que existían en su mundo adolescente de 1995: Metallica, Iron Maiden, Nirvana y Guns N’ Roses. Este último era su preferido y a ella también le encantaba.
—No me importaba como se veía, si era o no bonita, me atraía porque podía hablar con ella sin cansarme. Me encantaba hacerla reír con mis ocurrencias. Mirarla así de reojo y sentir que en todo el trayecto ella, en un segundo, sea al bajarse o desde la calle, me devolvía la mirada.
—Mucha novela mexicana miraban en ese entonces.
Ignoró el sarcasmo de la muchacha. Siguió rememorando como una necesidad, no de contestar alguna pregunta, sino de explicarse a sí mismo el porqué de lo vivido con Iris.
En el tiempo en que recién la conocía no entendía si estaba enamorándose o era empatía por la muchacha. Así empezó a mostrar interés y conversar con ella. Obviaron los silbidos de su mancha y se separaban de ellos para hablar. En varias ocasiones se bajó con ella para acompañarla a su casa. En una de esas conoció a sus padres. Recordó cómo sintió un calor intenso cuando los saludó. Después de ese día entraba a la casa como si nada y se quedaba a almorzar. Era cuestión de llamar a su casa y, aunque su abuela se enojaba a veces se lo permitía en consideración, siempre lo supo, a que no tenía padres.
Pasaba con ella muchas horas hablando de las bandas, en especial de Guns, que si Axl se tatuó la cara de su esposa en el brazo o si era verdad que le tiró los tallarines en la cara a uno de los integrantes de la banda y por eso el nombre de su último álbum, o si su voz era producto de fumar puros y beber güisqui puro. Largo etcétera.
Se contaban cosas íntimas como la muerte de los papás de Fabián en un accidente de carretera y cómo su abuela se desvivía por darle todo, porque suponía estaba algo traumado, o los deseos fervientes de Iris de estudiar música pero que sus padres no aprobaban. Siendo hija única les asustaba la idea que no eligiera “algo que le dé dinero”.
Claro, tenía otros amigos con los cuales fomentaba su gusto musical y contaba sus vivencias diarias, pero con ella disfrutaba a pleno escuchar en el radiocasete las canciones que lo hacían ilusionar con una vida llena de vivencias intensas, de repente Iris estuviera en ellas, pensaba, sin decidirse aún sobre sus propios sentimientos.
—¿No estás muy viejo para andar recordando esas cursilerías?
Ignoró a la muchacha y continuó recordando que no fue hasta un quinceañero al que fueron la mayoría de su grupo, que descubrió que estaba enamorado de ella.
Era el cumpleaños de Julissa, la mejor amiga de Iris. En ese entonces ese tipo de fiestas empezaban a las once de la noche en promedio. Antes de entrar, con Sebastián y Darío, se pusieron a jugar fulbito en la calle cerca al local del baile con unos chiquillos, haciendo hora. El local quedaba en la zona de Antiquilla. Finalmente entraron, pero sus amigas no llegaban.
Cuando Iris entró al salón parecía portada de un álbum: estaba con un vestido tipo sirena color rojo brillante, con los hombros descubiertos. Le quedaba genial.
—¿Sabías bailar?
—¡Ja! Claro que sí.
No, no sabía. Ensayó algunos pasos para no hacer el ridículo cuando pusieran los mix. La tradición dictaba que luego de la entrada triunfal de la quinceañera y el clásico baile “Tiempo de vals”, de Chayanne con el paje, los sonidistas empezaban con una mixtura de canciones techno, para luego seguir con salsa y merengue, para terminar la primera ronda con algo de rock ochentero. Luego una pausa para los bocaditos y los cocteles rebajados en licor, soltaban unas tres canciones lentas. El ciclo se repetía hasta que dieran las dos de la mañana y empezaran a desocupar a todos.
Fabián tenía experiencia en esas fiestas, pero no bailaba bien, sólo se movía de un costado al otro y hacía algo más en los mix de rock. No fue hasta la segunda ronda de bailes que invitó a Iris.
—Te apuesto que te reclamó por qué no la sacaste antes a bailar.
Eso pasó.
—Oye ¿por qué no me sacaste a bailar antes? Qué te crees, sonso.
—Quería entonarme pues, además no creo que puedas seguir mis fabulosos pasos.
—A ver…
Y el roche no fue tanto, porque le agarró el truco a la salsa, que es pasito para adelante, luego para atrás, luego para el costado y ¡zas!, la agarras de los brazos para bailar pegaditos… lo que no sucedió porque Iris a la primera que estiró los brazos se los golpeó riéndose.
—Pasa nomás, oye.
En el mix de techno no hizo nada espectacular de resaltar. Mientras, todos los hombres de su fila…
—¿Bailaban en fila? ¿Cómo es eso?
—Serio, bailábamos en fila, los hombres para hacer algunos pasos y las mujeres al frente.
—Aburridos.
Él sí estaba aburrido del ambiente, miraba bailar a su pareja con ritmo, mientras él apenas podía imitar algunos pasos de sus amigos a los costados. Cuando estaba a punto de rendirse sonó un solo de guitarra.
—Los dos nos miramos, no podíamos creerlo, era algo alucinante que en un quinceañero pusieran justamente esa canción, no salíamos del asombro y los dos empezamos a cantarla y a movernos frenéticamente.
—¡Una de Rafael!
—No pues, era “Sweet Child O’ Mine”, de Guns.
She´s got a smile that it seems to me, y nada más importaba porque Iris estaba haciendo la finta que tenía una guitarra como Slash y Fabián no se quedó atrás y empezó a mover la cintura como Axl mientras terminaba la primera estrofa con I’d probably break down and cry.
Con la parte del segundo solo de Slash ella empezó a moverse de un lado al otro y giraba mientras él empezó a sacudir la cabeza. La mayoría a sus costados abrieron el paso a la pareja que rompió con la fila y se movía como si danzaran en un círculo prestablecido.
Para el tercer solo del guitarrista más pelucón de la historia, saltaban los dos de arriba a abajo acompañando el poderoso riff, que intensificaba las notas y hacía que ella también moviera la cabeza de un lado hacia el otro, mientras él se tiraba al piso simulando tener una poderosa guitarra. Viene una parte lenta y se mueven igual, lentos los dos, las caderas rítmicas. Una nueva explosión de la guitarra. Los demás creen que eso se acaba, pero no, viene un vozarrón de Axl con el where do we go, where do we go now sostenido, lento, explotando después un ayayayayayayaya where do we go now, aaaahhhhhh where do we go aaahhh where do we go now, where do we goohhhoohhh, where do we go now, where do we go uuuuooohhhh, where do we now now now now now now sweet child of mine, swet childddddddddd childddddddd of mineeeeeiiiiieeeeeeeeeiiiieeee.
—¿Y qué pasó?
—Todos aplaudieron.
Nadie aplaudió, estaban congelados, a pesar de que la siguiente canción era “Bad Medicine”,de Bon Jovi, nadie hizo algún movimiento. Luego todo volvió a su cauce y varias palmas se estrellaron en la espalda de Fabián y varias miradas recriminadoras cayeron sobre ella que siguió bailando. Era libre y él también.
—Al final se besaron seguro.
Casi, el beso de despedida fue con comisura de labios rozándose. Era la señal en clave que tenían que encontrarse de nuevo para resolver lo que había pasado, o eso pensó Fabián. Ellos asistían a las clases de Confirmación que empezaron en el Santa Rosa de Viterbo. Ese año, el Consorcio de Colegios Católicos había decidido mezclar a los confirmandos de cuarto y quinto en colegios distintos por grupos. Así, ella y él coincidieron en las clases. Un día más a la semana para verse y, mejor aún, fuera de la normalidad de los amigos y con ropa de calle.
—Tenía un horroroso jean blanco desteñido que le quedaba mal.
—Ya empezaste, al final, ¿qué te gustaba de ella?
Todo. No era una atracción física, el hecho que no se vistiera bien y ni siquiera se maquillara, le encantaba.
Llegó noviembre y seguía intentando declararse. No se atrevía en casa de ella, por respeto a los papás, que tan bien lo trataban. Ellos sí le bromeaban con el tema de la declaración, como todos los que los conocían. Luego de varios días intensificando las miradas en el bus, ella lo esperó a la salida de las catequesis.
—¿Te le declaraste? Cuenta, cuenta.
No se acordaba cuáles fueron sus palabras, lo que más rememora es la increíble sensación de poder caminar con ella por varias calles del Centro y, a espaldas del Monasterio de Santa Rosa, lleno de alegría, la abrazó y la besó largo y tendido. Luego de dejarla en su casa, el camino hasta la suya significó que en su pecho lo único que existiera fuera la palabra felicidad rebotando contra sus costillas.
—Pensé que te iba a chotear ¿No me dices que te rompió el corazón?
—Sí, una semana después.
Luego de que terminaran, sólo se saludaban. No terminó las clases de catequesis y dejó de ir en el bus con el grupo, retornó a tomarlo en la avenida Goyeneche. No regresó a la casa de ella y se enteró por allí que los papás pensaban que él terminó con Iris y no lo querían ver más. Diciembre, vacaciones, fin de la secundaria. Luego nada, una laguna de dos años hasta que se enteró que ella ingresó a la Escuela de Artes de la Universidad Nacional. Un año más de silencio. La volvió a ver tocando en un festival de rock pesado. Se embriagó mucho y pogueó, pero no cruzaron palabras. Varios años más de silencio. En un encuentro de bandas, se enteró que Iris tenía grupo propio y justo se presentaría allí. Se quedó lo suficiente y lúcido para admirar su forma de tocar, pensando que había cumplido su sueño. Supo de sus correrías musicales en esos años gracias a las noticias culturales y, años después, por el Facebook, se enteró que murió en un accidente en Miami, en una gira promocional de su nuevo álbum musical. Fue al entierro, no saludó a nadie, los años de alejamiento lo hicieron pasar desapercibido.
—Oye, que pena… pero no me contaste por qué terminaron.
Se asombró de la falta de empatía de la muchacha para con la muerte de quien se supone fue un gran amor.
—No importa.
—Claro que sí importa ¿por qué lo hizo?
—No sé, nunca lo supe y nunca pregunté, sólo me terminó.
—Eres un cojudo, cómo no vas a saberlo, ¡aich!, jajajaja… lo siento, estuvo buena la historia.
Se despidió de la muchacha y retornó al trabajo. Ya se había pasado el tiempo de refrigerio, aunque en realidad no le importaba mucho.
Pero la espina de la pregunta se le clavó. Algo en su interior le reveló que muchas de las actitudes autodestructivas que asumió luego del colegio y en la universidad, tenían su raíz en el final abrupto de esa relación amorosa y no saber por qué acabó.
Por la tarde, al llegar a casa, buscó en ese cajón olvidado su slam. Ella estaba en el número uno. Sus respuestas, con más de veinte años de antigüedad, le sonaron infantiles. Aún cuando ella escribió en su cuaderno antes de estar con él, mientras hojeaba las páginas, recordaba esa maravillosa semana en que fueron enamorados de manera oficial.
El lunes siguiente a su declaración de amor, y consecuente aceptación, luego de recogerla en el paradero, dieron la noticia al grupo quienes hicieron mucha bulla. Los dos se bajaron en el paradero de ella y recorrieron el camino con la lentitud de enamorados. Parando cada cierto tiempo para besarse. Recordaba sus ojos mirándolo como nunca antes lo había hecho. Sentía su cariño, en cada beso o caricia en su cara. El retorno a su casa le dejó un halo de felicidad pura.
El martes se lo dijeron a los padres de Iris y ellos lo festejaron sacándolos a pasear en el carro familiar hasta el Ice Palace en la calle Santo Domingo. Fabián se sentía parte de algo mayor. Sintió, por qué no confesarlo, que pertenecía a una familia completa.
Los miércoles las de su salón salían tarde por Educación Física. No se encontraron, pero hablaron por teléfono.
El jueves quedaron en no irse con el grupo y pasear por el centro de la ciudad. Estuvieron en la Plaza de Armas, por la Iglesia de la Compañía, donde ella le explicaba las formas raras de los dibujos, fueron por el pasaje de La Catedral contándole él historias de aparecidos, para terminar sentados en una banca de la Plaza San Francisco. Hablaron de sus sueños particulares y se besaron sin importar las miradas de reprobación de los paseantes.
El viernes el que se quedaba más allá del horario era Fabián. Igual la llamó y conversaron. Finalizando la llamada recuerda que le dijo que la amaba y ella respondió que “yo también”. Más felicidad.
El sábado no pudo con la emoción, se adelantó para poder encontrarla a la salida de su casa, pero la vio avanzando en la avenida rumbo al paradero. Quiso gritar, pero se vería mal, así que metió una carrera para alcanzar el bus en el que Iris se subió. La recordaba perfectamente, estaba con ese horrible jean blanco y un polo negro con una camisa afuera. Estaba asombrada que estuviera él allí.
—Hola.
—Hola…
—¿Pasa algo?
—No, pero después de clases hablamos.
—No, por favor, ¿algo malo?, ¿en tu casa?, ¿tus papás se enojaron por algo? dímelo ahora, no voy a aguantar hasta que acaben las charlas.
—Por favor…
—Ya me preocupaste, por favor más bien dime, no entiendo qué pasa.
—Está bien. Ahí va: tenemos que terminar. No me preguntes por qué, no voy a decírtelo, aunque debes saberlo, pero es mi decisión, te quiero mucho, pero debo hacerlo.
—Qué…
—No me preguntes, por favor, lo único que harás es que me aleje de ti.
A pesar de sus preguntas Iris no respondió nada. Insistió, pero ella era un bloque de hielo. Se quedaron en silencio hasta llegar a clases. No prestó atención a nada de lo que explicaron ese día. Al salir le quedó el largo camino a casa. Tenía un dolor indecible, algo que no podía resistir, tenía ganas de llorar, pero tampoco podía, estaba totalmente abrumado por varias preguntas. ¿Su color de piel, su casa, su colegio, su estatura, su ropa? Mil preguntas.
Regresó a su presente. Allí, estaban las respuestas de Iris sobre sus sueños:
¿Qué vas a estudiar? Música, pero mis papás no me dejan.
¿Un sueño? Ser como Slash (GN’R)
¿Cómo lo lograrás? Creo que no podré, a menos que consiga que alguien me atropelle, me dispare o que me rompa el corazón y así mis papás me permitan por lástima seguir la carrera.
Luego de años esas respuestas dejaron de ser tan infantiles y resultaron muy directas. Un dolor indecible empezó a mortificarlo. Revisó por último el recuerdo que se acostumbraba dejar en una página entera y que ella puso en esa ocasión:
“Don´t Cry Sweet Child O’ Mine in this November Rain. I will enter Paradise City for a week you will be mine and I yours. We will love us so much that we will play Knocking On Heaven’s Door in the Garden Of Eden. It’s So Easy, it’s like being Welcome to the jungle, but then for me will be a Civil War in my heart. You’re crazy and I also remember Yesterday I am a Rocket Queen and you’re my Bad Obsession. Think About You makes me feel I’m in a Nightrain. With you I commit the Perfect Crime. It will be a paradise week and will understand your Breakdown in the end, but it will be my decision you’ll have someone to help me my dream. Do not try to understand just let me live and die thinking that you were my true love forever. Don´t Cry Sweet Child O’ Mine in this November Rain”.
Intentó reírse de la falta de coherencia de algunas frases, todo para que encajaran los títulos de varias canciones de Guns que les gustaban a ambos, pero algo no le cuadró y volvió a leer con más atención. Tradujo el texto que decía algo así:
“No llores dulce niño mío en esta lluvia de noviembre. Voy a entrar en la ciudad del paraíso durante una semana y serás mío y yo tuya. Nos amaremos tanto que vamos a tocar las Puertas del Cielo en el Jardín del Edén. Esto es fácil, como ser bienvenido a la Jungla, pero para mí será una guerra civil en mi corazón. Estás loco y yo también, recuerda que soy una Rocket Queen y tú mi mala obsesión. Pensar en ti me hace sentir que estoy en un tren nocturno. Contigo cometeré el crimen perfecto. Será una semana de paraíso y voy a entender tu desconcierto cuando esto finalice, pero será mi decisión tú serás quien me ayude a tener mi sueño. No trates de entender sólo vive y deja morir pensando que eras mi verdadero amor para siempre. No llores dulce niño mío en esta lluvia de noviembre.”
En ese instante comprendió todo. Iris lo usó desde el inicio, el ser amigos, el presentarlo a sus padres, ser enamorados, romper con él, todo para que cumpliera su sueño. Se paró enfermo de dolor, lo peor era que ni siquiera podía buscarla para confirmar su sospecha. Se derrumbó lleno de rabia y frustración al saber que fue usado por una niña, una dulce niña loca.
El plan era sencillo: a las cinco y algo de ese sábado iría a la casa de Pancho, mi mejor amigo, y de allí nos escaparíamos a Sabandía. Tendría unos 10 años y estaba algo cansado de la situación en casa, por lo cual había tomado la resuelta decisión de irme y no volver jamás.
Mi amigo tenía una casa maravillosa. Para mí era ideal, era muy grande, con una inmensa huerta llena de flores. Había un cuarto donde guardaban herramientas pesadas, pero también un taller, lleno de utensilios del abuelo de mi amigo, donde se podía fabricar lo que quisieras, como él mismo hizo varias veces con su hermano Manolo. “Nunchacos”, una metralleta de madera, ballestas, rompecabezas con forma de Perú, muchas cosas la verdad.
Para la parte de arriba por el patio se llegaba al segundo piso por una escalera de troncos y madera hecha por el patriarca de la familia, de quién me decían participó en su juventud en el armado del buque “Ollanta”, que aún navega en el lago Titicaca. La cocina era el sitio ideal para conversar de todo mientras Susy, la mamá de mi amigo hacía potajes para todos los familiares. En especial cocinaba unas galletas deliciosas de jengibre que eran mi delicia de los sábados en que iba a visitarlos.
Sus hermanas, Erika, Helga y Katherine, me trataban de la mejor manera, aunque haciéndome las bromas correspondientes a mi ingenua manera de ver el mundo. Era una especie de niño cimarrón, ignorante de formas y acomodos, para mí todo era nuevo. Así que consumía la información que me ofrecieran con los ojos abiertos de asombro. De pronto un día me presentaban la “combucha”, esa bebida del hongo del té o jugábamos con una enorme pista de carreras que demoraba media tarde en armarse y otra más para desarmarse, en otra jugábamos con una casa en miniatura con sus gavetas pequeñas y hasta libros miniaturizados.
Uno de nuestros pasatiempos, era ir de día de excursión, junto con nuestro amigo Álvaro, a los bosques de Sabandía. Mi tío Max me dejó una carpa. Bueno… dejar es un decir, estaba en su cuarto y yo pues, me la “prestaba” para ir con mis amigos y armarla allá en los campos y chacras donde pasábamos el día explorando riachuelos, capturando “ocollos”, persiguiendo ranas y buscando tesoros o “tapados”. En uno de esos paseos, y por tratar de conseguir unas flores características que parecían barbas de viejo, mi amigo Pancho resbaló y casi se cae por pendiente, Álvaro lo sostuvo y yo con una cuerda logré que pudieran afirmarse y salir indemnes del peligro. ¡Éramos exploradores!
Sin embargo, en mi casa las cosas andaban mal, por distintas razones. No entendía por qué los gritos eran constantes y todos iban dirigidos contra mí. O eso me parecía en ese entonces, en retrospectiva, de niño uno siente que todo es más intenso, de repente eso me pasaba y no podía comprenderlo. Un día me porté muy mal, respondí de mala manera a mi mamá y la mano me impactó de lleno en mi cachete rebelde. Ese día planeé mi escape.
Mi amigo me escuchaba y hasta me dijo que estaba bien, que nos escaparíamos juntos y viviríamos en Sabandía. La verdad en ese momento no medí consecuencias de nada, solo quería escapar. Ese sábado por la mañana me fui a buscarlo y salimos a tomar el bus verde que llevaba hasta Paucarpata, de donde teníamos que caminar un buen trecho para llegar a los campos tradicionales de la campiña arequipeña. Casas antiguas que guardaban tesoros, campos donde estaban enterrados viejos crímenes, historias de aparecidos y guerras contra los vecinos del sur, generaban la conversación mientras buscábamos un lugar donde poner la carpa. Fue un día interesante en el que comimos atún con galletas de soda.
Supongo que en algún momento y sin decirme algo más, mi amigo me preguntó para volver y seguro le dije que sí. Regresamos a la ciudad, yo un poco más en paz. Al bajar del bus allí estaba mi mamá, esperándome en el paradero. No me riñó ni gritó. Me llevó a casa y me habló un poco más calmada y me pidió disculpas y yo también se las pedí.
Mi amigo, es más que obvio, le contó a su mamá de mis planes y ella le permitió acompañarme en la aventura con el fin de regresar por la tarde. Mientras se fue a buscar a mi mamá para contarle y seguro le dijo la hora promedio en que regresaría para que me espere. Hay cosas que entre amigos no se ahonda. Seguí yendo a esa casa, muchos años más hasta que la vida y la adultez y esa ilusa dizque falta de tiempo han hecho que no vuelva más. Pero el cariño está allí, siempre presente, de eso no hay duda.
En Arequipa, como en cualquier ciudad del Perú, hay una tradición por los caldos o chupes que se preparan para cada día. Cuando uno va a un restaurante a buscar su menú diario, la entrada casi siempre tiene algún potaje líquido, rebosante de carne y verduras. Para estos días de frío son insuperables.
Algunos de estos platos por sí mismos trascienden lo diario y ocupan un lugar especial, como el Timpo de Rabos o Peras, el Chupe de Camarones, el Caldo de Pascua, el mismo Adobo Arequipeño que del domingo ya saltó como plato que se oferta a diario por lo famoso que se ha vuelto. Aún con eso es en el día a día que las madres de familia en casa los preparan o los ofrecen las picanterías. Aunque siendo aún más sinceros, la tradición de un caldo distinto por día está más arraigada en esos espacios tradicionales, porque, valgan verdades modernas, en casa para el almuerzo se está estableciendo la costumbre de un solo plato, o segundo o caldo, pero no más.
Pero, si nos pidieran una lista de los caldos que consideramos deben estar diariamente en la mesa, pues allí va nuestra selección. Hablo en plural porque con Mathías, mi pequeño hijo, hemos hecho esta lista de acuerdo a nuestro fino paladar. En realidad más basándonos en lo que nos gusta de la comida en casa, donde su abuela materna y gustos particulares, así que no es una lista muy democrática que digamos pero valga como guía amateur:
Los domingos, Día del Señor, para el almuerzo recomendamos un Pebre de Lomos. La carne debe ser de cordero criado en la sierra, con esa grasita que si se quiere se saca del plato pero que al final le da el sabor característico y celestial. Debe ir con su yuca, papa y chuño, trilogía de tubérculos esenciales en nuestra cocina, además de los hispanos garbanzos y verdura picada. Si se puede hacer un llatan verde con rocoto del mismo color, que mejor.
Los lunes, días de flojera para ir a trabajar o estudiar, que mejor que un picoso Chaque de Tripas. Debo confesar mi debilidad por este plato rebosante de colores que lleva una generosa porción de carne de vacuno, cocida con amor en un “reaugau” de ají colorado, ajo, cebollita y acompañada de tripitas, rocoto, verduras varias y, al finalizar, acompañado del verdecito de siempre pero, con un pedazo de chicharrón de piel de cerdo, o como le decimos por aquí: “tocto”. El tostado con maíz cabanita no debe faltar.
Los martes el Chairo debe primar. En este plato, más que la carne, son las verduras las que celebran el amor de las manos que lo preparan. Porque para el corte de las mismas esas benditas manos desgranan y rebanan duro para que sea una explosión de matices este caldo. Mi abuela le ponía un pedazo de lengua de cordero en cecina para el sabor. Aquí lo que da color es el ají amarillo, pero que se reforzará con el zapallo, la zanahoria y como contraste la col, las habas y el choclo. Si desea se agrega chuño.
Los miércoles el Menestrón es de rigor. Un verde profundo hace recordar que de la naturaleza somos, pero que como creaturas creativas nos destacamos. Este plato es de herencia italiana que aquí se ve enriquecido con diversos agregados que le dan el toque arequipeño. La base será el licuado o “bataneado” de albahaca, o de espinaca o de acelga a cual mejor opción, todo cocinado con largura con papas, zapallo, fideos, carne de res, verduras y ají.
Los jueves somos nacionales porque nos comemos un potente Chuño Molido, que se hace, como no, con el molido de la papa deshidratada con los métodos incaicos que aseguraron la alimentación de nuestros ancestros en la puna. Es un caldo muy grueso, espeso, lleno de sabor que lleva carne, tripas, papas enteras. Se sirve caliente y, los que saben, no lo atacan directamente, sino que empiezan por los costados, mientras se va entibiando. Para este frío es un caldo súper recomendado.
Los viernes, día de ayuno de carne, un Caldo de Viernes es la mejor opción. Ya en anterior Comecuentos resalté la preparación de este plato que, en Cuaresma y Semana Santa, tienen su mayor difusión, pero que en la semana diaria sirve también para cumplir con la inteligente consigna de un día no comer carne y sí verduras.
Los sábados, finalizando ya la semana, el Puchero es la voz. Los distintos ingredientes que lleva este caldo lo hacen uno de aquellos que ni necesita acompañamiento de segundo. En algunas tradiciones se sirve en doble plato, uno para el recado y otro para el líquido. Un recuerdo infantil me viene a la memoria cuando allá en Cotahuasi, en una fiesta patronal, nos sirvieron este plato y recuerdo aún la col envuelta rellena de arroz que acompañaba el caldo grueso y el enorme pedazo de carne que manos generosas servían desde unas ollas inmensas puestas por horas al son de la leña. Y con eso me quedo, el recuerdo que cada día, en el almuerzo, la larga tradición de amor de nuestras familias se refleja en esos alimentos. ¡A disfrutar cada día de nuestra vasta gastronomía!
Por: Sarko Medina Hinojosa, crónica aparecida en Semanario Vista Previa
En la selva peruana se come la yuca a montones. Se usa en vez de papa para una variedad de platos. En mi vida hubo dos épocas en que era lo que más comía en el día. La primera época fue allá en Villa Rica, en el maravilloso año que pasamos con mi madre en plena ceja de selva en Pasco en 1991. Comíamos tanta yuca que hasta en sueños se me aparecía, sin empalagarme o cansarme, pues tenía un sabor cremoso y se deshacía en la boca cuando estaba bien cocida. En la escuela donde terminé la Primaria, el CE 34418 Santa Apolonia, aprendimos la leyenda del origen de esa planta. Atentos al resumen:
Dice que la hija de un gran jefe de tribu tenía una bella hija, la cual un día apareció con signos de embarazo. Dolido por el qué dirán y creyéndose engañado, buscó al culpable de la desgracia que atravesaba su familia. Al no encontrar al dañador y por más que su hija negaba trato con algún varón, el jefe sentenció a su hija a la muerte al día siguiente al amanecer. Por la noche, un Apu de las cordilleras, todo blanco, se le presentó en sueño y le aseguró que su hija era inocente y que el ser que llevaba en el interior también lo era. Convencido de eso el jefe liberó a su hija, pero ella murió en el parto para tristeza de todos. La pequeña que nació, blanca como las nieves perpetuas de los Andes, tampoco sobrevivió mucho, muriendo poco después. Al enterrarla en un claro de la selva, al poco tiempo se percataron que en el lugar crecieron unas ramas bellas y largas, al desenterrar un poco vieron que las raíces eran blancas por dentro y que servían de alimento. La tribu concluyó que ese era un regalo para la supervivencia del hombre dado por los dioses tutelares.
Fin de la leyenda de la selva peruana y a tomar un vaso de masato para humedecer la garganta que se seca de tanto contar.
La segunda vez que la mandioca (ahora le cambiamos de nombre porque cambiamos de lugar) fue la base de mi alimentación, fue en el 2007 en La Paloma de Canindeyú en Paraguay, lugar en el que estuve en una obra social. Como me pusieron a cargo de la cocina y de la huerta, una de mis tareas diarias era ir a la pequeña plantación de mandioca que teníamos en la parte trasera del complejo y arrancar una o dos matas y sus largos bulbos. Preparaba, cuando había huevos suficientes, el mandi’o chyryry, que era mandioca cocida revuelta con huevos y cebolla, si no había “blanquillos” pues cocida nomás acompañando el feijao que tampoco faltaba en el almuerzo. Yo no sembré las plantas solo cosechaba lo que otro con esfuerzo plantó.
También allí me interesó saber si había alguna leyenda sobre el origen de esa planta tropical. Y me contaron que Mandi´o era una niña guaraní que nació con las manos y los pies largos y con los dedos bultosos. En su tribu nadie quería jugar con ella y eso la entristecía mucho. En ese tiempo remoto, aún los hombres no habían aprendido a sembrar y vivían de la recolección de frutos de la selva y la caza. Y la pequeña no ayudaba en mucho con su impedimento. Un día, Tüpa, el protector de la selva, le preguntó a la niña si quería ayudar a su tribu, a lo que ella respondió con un gran “sí”. Entonces, le dijo, debía quemar una porción de la selva para que en el centro ella enterrara sus manos y sus pies. Así lo hizo la esperanzada pequeña. Al día siguiente sus familiares la buscaron, hasta que encontraron en el claro del bosque quemado, una planta muy alta y, al excavar, descubrieron las raíces marrones con el interior blanco. Lloraron por la pérdida de la niña pero también agradecieron el tener ahora una planta que podían cultivar y que les aseguraba alimento para mucho tiempo.
Interesantes leyendas ¿no? Igual pensé. Pero también me tocó la oportunidad de retribuir. Yo había cosechado, pelado, cocinado y comido con gusto lo que otro había sembrado (Incluidas unas sabrosas berenjenas que otro día comentaré). Un mes antes de terminar mi tiempo en la obra, me tocó sembrar de mandioca una parcela. Fue una experiencia increíble de retribución, porque ya no comería lo que sembraba, pero dejaba para los que vinieran luego esa tarea. Me sentí parte de un ciclo milenario y hasta universal, pequeño ante la inmensidad de la creación, que me permitía estar dentro de la misión sagrada de alimentar con amor a los demás, con el sudor de la frente y la fuerza del trabajo en unión.
Por: Sarko Medina Hinojosa, relato aparecido en el Semanario Vista Previa – Arequipa, Perú.
Cuando el universo a mi alrededor era nuevo y García Marquez le había puesto nombre a las cosas, el mundo era de color plomo, los días largos y las horas un suplicio antes del recreo. La vida se resumía en levantarse, bañarse con la jarrita porque eso de terma eléctrica era para millonarios y políticos, luego comía mi rico pancito tres puntas con quaker y… —Papi ¿Qué es “quaker”. —Hijito es la avena, pero en esa época uno llamaba las cosas por el nombre con que las compraba, el detergente era “la Ña Pancha”, la crema dental “el Kolinos” y así por el estilo. —A ya papi sigue contando.
Bueno el tema era que salía al cole con cara de resignación ante la cruel sociedad que te hacía levantar temprano para intentar no dormirte entre las fórmulas matemáticas que no entraban hasta que la regla en los lomos obraba el milagro de la ósmosis entre el conocimiento y tu piel y de allí al cerebro. Pero llegaba el timbre, tirabas todo y a ¡correr al patio! Si tenías algunas monedas en el bolsillo, hacías una finta a los correligionarios y así, haciendo un quite por aquí, una ida engañosa a los baños y de allí por la pared pegado hasta el kiosko correspondiente para hacer el “pase” y comprarte algo.
Yo no comía nada en el recreo de primero de secundaria en el Manuel Muñoz Najar. Ya la experiencia me enseñó en el primer bimestre que el arte de comer tranquilo era una utopía, por más intentos de comprarte algo y disfrutarlo solo, por allí te caían en mancha los compañeros y a la voz de “invichaaaaaaa” quedabas peor que esqueleto luego de un ataque de pirañas loretanas. —Entonces qué comías papi, ahhhh ¿por eso en tus fotos eras muy flaquito? ¡No comías nada! —No pues Mathías, en la tarde a la salida, reservaba mis veinte centavos para mi papa arrebozada con ají.
La señora de las papas se ubicaba en una de las veredas y, rodeada de hambrientos púberes, abría con maestría su caja de cartón de aceite Primor y allí, protegidos con papel de sacos de azúcar que le impregnaban un aroma reconocible así pasen décadas, estaba el manjar dorado por la fritura, cubierto por su capa protectora de harina y huevo, dulce manjar que se deshacía en la boca y que apurabas casi de un bocado antes que alguien se le ocurriera quitártelo.
Cuando pasé al San Pedro Pascual, ya el tema de esconderse para comer a la hora del recreo era imposible y a la salida no había señora de las papas, así que en el kiosko las comíamos y de tanto en tanto se tenía que invitar, en especial a nuestro amigo Carlos que era especialista en almorzar mejor que todos haciéndose convidar. A pesar de poner los dedos casi al borde de las papas para que la mordida no sea tan lesiva, se las arreglaba para al último hacer un giro y atacar por el flanco descubierto y llevarse la parte más crocante.
Recuerdo que allí nació el doble con ensalada, no recuerdo quién lo inventó pero era comprarse dos papas de veinte y al medio que le coloquen un poco de zarza de cebolla con tomate y hasta lechuguita si estaba de humor el señor del kiosko, todo con mayonesa y ají. —¡Que rico comías papi! —Sí hijito era un placer de plomo color. —¿Plomo? —Verdad, me olvide de explicarte que los uniformes escolares era de ese color en ese tiempo para todos, pero ya ahondaré en esa época en otra ocasión, ahora vámonos a donde la señora de la esquina que vende chicharrones, porque también hace una papas arrebozadas buenazas, no como las del cole, pero vale el intento.
El seis de enero, aparte de celebrarse en todo el orbe la Fiesta de los Reyes Magos, es momento ideal para sacudir los perales en Tiabaya y preparar el Timpo de Peras o Timpusca, chupe que lleva, aparte de un buen trozo de carne de cordero tierna, patasca de trigo, papa, camote, cochayuyo y peras. Por decisiones de última hora terminamos este año en familia recorriendo ese memorable domingo el distrito de Yanahuara, al otro extremo del plato como quién diría. —Vamos a la Cau Cau. —¡Pues vamos!
No recordaba el ir a tan emblemática picantería en mi cercano pasado. Pero al ingresar los recuerdos volaron a mi hoy, traídos de la mano de los olores sustanciosos de las cazuelas de diversos platos. La espera para que nos atendieran me dio tiempo para contar la historia de Alisa, una médico cirujana que trabajó allá por el 2003 junto a mi mama Liliana en el Hospital de Cotahuasi, haciendo su SERUM. Ese servicio anual que desarrollan los profesionales de la salud antes de licenciarse en el país, le significó salir de su cómodo régimen citadino y conocer la verdadera cara de la vida en el interior de la sierra peruana. —¿Y qué tiene que ver con el Timpo? —La verdad nada, es que fue aquí, en esta picantería, que se despidió para irse a Dinamarca.
Resulta que la menuda doctora, usando la tecnología del messenger del Hotmail de ese entonces, entabló un bonito noviazgo con un danés. Tan bien fueron las relaciones virtuales que el susodicho la invitó a visitar su país en las vacaciones, con todas las garantías del caso. —¿No se intentó aprovechar? —pregunté cuando ya instalados en una de las mesas, pedimos el famoso escribano mientras abríamos apetito. —No, pero tampoco fue bueno el viaje.
El viaje hasta las Europas no resultó como esperaba. Las nostalgias provincianas, la falta de comida tradicional y la canción de El Regreso, le jugaron malas pasadas que le hacían soltar las cataratas de llanto ante los consternados y fríos daneses que conformaban la familia del pretendiente. —Tanto fue que un día quisieron darme una sorpresa, prepararon salchipapas con unas salchichas olorosas y papas aguachientas, y se quedaron más asombrados que en vez de alegrarme de nuevo me pusiera a llorar.
La pregunta caía de madura como las peras ya listas para el plato que me traían lleno de vapores y olores: ¿Entonces porque te vas y encima para siempre y con casorio? —pregunté— Es que lo amo, es muy tierno y cálido, además que es muy espontáneo y gracioso, me hace reír mucho. Yo traté de comprender las razones del amor, pero tenía en ese entonces 24 años y sacrificarme por cariño no estaba en mi registro.
Mientras avanzaba la tertulia, la conversación entre ambas derivaba de risas a lloros y muchas anécdotas de intervenciones médicas, como aquella en que se arriesgaron con un parto podálico que ponía en riesgo la vida de la madre y del niño pero que era necesario para salvar la vida de ambos, entre otros relatos. Comprendí que se estaban despidiendo, ella le decía adiós a su tierra, sus costumbres, la comida que amaba, por algo mayor, por inseguridades de un futuro al lado de otra persona en un país tan distinto. —¿Y sabes si le fue bien? —me preguntaron en el hoy los que me oían la anécdota al terminar el rico caldo— No lo sé, han pasado tantos años, pero espero que sí, la apuesta que hizo ella no merecería un final distinto que el feliz.
La abuela se sentó un momento antes de seguir bailando la Tunantada. Se supone que el personaje de la María Phishana lo hace un hombre, pero ella, desde hace varios años, en el baile de la Candelaria, asume el papel y, con mucha picardía y coquetería, interpreta el personaje mientras danza.
Se le acerca un periodista de la zona. Llegó para la fiesta y conoce los personajes que intervienen y le sorprende que sea una anciana la que interprete a… una anciana.
—Pero señora ¿Cómo usted hace de María?
—Mira joven, voy a contarte pero solo para que me dejes bailar y no me estés pegado como mosca luego. Cuando era una chiquilla yo hacía de la Ñusta en la Tunantada, y del Español hacía un chico pobre, le decía el Caiccado, porque toda su familia murió y creían que él llevaba la mala suerte.
Le gustaba hacer de ese papel porque en sí es el más importante, con su traje elegante, su sombrero con penacho de plumas. Es así creído para enamorar a la Huanquita que luce como ves finos adornos de oro y plata, pero también enamora a la Jaujina que tiene lindos fustanes o a la Ñusta que lleva un lindo sombrero cuadrado. Pero en verdad me enamoraba a mí.
Para no hacerla larga, en una fiesta se quebró la pierna por andar mostrando su danza. Nadie sabe cómo se hirió. Luego de eso dejó de servir para muchas cosas, hasta que un año regresó vestido de la María Pishana y bailó tan bien así todo encorvado que rapidito se adueño del papel. También regresó con ganas de trabajar y de seguir enamorándome.
Pues con ese loco me casé y fui feliz… pero murió hace algunos años y… bueno, pues para recordarlo me meto en su traje y es como si volviera a bailar con él, juntos siempre.
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La excelente foto es de Jacqueline Rivero Matos, quien amablemente me la ha prestado para el proyecto.
Hay un demonio que te ronda y trato de espantarlo. No tiene el color definido, solo flota alrededor tuyo cuando más triste te pones. Pareciera que consume tu estado, ya que cuando ríes y te alegras por algo no se presenta. A veces lo espanto haciéndote caer algo y que te enojes o te rías de ti misma por tu torpeza. Si estás en la calle y empiezas a pensar en el accidente, ahuyento al espíritu haciendo ladrar a los perros o haciendo que te toquen bocina los carros.
Hay otro demonio que me preocupa, ya que el de la tristeza se ahuyenta fácil, pero cuando el dolor hace que llores y no puedo distraerte, aparece ese otro que pareciera se come al anterior. Tiene un color negruzco y a veces salen reflejos rojos de su interior. Contra él no puedo hacer mucho y tengo que andar dando vueltas alrededor hasta el momento en que dejas de llorar y allí tratar de distraerte y vuelvas retomar tu vida. Te pongo a la mano un libro con una frase reconfortante, si estas en el parque que la brisa te acaricie, si estás en la tienda de abarrotes hago que las cosas que busques estén a la mano.
Nadie pide morir creo, no puedo asegurarlo, me contaron de que algunos han pasado a este lugar por su propia mano, pero nunca he visto alguno, o, bueno, nunca me ha pasado con alguien que cuido. Sé que lo amabas y que era con mucho tu mejor amigo y que te sientes culpable porque estaban enojados. Sé todo eso. Estoy aquí contigo, aunque no me permiten influir directo en ti, puedo ayudarte, como avisándote cuando un carro casi te atropella, hasta cuando te olvidas de respirar, y puedo asegurarte que lograrás salir de esto si sigues luchando.
No te olvides que soy tu ángel guardián y para eso estoy aquí.
Te amo Fabiola como nunca imaginé amar a nadie en esta vida Alejandra, los cabellos que te caen por la espalda me recuerdan una cascada María, sin saber tu nombre te he deseado Helen, ¿porqué siempre te miraba a través de la ventana?, es sencillo, me gustabas Camila, es que soy tímido y creí que me ibas a rechazar Jazmín, el cielo es testigo de mi amor Lucía, más allá del mar está la tierra para nosotros Aurora, ¡te has soñado conmigo!, es que soy el sol y tú la luna Pamela, los poemas que escribo son para ti Olga, hace años que te miro en secreto Luciana y tus dedos me recuerdan las cuerdas del destino que nos une Isabela, con cada paso que das siento que levitas Mabel y las estrellas que miramos en la noche son tus ojos traspasándome Helena, después de estar dentro tuyo no me iré nunca Isaura, no lo dudes somos uno Sheyla, ¿es lo que sientes real a pesar de que estamos lejos? claro, estoy aquí contigo Alondra, nadie impedirá que estemos juntos ni ella ni nadie Carmen, es un regalo sencillo ante tu belleza Sofia, Jimena estamos juntos hasta el amanecer y juraremos este año frente a los cielos Antonia y nuestros hijos llevaran nuestros nombres Elizabeth, me emociona saber que me perdonaste Karen y que lograremos nuestras metas Nora, cada día que envejezco recuerdo que a pesar de todas a ti te amé siempre Lucero, ¿qué significan ellas frente a ti Maribel que eres mi todo? no dudes de mi Carry porque todo lo mío te pertenece Gabriela y esta es mi promesa de no dejarte nunca más Dora, si pudiera decirte que todo es mentira pero dejo eso a tu puro corazón Micaela, porque sé que no crees en que pueda dejar de amarte después de todo lo que hemos pasado Jennifer, mis esperanzas están puestas en nosotros Soledad, escúchame Soledad, porque yo Soledad, ¡Soledad!, soledad…
Los celulares enfocaron al muchacho que gritaba en la Plaza de Armas.
«…solo eso quisiera que me respondan: ¿Qué es el amor? Quién posee el amor al final, deseo que alguien me explique y me diga porque tendría que amarla tanto, estar aquí, semidesnudo, con el pecho cubierto de heridas que me he hecho por ella, queriendo entender que no soy un enfermo, sino que el dolor es tan profundo que me hago daño para no pensar en ella. Al final no creo que nadie sepa que es el amor porque lo único que desean es que esa persona cumpla sus expectativas, que sea lo que quieren en los momentos en que necesitan apoyo, comprensión, diversión, sexo, sentirse abrazados, pero no es amor, es el ego que los mueve a decirse que son amados y que aman y son egoístas en esa forma porque se nutren de momentos felices, quieren cosas, gestos, regalos, tiempo y aún cuando son los que ofrecen todo se vanaglorian de hacerlo diciendo que son los que más ponen en la relación. Nadie tiene amor y esto que me pasa quiero creer que se acabará, que dejaré de sentirla en el aire, en el rumor de una voz parecida a la de ella y creer verla aparecer en cada esquina , quiero que alguien me convenza que esta sensación de falta de aire no es por ella sino que sufro de algo físico y que me operen, que me arranque el tumor de su presencia en mi cabeza ¡Quiero que alguien me explique que mierda es el amor porque lo que siento por ella no puede ser si ya está muerta! porqué me destruye su ausencia, el que no la tenga en mis brazos me asesina el alma y eso no es amor no puedo aceptarlo no quie…»
En ese momento los policías interrumpen al muchacho y se lo llevan casi arrastrando entre los gritos de la gente que quiere seguir filmando.
Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.
Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en la plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta, una enamorada esperando por allí… ¿Se podía pedir más?.
En una ocasión, bajando a toda velocidad la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.
No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa. Nunca supimos quién fue… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció por las dudas inciertas, de bicicletas nunca más se habló…
Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, la velocidad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…
«Eran dos amigos: Juan y José. Los llamaban “Los dos Jotas”. A pesar de ser buenos amigos, a veces ocurrían riñas y a eso se debe esta macabra historia.
Juan una tarde consultó a un amigo qué debería hacer para no tener problemas con José. Él le dijo —Consulta con…»
Así empieza mi primer intento a los 10 años de escribir un cuento, alentado por la lectura del libro Cien Años de Soledad que mi tío Max, en un descuido maravilloso, había dejado a mi alcance.
Estas líneas están escritas en un cuaderno de dibujo Rafael ¿Se acuerdan de esos?, el cual recuperé gracias a un gran golpe de suerte. Aún ahora, mientras escribo esto, intento recordar a quién consultará Juan y cómo acabará la historia de ambos, por lo que deduzco de lo escrito no iba a ser feliz.
He conservado mis escritos del colegio y de la universidad. No los rompí como suelen hacer los escritores, es más, hay un dicho que dice que un verdadero escritor lo es más por lo que rompe que por lo que conserva, y me río. Hasta los malos poemas guardo.
Supongo que trato de reencontrarme con ese chico, tan extraño para mí a veces. Comprenderlo de repente me da las claves del porqué soy como soy. Una vez se me perdió un poemario por años, recuperarlo me curó una parte del alma.
Aún trato de encontrar dos bloc que perdí. Uno en el colegio, contenía dibujos que en esa época acostumbra hacer, intercalado con poemas fáciles, cursis. Pero el que más me obsesiona es uno pequeño de hojas blancas que perdí en el restaurante Los Leños en la calle Jerusalén en Arequipa, allá por el 2001 cuando trabajaba allí. Recuerdo dos cuentos que me parecen interesantes, uno sobre el miedo y otro sobre un viajero que no podía morir.
Creo que ese niño no escribía para que lo lean, escribía para sí, como una suerte de liberación. Aún soy ese niño, comprendo ahora.
En lo alto del brazo de la gran estatua de piedra, se encontraba Heneros Crabel, mirando a la lejanía, como los tres soles se ocultaban uno en sucesión de otro… La pregunta de siempre le asaltó, pero la dejó atrás. Saltó y cayó de cuclillas. Se paró con paciencia y partió al encuentro del horizonte. Esta vez no dejaría que la luz dejara de iluminar su existencia. De los ojos del gigante dejado atrás brotó un pedazo de cristal que cayó al piso.
Heneros Crabel, no supo que en ese lugar, donde cayó la lágrima pétrea, creció una nueva raza de seres hechos de transparencias, que miraban cada tarde, intuyendo su existencia. Milenios después, cuando se hubo apagado un sol, el viajero retornó al punto inicial de su cruzada, con cicatrices profundas en el corazón y las ganas de recostarse un poco antes de continuar su eterna búsqueda de compañía.
Cuando su figura atravesaba las casas de negro carbonite, salieron a su encuentro miles de pequeños seres de humo condensado, quienes reconocieron en el espectro andante, aquel, que forjara las leyendas más primigenias de sus moléculas. Lástima que el lenguaje de señas no funcionara, ya que los ojos del gigante, estaban muertos de luminiscencia. Estaba por irse nuevamente de sus vidas, cuando a uno se le ocurrió evocar guturalmente un sonido.
Al reconocerse en esos ruidos, Heneros Crabel, tuvo un presagio, una saludación que le iluminó el corazón con un nuevo calor. La nostalgia inundó su ser y abandonó la cruzada. El nuevo protector se dejó querer como nunca fue querido. Los seres no emitían calor, no lograban transparentar su alrededor, ni reflejaban luz, pero en sus sonidos y compañía, por fin comprendió que no estaba solo y que si quería, nunca más lo estaría.
Así pasaron milenios.
Cuando toda existencia terminó y era un gigante de piedra, nació de su corazón Heneros Tadriel, quien estuvo años pensando en su soledad en ese mundo, hasta que saltó en búsqueda de la respuesta y de la estatua de piedra brotó una lágrima de cristal…
Esa anciana arremetió contra el Presidente de la República a cachetada limpia sin que pudieran hacer mucho los agentes de seguridad. Fue casi de inmediato declarada heroína, en especial cuando los medios captaron la frase que la volvería famosa mientras se la llevaban los de Inteligencia de Estado: “Quieres que me muera sin darme mis pastillas, pero no te voy a dejar ridículo hombrecito, he enterrado a más presidentes con más huevos que tú ¡Y sigo viva!, recuérdalo”.
Podía decir lo que quisiera después, eso no se lo concedía la edad, pero sí su valor que logró indirectamente que se suspendiera la huelga médica y se invirtiera 1000 millones en el presupuesto anual para la seguridad social en equipos y mejoras para los pacientes a nivel nacional, luego del masivo apoyo en redes sociales y de personalidades.
Fueron meses de locura. Por ejemplo, a la mitad de la entrevista con el famoso periodista de la CNN, no pudo dejar de decir. “Si hubiera sabido que una cachetada podía cambiar algo, te aseguro que se la zampaba a José Pardo y Barreda para que no fuera tan cobarde”. Un observador crítico la hubiera corregido por el tema de edad y fechas, pero, era tan graciosa la Doña (como se la conocía), que la dejaron ser.
Hasta empezaron a twitear frases animándola a lanzarse como congresista mínimo y ni hablar de los memes que la encumbraron.
Cuando falleció hace dos meses con el corazón abarrotado de emociones y reconocimientos, el periodista que por fin halló el dato perdido de su verdadera edad, tuvo algo de decencia y quemó el papel original. Y es que algunas personas merecen que se les guarde un secreto coqueto, decía el susodicho, mientras todos en la sala de redacción recordábamos las hazañas de la anciana que tuvo el valor (y los ovarios decían muchos) de hacer algo concreto para sacudir a un gobierno que se presentaba totalmente incapaz.
Lo que tememos todos es que no haya más nadie con ese valor de decir las cosas y eso sí nos hace temblar.
«Ya perdí, lo sé. El sicario me apunta con el negro cañón de una treinta y ocho automática y a mi costado puedo atisbar que mi compañero de mesa, en este barcito al aire libre, está saltando hacia un costado para evitar las balas o mi sangre, lo que salpique primero.
Estoy consciente que voy a morir, no creo merecer una segunda oportunidad, sólo quisiera saber de quién es el dinero que está en el bolsillo de mi asesino, quiero saber antes de hundirme en la muerte, cual de mis vengativos amigos fue el culpable: ¿el Chato?, ¿el Zambo?, ¿el Zancudo?, cuál de ellos quiere quedarse con la supremacía de la banda, de mis huecos de droga, de mis mujeres.
¿O no será alguno de los familiares de los fríos que me cargue a lo largo de estos años? ¿El padre de la niña que terminamos asfixiando después de cobrar la recompensa? ¿El tío del guachimán que matamos por escapar y que juró que nos buscaría hasta encontrarnos? ¿La madre de aquel drogadicto que acuchillé porque me debía una luca? ¿Los hermanos de la loquita?
¿Y si es la misma Policía que me está matando por venganza de los dos tombos que violamos el año pasado? ¿El juez de mi último juicio al comprender que no tengo salvación ni cura para el vicio de matar?
Podría ser cualquiera de mis familiares… hartos de mi mala fama que los ensucia peor que ventilador al pie de bosta de vaca. Podrían ser los hijos que no reconocí, las mujeres que violé ¡Mi propia madre!, para evitarse la vergüenza de cada día ocultar la cara por las calles, si es que alguien la reconoce como la que dio vida a este engendro que soy.
Puede ser cualquiera, el tema es que ya perdí y las balas empiezan a morder mi carne y la vida se me va, ¡Carajo!, había sido bonito el cielo celestito de esta ciudad de la cual siempre me quejé, este sabor a chicharrón que tengo en la boca, ¡Mierda! ¡Qué linda era la vida!»
Cuando Camila encontró a su Julio en amores con la vecina, sintió que todo acababa para ella. No solo se convirtió en el cliché más antiguo: la de la mujer engañada, sino que para colmo era como un calco de una mala novela porque el desventurado no tuvo mayor idea que sea con la mejor amiga en ese lugar.
Ella y él sabían que su historia no era tanto así de común. Ella enfermera y el paciente de cáncer al hígado, ella padeciendo alcoholismo y él rescatándola. Destinados al fracaso. Juntos luego emprendiendo la fuga concertada hacia Huancayo, para empezar de nuevo, donde nadie sabría de ellos mientras se sacaban el alma en el puesto de frutas.
«El amor es una mala broma», pensaba mientras regresaba a su pueblo allá en la costa, en Puerto Supe. Tampoco retornaba como la clásica despechada, no era así. Los que la conocían sabían que tendría nuevos pretendientes y los antiguos regresarían. Todos aman a una mujer fuerte y ella lo era, tanto así como para dejar al amor de su vida para que se las busque como se buscó el consuelo efímero en brazos de otra. Pero algo también no le cuadraba de repetir el círculo del drama, no quería terminar con algún buen partido a criar hijos de hijos recordando la aventura de su vida y que los demás la cubrieran con el manto del honor conquistado con una “buena” vida.
El bus que la llevaba paró para cambiar una llanta en un grifo carretero. En la demora y sentada lo vio. Fue amor a primera vista. Todo indicaba que era un destetado a la fuerza y callejero a fuerza. Sin mayor alharaca se lo metió entre la casaca viajera y volvió al bus con su secuestrado.
Y allí está Camilla, enamorada de la vida, sin pretendiente ni hijos, pero alegre, con negocio propio en el mercado e inyectables en casa. El canchón lleno de maullidos que le alegran el corazón mientras reflexiona cada día en el humor del destino y las formas de amar y ser amada.
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Créditos de la foto: Albetty Lobos Callalli
Aún me pregunto si el gancho para almorzar donde lo hago todos los días es porque cuesta cinco soles con cincuenta céntimos o porque la que atiende tiene una sonrisa que dan ganas de siempre volver.
El local es una casona clásica del centro de Arequipa reformada para aparentar modernidad, con capas de pintura ocre que se descascara en las esquinas y en lo alto de las paredes. Para mayor dato queda al lado del periódico donde me inicié en las letras periodísticas y que ahora está cerrado, así que de nostalgia anda impregnado el asunto.
Al ingresar al local se respira un ambiente tropical andino donde las mesas están cubiertas con manteles coloridos que recuerdan llicllas serranas y hasta los portacubiertos están forrados con el mismo material.
La comida es casera, con el caldo siempre adecuado al día characato, es decir, su chaque el lunes, su caldo blanco el martes, su caldo de casa el miércoles, sopa de fideos el jueves y para el viernes el chupe de verduras. Los segundos son variados y coloridos en la medida que el costo del almuerzo lo permite. Lo que sí está asegurado es la reposición de refresco.
La sonrisa es el valor agregado, ya que si bien el local no tiene adornos ni lujos, la atención, cuando me toca la susodicha, hace que se me alegre la tarde de trabajo, porque lo hace con tanta amabilidad que ni ganas de reclamar demoras me quedan. Que el local quede a dos cuadras y media de mi actual trabajo es también una ventaja que sirvió de jale para que mi compañero de labores en la oficina también vaya a degustar del asunto y estemos en plan de quién será el que conquiste a la guapa chaposa.
II
Han pasado dos meses desde que mi compañero me acompaña a almorzar y lo odio. Pensé que sería un momento de unidad, pero no, es un suplicio: almorzamos en mesas separadas y cada uno trata de impresionar a la muchacha. Pero está decidido, el veneno comprado y la oportunidad lista. Mañana acabaré con la competencia.
—Esteeee, tengo miedo que ella no me ame cuando haga cosas que no le gusten.
—No te preocupes, ¿Acaso no ves como tu abuelita me quiere mucho y me abraza y besa cuando viene? y eso que yo le hice unas que mejor no te cuento.
—Pero tengo miedo que mi Mamá ya no me quiera más.
—Entonces hijito cada día debes abrazarla mucho, recordarle cuanto la quieres, hacerle caso cuando te diga algo para tu bien, ayudarla en casa.
—¿Eso hará que me quiera más?
—No hijito, el amor de una madre es infinito y gratuito.
—¿Para qué sirve hacer todo eso?
—Una madre es un misterio de amor, las cosas materiales y superficiales no la llenan, el amor por sus hijos es más del que ellos le dan, pero a pesar de esos superpoderes que Dios les dio para amar, también necesitan saber que ese cariño que ofrecen gratuitamente da algún fruto, un resultado.
—¿Si hago mis tareas y guardo mis juguetes… es un fruto?
—Sí hijito, esos frutos de su amor deben reflejarse en que siempre seas…
—¡Honestos, responsables y obedientes!
—Exacto, para que cuando llegue el momento en que vayas a hacer una “travesura” recuerdes ese amor de tu Madre y al final hagas lo correcto.
—Gracias Papá, voy a ayudarle más a mi Mamá, a decirle siempre que la quiero mucho y que trataré de ser un buen hijo. Y tú ¿Me ayudarás a hacerla feliz también?
—Uy, jajaja hay que hacerse cargo de los consejos que uno da, también te ayudaré a hacerla feliz.
—Entonces ¿Me ayudas a limpiar el vaso de jugo que se me cayó hace ratito encima de la mesa?
—Jajajajaja demasiado inteligente eres para mi gusto a veces, vamos a limpiar entonces pero a la próxima más cuidado ¿Eh?
—Sí, tendré más cuidado ¡Porque quiero que mi Mamá me quiera siempre!
—Ya, menos charla ahora y trae la escoba que voy por el trapeador y ¡Cuidado con los vidrios!
Recuerdo la primera vez que fui a Iquipí, el pueblo de nacimiento de mi padre, ubicado en Río Grande en Condesuyos. Era de madrugada. Para llegar a la casa de los abuelos teníamos que atravesar una acequia que me pareció un río para mis seis años de edad. Luego íbamos por el borde de una chacra interminable. Cuando llegamos a la casa, nos recibió mi abuelo Santiago con un candil en la mano. Caí rendido.
Al día siguiente fue una sucesión de maravillas. La casita estaba ubicada en la parte alta de la bajada al río. A un costado estaba un enorme pacay frondoso y un guayabo cargado. En la cocina, estaba mi abuela Julia, soplando por un tubo el fogón y sobre rieles de metal descansaban sendas ollas tiznadas de donde saldrían manjares diversos. Por mis pies correteaban cuyes gordos.
Poco después la algarabía de unos gritos anunció la llegada de varios tíos cargando una red llena de unos animales monstruosos: los camarones de río. Mi abuelo amarró las tacas de un par de los más grandes y me los dejó para jugar en la batiente del descanso de la casa. El cuerpo principal alcanzaba el porte de una escobilla de esas de madera con cerdas de plástico y la tenaza principal otro tanto. ¡Animalazos!
La mesa del almuerzo aún navega entre los mejores recuerdos de mi existencia. En el descanso techado se puso una mesa grande y en el interior del primer cuarto de la vivienda otra para nosotros los primos. Los camarones estaban allí, hervidos, a lo largo del mantel blanco, papas humeantes, choclos y llátan molido acompañaban. Antes, un impresionante caldo de gallina de corral abrió campo en los estómagos para esa delicia de río que se comía con las manos y se degustaba con la conversación amena, recordando mi abuelo viejas anécdotas y las voces en coro de mis tíos y tías, mientras en mi mesa los primos nos reconocíamos como familia. Luego, el vino hecho en el lagar que construyó con sus manos el patriarca, alargó con su calidez el momento familiar, que aún flota en mis mejores recuerdos.
(Dedicado a todos los primos hijos de los hermanos y hermanas Medina Rivera)
Alguna vez te preguntaste ¿Porqué hacemos diferencias entre nosotros? Cuántas veces has sentido que no encajas, que no estás en la misma línea que los demás, o que piensas distinto… y eso te hace sentir menos importante.
En la inmensidad de una ciudad, en la lejanía de un grupo o en la inmediatez de tu familia ¿Has sentido que no vas por el mismo camino? que tienes algo distinto. Los demás también te hacen sentir así. Con sus palabras irónicas, con sus insultos directos, con sus ademanes, te impulsan a creer que eres menos o por lo menos ajeno a ellos.
Hay días en que te levantas y quieres compartir con el mundo lo maravilloso que eres, pero no sabes cómo y te hacen creer que ganado puntos, superando a otros, afiliándote a unos y pisoteando a tantos serás uno de ellos, un ganador, alguien que sabe. Al final realmente no entiendes en qué lugar estás… te siente solo…
Quisiera que pudieras verte como te vemos los que te queremos, que te apreciamos, te valoramos. Quisiera que pudieras comprender lo inevitable que es la verdad con respecto de ti, de mí, de los demás: Somos únicos e irrepetibles. Como tú no hay nadie más que sea tan especial en su distinta manera.
Las estrellas brillan siempre de noche y no se hacen problemas si una está más lejos o no, entonces, porqué seguimos sentados aquí en esta banca inmensa sin compartir con alguien nuestra voz, nuestras manos, sin temor a tocarlos con el corazón, a intentar conocerlos en el bemol mayor de sus alegrías y tristezas, porqué no estamos abrazados como hermanos y no dispersos como entes solitarios vagando por una galaxia de desencuentros.
Nadie es imprescindible, pero todos somos necesarios. Tu pasado hace tu presente pero no determina tu futuro. No importa el color de tu piel o el dejo de tus palabras, si tu corazón sonríe al dar y ofrecer tus dones a los demás.
Hay dos tipos de personas en este mundo, las que están dormidas y las que están despiertas. Lo único que nos diferencia es que tú estás allí y yo acá…
La clase estaba expectante, mientras el profesor dirigió estas palabras a sus alumnos:
«Al verlos a ustedes recuerdo a Julia. Su vida no fue glamorosa como muchos piensan: no asistía a las fiestas cuyas invitaciones llegan con nombre propio cuando estás en un medio periodístico, ni siquiera a los almuerzos que organizaban para los de su clase. Su cabello siempre en cola de caballo y esos lentes que nunca cambió de montura, eran su marca personal. Recuerdo sus uñas mordidas, los lapiceros que perdía constantemente, su horrible letra, su estrés perpetuo. Pero también recuerdo esa mirada llameante de furia cuando en los noticieros de la competencia aparecía un corrupto liberado, cuando un delincuente escapaba o cuando uno de esos que denunciábamos salía impune.
Su trabajo como periodista hubiera gastado a cualquiera con el tiempo. Ella persistió hasta el final. No es que siempre estuvo en medios, una oportunidad de hacer algo en el sector ambientalista la atrajo y allí estuvo varios años. Un día el contrato se terminó y regresó a la sala de redacción. Lo demás ya lo conocen por los noticieros. En esa curva la esperaba su destino con tres balas del narcotráfico.
Ustedes son estudiantes de periodismo de tercer año, sepan que algo así les espera si les apasiona su carrera. No hablo de la muerte trágica, hablo de algo significativo si aceptan el reto. Adquirirán esa mirada llamante de furia ante la injusticia, la corrupción, la desigualdad; alcanzarán ese sentimiento perpetuo de alerta, que hará que sientan al mundo como una gran noticia y será para ustedes el reto de superarse, de tener la portada, la mejor imagen, la filmación inédita, el enlace que dará a su público los elementos para descubrir la verdad, para después irse a la cama con la conciencia de haber dado lo mejor. Anhelen esa mirada jóvenes y, si la tienen, si sienten que no pueden contener la indignación ante las mentiras, el engaño, la barbarie, bienvenidos al grupo selecto de aquellos que no tenemos para comprarnos una Ford Navigator pero si dormimos tranquilos, no por haber hecho la diferencia en todas las veces, pero si por intentarlo siempre»
—Señores pasajeros tenemos serios inconvenientes, prepararse para un aterrizaje de emergencia.
Tiago no cayó en la desesperación. Antes de embarcarse su novia le dio la noticia que sería padre y tenía la certeza de sería varón.
Alguna vez leyó el cuento de un autor argentino donde el personaje iba a ser fusilado y pedía al universo que le diera tiempo para escribir un libro. Eso le dio la idea.
Y ya estaba allí entrando a la sala del hospital y recibir un robusto bebé que paró de llorar al contacto de sus brazos, después ese pequeño gateaba por la sala detrás, se sentaba, lo miraba y le decía “pa-pa” señalándole un vehículo de juguete, que se transformaba en uno a pedales en el que paseaban por el parque comiendo pipoca con esa mujer hermosa que estaba allí, entregándole su amor y prometiéndole la eternidad para despertarse asaltado por ese niño que lo apresuraba para su primer día de escuela, con ese uniforme que para la tarde estaba manchado de colores, los cuales compraba junto con papel porque decidió que la pintura era su pasatiempo y dibujar a su padre metiendo goles su afición, la cual cambió en la universidad por una cámara de fotos que usaban mientras hablaban de futbol, su trabajo como entrenador con ese pequeño de barba que ahora era un consagrado foto reportero en el Folha y llegaba con la noticia que llegaba el heredero de ambos, el nieto que jugaba a correr detrás de una pelota, compitiendo con la esperanza de que heredara el tiro directo del abuelo contra las ganas del papá de que sea un ingeniero ambiental para risa de su nuera y llegar a ese momento, rodeado por todos esos rostros que vio envejecer, despidiéndolo, amándolo en abrazos y decirles que los amaba, que vivió sus historias, dolores, amores, fracasos, victorias y besar a esa mujer bella y plena que le decía que ya era tiempo de partir, que sea valiente y por fin Tiago abrir los ojos y sentir como el avión se estrellaba, pero con la certeza de haberle hecho una jugada magistral a la muerte y anotar su gran gol a la eternidad.
El sol se ocultaba en el Mar Mediterráneo. Intentaba recordarlo, o por lo menos, evocar su rostro. No lo conseguía. Estaba en el mismo hotel en el que pasó las vacaciones hace 20 años con su familia en ese nuevo año. Al tercer día, durante la cena, mientras bebía su primer vaso de vino permitido frente a sus padres, lo vio a la distancia.
Al parecer él también la registró en medio de tantas bellezas crepusculares que había en el salón. Al momento del baile se acercó. Las luces cambiaron a juegos de colores de moda. No necesitaba saber que era él en el barullo de la música. Lo sintió.
En el paseo bajo las estrellas él le confesó que era estudiante de gastronomía y que estaba realizando prácticas en la cocina de un hotel cercano y que consiguió colarse a la fiesta en ese para distraerse algo de las labores culinarias.
Ahora ella estaba en esa playa que fue testigo de su primer beso de amor. Se tocaba los labios intentando recordar el sabor de los del galán añorado.
Él se despidió prometiendo que se encontrarían allí cada verano. Ella no volvió. Sus padres se separaron al siguiente año y solo pudo darse el lujo del viaje recién dos décadas después. Y allí estaba en ese comienzo de año. Se sintió como una tonta. Eran veinte años. Nadie espera tanto tiempo. Ella tampoco. Se casó, se divorció. Un arranque de rebeldía contra los 38 años que cumpliría la hizo rebuscar en su memoria el momento más limpio en el que fue feliz. Y era ese.
El hotel había perdido mucho de su magnificencia y lucía modesto. En la cena pidió una chuleta de res adobada en especias finas. Al probar el primer bocado, de golpe el sabor le recordó todo. El rostro del muchacho, sus ojos acaramelados, el cabello negro, su porte, sus manos cálidas, el sabor de sus labios, todo. Se levantó y pidió si podía ver al chef.
Este llegó extrañado. Al divisarla no pudo evitar soltar un grito de asombro y correr hacia ella.
—¡Tú!
—Sí, yo.
En una mirada se dijeron todo lo que tenían que decirse y mucho más.
Quiero contarles la historia sobre un héroe. Estábamos un fin de semana mi familia en la playa de La Punta en Camaná en febrero de este año. Alrededor del mediodía los gritos desgarradores de una mujer nos alertaron que algo pasaba. A un costado nuestro un hombre colocó a un bebé en una de las mesitas que saben dejar los jaladores de los restaurantes. No sabíamos que pasaba. La mujer sólo decía: “yo la deje un ratito nomas, ¡ayúdenme!”. Mientras buscábamos a un salvavidas el hombre, que después supimos se llama César Postigo Hernández de 48 años, le estaba dando respiración boca a boca y masaje cardiovascular.
Los segundos pasaban angustiosamente y era fácil comprender que si no respiraba la pequeña, su cerebro no recibiría oxígeno y podía morir de un momento a otro. La pequeña reaccionó un poco, inmediatamente el hombre la llevó en brazos hasta la posta que debería estar abierta y atendiendo, pero nada, no había nadie. Sin detenerse paró una movilidad y se la llevó al hospital de Camaná. Los familiares de la pequeña se embarcaron en otra movilidad.
Todos estábamos preocupados y pensando lo peor. Cuando volvimos a nuestras respectivas carpas y lugares notamos que el caballero había dejado sus cosas sin pensarlo dos veces. Allí supimos que no era familiar de la mujer de la bebé de ocho meses. Pasamos la siguiente media hora algo angustiados. Por fin volvió y supimos que la pequeña estaba estable. Allí supimos que Postigo es Teniente de Bomberos en Moquegua 74 y que apoya a la de B19 de Arequipa.
Nos quedamos sorprendidos, claro podemos pensar que era su deber, pero es justamente que gracias a ese cumplimiento de su deber desinteresado y su actuar inmediato sin pensar en que estaba de vacaciones o de franco, lo que permitió que esa niña se salvara, una pequeña que ya estaba cianótica, azul. “Yo no quisiera que se hable mucho de mi sino que se valore lo que se nos enseña en los Bomberos, estamos para ayudar porque sabemos que debemos actuar rápido, quiero aprovechar para decirles a los papás que cuando lleven a sus bebés a la playa tengan en cuenta que los cambios de temperatura pueden afectarlos y claro no deben descuidarlos”.
Quiero confesarles algo, políticamente incorrecto para muchos hoy en día: cuando se fue el grupo al hospital, mi esposa, mi pequeño Mathias de 5 años en ese entonces y yo rezamos un Padre Nuestro y un Ave María, sin aún saber el destino que correría la pequeña, pero con la esperanza de que Dios actuara. Lo que quiero decir es que realmente actuó, movió los corazones de las personas que alertaron con sus gritos a todos nosotros permitiendo que Postigo llegara de un salto donde la pequeña. Yo no dudo que Dios también le imprimió confianza en su propia experiencia para hacerse cargo de la situación y ganarle los segundos necesarios a la parca. Para nosotros, que aún estamos maravillados por el tema, no tiene otra explicación, fue un milagro y Postigo un héroe, uno de esos que necesitamos cada día, uno que lucha por la vida en donde esté para servir.
—¿Nos despedimos en la mañana? Digo ¿Me despedí de ustedes no logro recordar?
—¿A qué vine eso ahora? No me parecería raro que te olvides de algo así, todo el tiempo paras en otra. Hasta siento que estás más interesado en las cosas de los demás que en nosotros.
—¿Porqué lo dices?
—¡Eres conchudo! tienes full trabajo y todavía te comprometes a más reuniones. Sabes que no hay necesidad de que tengas más cosas y está lo de tus presentaciones y eso, te quedas hasta tarde haciendo diapositivas y no sé que más en la computadora.
—Ese “No-sé-qué-más” ¿Se refiere a algo?
—No lo sé, ni me importa ya, estás tan pegado a ese celular que no me asombraría que salgas con alguna cojudez y ya sabes que una sola que hagas y esto se acaba.
—No lo veo de esa manera, lo siento, es que sabes que trabajo por allí también.
—Las mismas excusas de siempre, ya eso no me convence, pero al final es tu problema, te estás perdiendo lo mejor de tus hijos. A ellos no los encontrarás en el Facebook.
—Sé que pierdo tiempo, no puedo explicarte porqué, no es que me importen más las cosas de los demás, es solo que a veces siento que si me despego de estar conectado algo podrá pasar y me lo voy a perder.
—¿Estás consciente de lo que hablas? No vas a perderte de nada, solo de que alguna de tus amigas deje de poner alguna tontera sobre que sufren o buscan pareja o de tus amigos sobre fútbol o chistes tontos… que, ¿Ese video de un padre pobre va a cambiar el mundo? ¿Compartir esa noticia sobre un ataque en la chirisuya va a ponerle paz a la violencia¿ ¿Que te bronquees con medio mundo porque no piensan igual a ti va a devolverte las horas que no juegas con tus hijos, que no pasas conmigo?
—Tú también revisas tu celular a cada rato.
—Lo sé, no sabes cuánto odio hacerlo, pero verte allí sentado en la mesa y que estemos hablando y luego sacas el aparato y te metes de lleno allí me enferma y hago lo mismo, tratando de entender que encuentras que sea más importante que nosotros.
—¿Lo encuentras?
—No, pero empiezo a buscar nuevas recetas, terapias para nosotros, para el Juani que tiene lo de su falta de atención, lo de Susanita de la dislexia, tantas cosas, pero todo tiene que ver con ustedes, ¿Cuánto de lo que ves se refiere a nosotros?
—En realidad, no mucho, más son más cosas del trabajo, de los amigos que me tienen que dar respuestas, a veces hasta me pierdo leyendo noticias pasadas que ya leí varias veces.
—¿En serio? Bueno, por lo menos estás siendo sincero.
—No quiero engañarte, menos ahora… ¿Me despedí de ustedes en la mañana?
—¿Por qué me preguntas de nuevo por eso? No te pongas dramático si vas a hacer alguna tontera no tienes que atormentarme llamando para darme a entender algo, no creo que nuestra vida sea tan terrible para que pienses en matarte ¿No?
—Sabes que no, solo es que quisiera recordar si lo hice, todos los días cuando me voy al trabajo trato de acordarme cómo nos despedidos, fuera si nos enojamos o no, me aseguro que por lo menos les dije chau, que nos pudimos ver antes que salgan por la puerta.
—Si nos despedimos… estabas en la cocina terminando tu café, los chicos fueron donde ti y les diste el beso de despedida.
—¿Te lo di a ti?
—Quisiera tener más tiempo en la mañana para despedirnos bien pero a veces no se puede, tendrías que levantarte más temprano para poder ayudarme siempre te lo pido, bueno, pero sí, me diste un beso rápido.
—Gracias, mil gracias.
—Oye, estás loco o qué no me preocupes más de la cuenta, que demon…
El ruido del timbre de la hora de salida la despertó. Estaba sentada en una banca del colegio de sus hijos. Trató de despejarse un poco, pero fue interrumpida por el teléfono móvil que empezó a sonar. Sus gritos luego de recibir la noticia de la muerte de su esposo, alarmaron a todos los padres que también esperaban a sus hijos en ese momento.
(Relato aparecido en Semanario Vista Previa – 10.10.2016 Arequipa Perú)
Desde hace algunos días me encanta que mi Papá me hable de la Luna.
Me cuenta que está muyyyyyyy lejos, pero que está presente, casi cerquita, en muchas cosas que hacemos.
No entiendo todo lo que me cuenta, pero sé que algo tienen que hacer con la agüita de los mares y como los marineros la siguen atentamente para saber cuándo salir a pescar. Ummmmmhhh, con lo que me gusta el pescadito que prepara mi Mamá, ese que ella pesca de la lata, ya se me despertó el apetito.
También la Luna tiene algo que ver con ese papel con números que Papá va tachando en la pared y que cada vez que se acerca al final lo pone intranquilo. Me cuenta que por ese papel sabemos cuando la Luna va a estar presentable, así: tan bonita, o cuando no la veremos nadita…
Creo que estoy enamorado de la Luna… aunque no sepa que es eso de enamorado, jejejejeje. A veces escucho cuando alguien está muy interesado en otra persona, pues que está enamorado.
Ayer me di cuenta de eso. Salimos con mis papás, mis tíos y mi abuelita Lili a los juegos mecánicos, pero no sé qué juegos eran porque lo único que veía era dar vueltas y vueltas a la gente, hasta a mi mismo me subieron aun trencito pequeño y vuelta y vuelta, eso lo puedo hacer en casa y sin pagar moneditas.
Pero nada de eso me importaba, como ya era de nochecita, el cielo estaba negro-negro y la Luna estaba allí, como una moneda del color de mi lechita. Yo repetía “Luna-Luna” y todos reían, pero como no dejaba de repetir y de buscarla con la mirada, dejaron de tomarme interés.
Le escuché a mi Papá que los hombres desde siempre la querían, porque estaba tan alto y lejana, que era una meta llegar a ella. Un día lo consiguieron y fueron muy felices.
Yo quiero también llegar a la Luna, bueno, para que me entiendan mejor, quiero cumplir grandes metas, aún no tengo idea cuales, a veces es aprenderme de memoria los 10 primeros números, otra es los colores de mi caja de lápices, cada día tengo una nueva meta, por eso quiero a la Luna, no porque ahorita quiera embarcarme en un cohete y viajar hacia ella. Soy un bebé todavía. Pero recordarla me hace esforzarme en cumplir mis metas, soñando al igual que esos hombres de la antigüedad con conquistarla, y como al final lo lograron yo también lograré mis pequeñas y después grandes metas, ¡Estoy seguro de eso!.
Pasó el otro día mientras yo dormía, pues como si la tierra se empezara a despertar de un largo sueño, pues todo se movía. Mi Papá llegó a mi lado porque empezaba a querer llorar, Mi Mami mientras tanto, prendía la luz para poder ver si todo estaba bien y todos juntos nos colocamos en la entrada del cuarto.
Cuando todo pasó nos acostamos de nuevo y yo, en mis sueños de bebé, tuve algo así como pesadilla donde todo se movía y no podía tomar mi leche porque el biberón saltaba de un lado a otro. Realmente no me gustó el sueño.
Días después otra vez se movió como gelatina la tierra y ya estaba algo de mal humor. Escuchaba atentamente a mis papás, a mis tíos y a todos para saber porqué es que no paraba de temblar la tierra. Pero pocos se preocupan de dar explicaciones a un pequeño como yo.
Me imaginaba que en el interior de la tierra una gran tortuga despertaba y empezaba a comer y por eso todo se movía. También pensé que algo había chocado contra… no sé… uno de esos lugares lejanos y que por eso se movió todo. Trataba simplemente de explicarme algo porque de verdad, y aquí que me guardan el secreto: Tuve miedo.
A veces tenemos miedo creo yo, por eso mi Papí me abrazó fuerte ese día o mi Mamí se preocupó porque tuviéramos luz. También después mi abuelito Isaac llamó para saber como estábamos mi abue Lili y otros familiares también. A pesar de mi miedo también aprendí que estas ocasiones son para unirse las personas.
Papá comentó hoy que en algunas partes del mundo, es decir más allá de donde termina la liniecita a lo lejos, había personas que pasaron por temblores más fuerteeeeesssss y ya ni tenían casa. Ummmmmm pienso que así como nosotros nos preocupamos por un temblor que tanto tanto no fue, podríamos preocuparnos por saber cómo estaban esas demás personas que sufrieron más que nosotros. Me contó que aquicito nomás, como dice él, en un lugar llamado Caylloma, las personas se quedaron sin casitas y muchos se fueron al cielo… Pero también me dijo que muchas personas las ayudaron y michos más se salvaron porque estaban prevenidos, no se adonde se vinieron pero creo que mi Papá quiso decir que desde mucho antes sabían que podía pasar eso y tuvieron muuuuuchoooo cuidado.
Ahora mis sueños ya no son feos, sino al contrario, me imagino a mi mismo yendo donde esas personas y decirles que todos vamos a ayudarlas, que no solamente nos preocupamos por ellas cuando pasan las desgracias, sino también después, cuando ya todo ha pasado.
A veces pienso que Diosito en el cielo no dejará que nos pase nada malo, pero, si llegara a moverse mucho más la tierra, espero que su amor les diga a las personas allá afuera de mi ciudad que nos ayuden, porque nada alegra más el corazón que saber que le importas a alguien aún cuando no te de algo o no te conozca. Los temblores tendrían que también poder hacer cambiar los corazones de un lado a otro, para que todos nos podamos conocer y querer aunque sea preguntándonos, están bien, no les pasó nada, me alegra que todo haya pasado… es más, creo que no se necesita de temblores para levantar esa cosa que trae a las personas para hablar cerquita y preguntarles como están, ¿Se animan?.
Lo esperó a dos cuadras de su casa, justo en ese callejón estrecho y oscuro entre los dos edificios de departamentos. Con su metro con cuarenta centímetros no causaba miedo, quizá ternura, MÁS con esos lentes de medida. Era la clásica imagen del niño al que golpean en el recreo y le quitan el dinero para el almuerzo.
—Oye, Juan.
—¿Qué haces aquí chato?
—Ven te tengo que dar una cosa.
—Ya mañana te pido la plata, no es necesario que me des hoy, a menos que quieras ahorrarte algún golpe, jajajajaja.
Una fuerza extraña impelió al bravucón hacia el callejón, no acababa de reconocer qué pasó cuando sintió mucho dolor en la cabeza. Aquello que lo golpeaba no le daba respiro, en las costillas en el brazo con el que intentaba protegerse, en la pierna, en el pie.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor!
El apodado “chato” se detuvo.
—Mira sé que no eres más que pura boca, sabrás pelear algo, pero mírame, un pequeño como yo acaba de molerte a palos con un bat de beisbol y ni te imaginas que sé hacer con una navaja. El trato es el siguiente: me darás la mitad de lo que juntes en los recreos, y cuidado con engañarme que sé cuánto sacas. A cambio te avisaré con tiempo cuando quieran denunciarte con los profesores y también te ayudaré para que apruebes algunos cursos, que los dos sabemos estás casi por repetir este año.
—Está bien, está bien, pero deja que me vaya —dijo entre sollozos el niño herido, se paró e intentó correr, pero los golpes recibidos en la pierna fueron más, así que se fue rengueando.
El dueño del bat sonrió mientras veía alejarse al bravucón de su escuela.
—¡Oye chato!
El grito vino de arriba, de una de las ventanas, un niño, el más flaco y granoso de su año le estaba mostrando un smartphone en el que se reproducía la golpiza de hace pocos minutos antes.
—Creo que tenemos un trato, voy a querer protección y el 30% de lo que te de Juan.
—¡Claro! No me gustabas al principio, hasta creí que eras un odioso por cómo te comportabas y hasta me ignorabas, pero luego, no sé, puede ser que me gustara tu forma de hablar así tan seguro de ti, eras algo inocente para expresarte, no me malinterpretes, es que siempre decías lo que pensabas, aún cuando le cayera mal a los demás, eso me gustó, sí, más que si fueras guapo o no, que para mí lo eres y serás siempre, tus palabras siempre para mi sonaron reales, nunca de mentira —le dijo ella.
—Yo te amé siempre, aunque no lo sabía, aún sin conocerte supe que te encontraría y, sí, tampoco es que me gustaras al principio, no puedo negar que después me sorprendí a mi mismo pensando en ti, en la forma de tus labios, en lo que dirías. Trataba de contarte tantas cosas y me salían puras tonterías y ¡Cómo te reías de mi! Intentaba que siempre rieras… al final no sé si lo conseguí, hay tanto que quise hacer por ti, por los chicos, me faltaron las fuerzas, voluntad… te hice pasar malos ratos también… ¡Perdóname!
—No hay nada que perdonar amor —respondió la anciana volteando la mirada hacia la ventana. Allá, a lo jejos, las torres de la Catedral se notaban con el fondo nuboso de esa tarde de junio.
Afuera resonó un trueno. Ella continuó hablando.
—Esta ciudad fue mi cómplice. Cada vez que me peleaba por alguna tontera en casa, salía a recorrerla, por sus calles empedradas del centro veía escaparates en las tiendas de los judíos, solo ver, porque sabía que no teníamos para comprar esas maravillas. Hasta que abrieron la tienda de la Uruguaya. Allí me compraste un vestido y traje completo ¿Te acuerdas? Para ir a la graduación de Marcos. Cada vez que uno de los chicos terminaba la secundaria me comprabas un nuevo traje sastre completo. No sé porqué me acuerdo de eso ahora, soy una tonta, de repente debería contarte secretos míos que atesoré, como la camisa que usaste en tu primer empleo como cuidante en esa fábrica. La lavamos cuantas veces y hasta el cuello le cambié varias para que no se notara lo vieja que se ponía. Allí la guardé durante años. También recuerdo la vez que me fui de la casa por varias semanas ¿Te acuerdas?. Mi hermana me prestó un calendario para que fijara las nuevas fechas de mi independencia, pero lo que más hacía es marcar los días lejos de ti. No quiero saber nunca si al final hiciste o no hiciste aquello, ya no es importante, lo que sí importó es que lucharas por nosotros y decidieras por mi ¡Por mí!, que era una furia cuando me enojaba y te trataba tan mal muchas veces, pero no te fuiste ni nos dejaste, seguiste allí. No quiero que te sientas mal recordando tal o cual error, solo quiero que sepas que nunca me arrepentí de volver a intentarlo.
La frazada del anciano se corrió un poco y su esposa se la acomodó.
—Volvería a luchar junto contigo por ahorrar esos soles para que estudiaran los chicos. Sé que Diego no terminó la universidad, pero al final le fue bien, como me decías, él encontraría su camino y al final lo hizo, aunque el miedo siempre me consume cuando escucho que asaltaron a un taxista. Gabriela siempre fue más hábil con las manos que con los números y mírala ahora: tiene su propia tienda de ropa y hasta va a abrir una sucursal o no sé qué en Lima. Las tardes que pasamos los cinco en Tingo o en Sachaca, las veces que nos fuimos a Chapi, ese viaje a Cuzco, la vez que nos quedamos todos durmiendo en la playa en Mollendo porque teníamos flojera de subir hasta el hotel. Cada cosa la atesoro y la guardo para mí. No logro entender cómo es posible, pero lo malo ni lo tengo en cuenta, es como si una vela se consumiera y no volviera a prender, sí me acuerdo de las penurias que pasamos, pero son algo lejanas, ahora me siento más preocupada por los hijos de Marcos que no entran a la universidad, o la hija de Gabriela que se quemó el bracito con el agua hirviendo o por Daniel que a veces llega muy tarde y su esposa no le gusta eso. Son nuestros hijos, no son malos, al contrario, se esfuerzan por salir adelante y solo puedo agradecer por su vida y agradecerte a ti porque me diste la mejor de todas las aventuras y si pudiera volver a escogerte lo haría mil veces, nunca lo dudes.
Se calló por un momento, mientras a lo lejos se escuchaban los truenos. Una vez callado el retumbar del cielo, un sonido continuo se sobrepuso ante el silencio e inundó el cuarto de hospital con su anuncio.
Entraron los hijos y sus familias, seguidos de una enfermera. La anciana seguía mirando por la ventana hacia el horizonte, mientras con una de sus manos apretaba la de su esposo que acababa de partir.
El novio de la hija mayor de la familia era un gringo alto con mirada fría. El primer error que rompió el hielo de su llegada fue decirle “inglés”. Allí entró en una explicación del porqué Escocia era el mejor país no independizado del mundo y que los “usurpadores”, como llamaba a los ingleses acompañada la expresión de una palabra universal que era un insulto, algún día pagarían por la humillación. Cualquiera que fueran sus razones patrióticas, el enorme escocés después de eso se ganó la simpatía de todos los familiares de muy arraigada estirpe arequipeña y hasta sonrieron mentalmente recordando que también la región se consideraba “separatista”.
Chapurreaba el visitante un español básico, así que la mayoría de veces la enamorada veinteañera, estudiante de psicología en una universidad local, era la traductora. El padre de la familia aceptó de mala gana que el pretendiente virtual llegara desde las antípodas a su casa, en Sachaca, barrio tradicionalista de la ciudad, enclavado en medio de una campiña llena de chacras y establos. Si dio el permiso finalmente fue porque la amenaza de la hija de viajar al encuentro del gringo era más que posible, así que mejor traer al enemigo para tenerlo cerca y vigilarlo.
Los primeros días fue gracioso ver al pobre tratar de comer los potajes contundentes de la región. Los chupes seguidos de los segundos llenos de arroz y papa pusieron a prueba al pálido espécimen. El llatan que acompañaba las comidas lo hacía sudar, pero resistió estoicamente. El tomar de una sola sentada un enorme vaso de chicha con cerveza negra, lo hizo entrar en la familiaridad de ese primer domingo.
El resto de la semana transcurrió lánguidamente en una ciudad que no se comparaba con Edimburgo, de donde era el escocés de ojos verdes. Arequipa es una ciudad circundada por tres volcanes, llena de historias que el padre contaba con ayuda de la hija y llena de novelerías que le contaba la madre al visitante, sin ayuda de la hija porque al final solo era necesario que la escuchara, no tanto entenderla.
Justo por esos días se desató la noticia sobre el “chupacabras” que se despachó en una noche a cuatro ovejas, propiedad de algunos chacareros del barrio.
—My no saber que ser shootpakapras.
—No Dereck, es “chupacabras”, es un demonio de la sierra que se come a los animales de granja chupándoles el interior —le explicó pacientemente el papá, traduciendo la hija y asintiendo finalmente el visitante, abriendo los ojos cuanto más le contaban del supuesto ser que en esos días atacaba cerca de la casa en la que estaba alojado.
—Cómo ser ese shootalabras.
—Es chupacabras, bueno la cosa es que es una criatura que tiene la piel de un reptil, así, con escamas duras de color verdoso. Tiene unas espinas a lo largo de la espalda y sus manos terminan en unas garras que cuando se acercan a las ovejas ¡zas! Le abren el estómago y se comen todo lo de adentro ñam ñam.
Esa última parte de la descripción no fue necesaria de traducir ya que el salto que metió Dereck fue de risa general, hasta él mismo se rió de su temor.
—Good history papa Alejandro —dijo entre risas el gringo, sin que la forma confianzuda de llamar al regente de la casa se percibiera en ese momento de alegría y de anécdotas.
La hija aprovechó para anunciar que el domingo su novio prepararía un plato tradicional de su tierra. Todos aplaudieron. El sábado por la noche, en completo secreto, pero vigilados auditivamente por la madre y el padre, los jóvenes se divirtieron haciendo un desastre en la cocina a puerta cerrada. La mañana del domingo, como era costumbre todos fueron a participar en la Misa dominical en el templo central. Luego comieron barquillos, raspadillas y regresaron a casa, donde les esperaba un almuerzo especial.
Sentados a la mesa estaban, aparte de los papás, los dos menores hijos y el mayor que llegó como todos los fines de semana, con su esposa y un pequeño en brazos. Todos sentados en la mesa esperaban la delicia escocesa que traerían de la cocina. La puerta se abrió y Dereck entró con una bandeja tapada con una de las ollas de la madre. Puesto en el centro el plato improvisado fue destapado para mostrar una especie de pelota amorfa de color gris verdoso que humeaba por lo caliente.
Nadie se atrevió a decir ni una palabra. La hija que entró en ese momento trayendo arroz y papas hervidas junto con algunas verduras cocidas, dijo alegremente: —¡Es haggis! —como si hablara en chino, todos los viandantes la miraron— Es un plato tradicional, coman y no sean malcriados que nos hemos demorado bastante en hacerlo, al final les cuento de qué se trata.
Una vez repuestos y para no causarle mala impresión al pretendiente, todos esperaron con paciencia que se abriera la bolsa parecida a un blader mal inflado y de allí saliera unos pedazos de carne de diferentes matices mezclados con lo que parecía un rehogado con cebollas y otras cosas más. Pero el sabor no era malo, al contrario era agradable, rico mientras aumentaban las masticadas, la textura de la carne recordaba al rachi de panza o a los chunchulies o caparinas.
Mientras duró la comida se hablaron de diferentes temas. El escocés explicó algunas cosas sobre el tema de las mentadas faldas y sobre los deportes con lanzamiento de piedras, mientras que los varones de la casa se lucieron contando cuentos y leyendas, incluyendo la que estaba de moda sobre el chupacabras. Al final de la comilona, y abriendo una botellita de vino de las que celosamente se guardan en el mueble de la sala, el padre preguntó, mientras sin disimulo se desabotonaba el pantalón para darle libertad a la panza llena.
—Oye hija y al final ¿Qué tenía el plato que nos has servido?
—Es una comida hecha con el pulmón, el hígado y los riñones del cordero que se mezclan con otras cosas más y se cocinan en el estomago durante horas, por eso nos demoramos ayer tanto Papá —terminó por decir la única hija del matrimonio, aquella pequeña de rulos negros, tan bella, tan inocente para sus padres.
—¡Carajo! ¡Tú eres el chupacabras! —gritó el padre mientras se paraba rápidamente sin percatarse que el pantalón se le cayó, cosa que nadie de la familia pudo ver ni reirse porque corrían hacia los baños de la casa para tratar de sacar de su interior el potaje que, estaban seguros, era producto de la matanza de indefensos animales, encontrados destripados y divulgadas sus fotografías en todos los medios de prensa de la ciudad.
—¡No! ¿Papá, qué te pasa? Dereck no es ningún chupanosequé ni nada.
—Pero hija, todo encaja —dijo el padre mientras se levantaba el pantalón e iba a una esquina de la sala donde una escoba esperaba por coincidencia que la tomaran y fuera alzada en alto cual la espada de Eduardo I.
—Deja eso Papá, ¡Mamá, dile a mi padre que no amenace a mi novio!
—No puedo hija porqu… (brrrrrrr)
El pobre escocés no sabía de qué se le acusaba, pero intuía que allí iba a darse una batalla parecida a la del Puente de Stirling, así que se preparó con los puños en alto para resistir a lo William Wallace.
—Pero Papá ¿Qué hablas? Lo del cordero lo compré en el mercado San Camilo.
—No trates de encubrirlo hija querida y hazte a un lado que tengo que vengar esta afrenta, en mi casa no puede haber un asesino de pobres e indefensas ovejas, aún por más rico que estuviera esa cosa con nombre de pañales.
—Papá entiende yo compré los bofes y las tripas, deja eso ya por favor que me va a dar un ataque de nervios.
Ya regresados los otros miembros de la familia y escuchadas las razones, creyeron en la versión de la joven así que tranquilizaron al padre y al novio. Pasadas las horas y con algo más de vino todo iba quedando en una anécdota que se contaría en el futuro con añadidos y demás.
Ya en la noche, cuando todos se han acostado, la joven al entrar a su cuarto se cambió de ropa por una más cómoda y de color negro, sacó debajo de su cama un machete y unas bolsas que acomodó en una mochila junto a otros enseres y se escabulló por la casa hasta la puerta de la calle y salió.
—Esto me pasa por no cortarles también las cabezas a las ovejas la vez pasada, ahora ya les prometí hacer cabeza asada a la escocesa. El establo de Don Humberto está algo lejos tengo que apurarme —pensaba la muchacha mientras apuraba el paso por entre las chacras.
La cosa va bien, has caminado sin encontrarte con nadie desde tu casa hasta la tienda y estás de regreso. Es un pueblo nuevo, no conoces a nadie. Los primeros días evadiste con maestría a varios posibles contrincantes y adversarios, chicos de tu edad que podrían atacarte solo por el hecho de ser tú de la sierra y ellos de la selva. Pero no ha sucedido… aún. El último tramo es una calle larga con el camino afirmado de tierra rojiza, propia de esa zona, con los árboles creciendo a los costados sin orden. Por un instante te pierdes en esa contemplación del paisaje sin mayores preocupaciones, cuando en eso lo ves: es un chico de casi tu altura que viene en dirección contraria. Pensamientos se suceden unos tras otro para descubrir la mejor manera de evadir lo inevitable. No hay calles laterales por donde doblar. Tu casa está aún lejos. No hay tiendas donde simular una compra. Ya se acerca y está justo de tu lado, viene directo, no hay escapatoria, si intentas cruzar al otro lado de la calle mostrarás cobardía y si no te pega ahora se lo dirá a sus amigos y ellos sabrán que tuviste miedo. No debes reducir tu paso, hacerlo igual demostraría temor. Debes aparentar normalidad. Mirarlo a los ojos tampoco ayuda porque estarías buscando bronca. Ya se acerca, tensa los brazos por si acaso, ya viene, unos paso más, mira para adelante, afirma el hombro ¡Eso es! El golpe es seco, ninguno se movió mucho. Los hombros se tocaron con rudeza pero nada más, sigue adelante, ni se te ocurra voltear, puedes respirar tranquilo, demostraste tu valía, no contará nada a sus amigo pero te tendrá respeto, sobreviviste un día más, infla el pecho, camina con aire de valiente, te lo mereces.
Mi mami tiene el olor a la felicidad. Claro, dirán que yo, como un niño pequeño, no sé que es la verdadera felicidad, porque no he vivido ni he experimentado muchas cosas en mi cortita vida.
Pero, vamos a ver: ¿Qué es la felicidad?.
Unos me dirán que es comer. Claro, ustedes podrán comer muchas cosas que comprarán con sus redondos de metal y esos papeles que los vuelven locos cada fin de mes. Pero no hay nada como comer algo preparado con amor, durante la mañana, sentir los olores confundirse uno a uno en una preparación que llega calientita a la mesa, con una sonrisa que nadie la tiene, ni siquiera esos cocineros de la caja de colores que hacen nosequé plato a la nosecuán, carne alamisimisi y fua fua que no tiene el sabor que le pone mi mami a sus tallarines rojitos o a sus arroces con pedacitos de pollo.
Otros me dirán que la felicidad está en viajar por el mundo. Con mi mamí un paseo al parque es una aventura sin igual. Los árboles serán los mismos, el pasto también y hasta los mismos chicos grandes con sus aparatos de ruedas y sus cajitas de colores portátiles que los vuelven bobos. Los juegos que inventamos con mamá, nos llevan por galaxias, por valles sin descubrir, a ver grandes finales de fútbol y vivir la emoción de las carreras de carros. Cuando vamos a visitar a papá a su trabajo y hasta cuándo vamos donde los señores de blanco que tanto temo, aún allí, una salida con mamá es una aventura sin igual.
Muchos dicen a mi alrededor que la felicidad la traen los redonditos y los papeles de fin de mes, los carros y las cajas de colores modernas y grandes, los olores en botellitas caras o esos cuadrados de colores pequeños y ruidosos. De repente aún me falta crecer y comprender porqué esas cosas los hacen felices a varios de ustedes. Como dice mi tío José Alfredo, debo hacerme uno con los demás para comprenderlos, aunque no entienda bien que es eso, debe ser “tratar” de ponerme en sus zapatos y ver el mundo con sus ojos.
Pero, aún así, y aunque me digan que soy terquito y no comprendo el mundo de los adultos, no puedo dejar de creer que el tener este tiempo con mamí es el mejor que me llevaré de esta etapa de mi pequeña vida. Ese olor de sus abrazos será un bello tesoro que me sostendrá cuando me caiga, que me retornarán a una época feliz cuando me ponga triste y me darán valor para también darle esa felicidad cuando tenga una familia como la mía.
Así que, especialistas en felicidad de todo el universo, disculpen que los contradiga y que les repita que no hay mejor felicidad para mí que estar con mi mami ahora y en este momento. ¡Gracias Mami Patty por tanta alegría en mi pequeña vida!
La cantante paseaba entre los pabellones del cementerio en pleno domingo, Día de las Madres, cuando divisó a un posible cliente.
—Señora ¿Quiere que le cante algo a su madrecita?, hoy por el Día de la Madre tengo rancheras de Juan Gabriel, o si quiere alguna de Roberto Carlos, canciones de José José, usted dígame cual le gustaba a su mamá en vida y se la canto, solo 5 soles tres canciones.
La mujer levantó la mirada y ya tenía la intención de decirle que no gracias a la mujer vestida de mariachi, cuando de algo se acordó.
—A ella le gustaba una canción, pero no me acuerdo, una de un tal Fernández…
—Ahhh de Vicente Fernández, de repente le gustaba “Estos Celos” —dijo la artista y empezó cantar, pero fue interrumpida por la doliente.
—No, no es esa canción ni tampoco el cantante, creo que es de su hijo… sí, ahora recuerdo, Alejandro Fernández, ese es… la canción creo que era sobre la voz, no me acuerdo bien…
—¡Claro!, “Se me va la voz” es la canción señito, esa me la sé, tiene suerte porque solo yo la conozco aquí, los demás no saben de esas canciones nuevas. Oiga, pero qué moderna era su mamacita —trató de alegrar en algo a la deuda la cantante.
—No, no era mi madre.
Un nudo en la garganta se le formó a la mariachi. Un golpe de dolor le oprimió al pecho al comprender que estaba frente a una… trató de buscar en vano la palabra, aquella que no existe para nombrar a la madre que pierde a un hijo. Sin decir más, empezó a cantar.
El niño, aprovechando un silencio prolongado en la mesa después del almuerzo preguntó:
—Mamá… ¿Soy malo?
—¿Por qué piensas eso hijo?
—Es que así lo siento, no sé, a veces pienso que por eso me porto mal y te hago renegar, que por eso no tengo amigos y nadie me quiere. A veces me siento raro, como si no encajara en ninguna parte, hablan a mí alrededor pero no los entiendo, es como si fuera distinto, todos van hacia un lado y yo voy al contrario. Siento que soy malo porque pienso cosas extrañas y tengo odio… o no sé si es odio, pero me enoja que otros puedan tener cosas que yo no, o que puedan comer cosas que no podemos… sé que el dinero nos falta y sé que debo agradecer lo que me das, pero a veces no puedo evitar sentirme así, con cólera y eso me da rabia porque me digo a mí mismo que no sentiría eso si fuera bueno, si fuera el hijo que desearías. Muchas veces quisiera irme para que no sufras viendo mis notas o las travesuras que hago, los problemas que te causo, las peleas en que me meto, pero es que a veces siento que no puedo decir las cosas o defenderme de los demás cuando me molestan o me hacen sentir mal por como soy o lo que no tengo, lo que digo y lo que no digo. Siento que soy muy malo y que por eso se fue papá…
—Mi pequeño nunca pienses eso, tú no eres malo. Lo que sientes no puedes evitarlo no porque tengas odio en tu corazón, sino porque anhelas cosas. Pero no es malo anhelar algo mejor, solo que debes pensar que ahora, de repente, no tenemos la posibilidad, pero después, si te esfuerzas, las tendrás. Pero eso no será importante si lo que nos falta es cariño entre nosotros, podríamos tener mucho dinero y comprar muchas cosas, pero, ¿imagínate si no hay amor? de nada valdría.
No eres malo al querer que los demás te quieran, te acepten, encajar, pero a veces las personas no nos conocen para saber lo maravillosos que somos, no hay que desesperarse, hay que también tratar de entenderlos, pero no enojarse porque no nos comprenden, sino mostrarnos cual somos y no sentir vergüenza, eso hará que los demás se contagien de nuestra alegría de aceptarnos y nos querrán… ¿y si no lo hacen? puedes preguntarte… pues se lo pierden, siempre habrá gente que apreciará tu esfuerzo.
Yo sufro cuando no puedes lograr tus metas, pero no por eso quisiera cambiarte por otro, al contrario, sufro porque soy tu madre y es inevitable sentirme así, por eso también te exijo y te riño cuando te portas mal, aunque me duela por dentro tengo que hacerlo porque eso es el amor, por eso te repito siempre que no debes ser deshonesto, que debes ser responsable y obediente, no porque quiera aprisionarte sino porque, al contrario, quiero que seas libre y una persona está sin cadenas cuando sus acciones nunca impiden que avance. El querer lo mejor para el otro es la mejor manifestación del cariño.
Es bueno que me digas esas cosas para yo saberlo y explicarte que papá no se fue porque seas malo o tengas algún defecto. Se fue porque decidió que no podía estar con nosotros y acompañarnos en nuestra aventura. Cada uno toma sus determinaciones libremente, nos puede haber causado mucho dolor, pero no nos define como personas, hijo mío. No hay nada malo en ti o en mí que justifique su ida, pero tampoco hay que tener rencor por lo que hizo, hay que aprender a querer a los que tenemos cerca porque no sabemos cuándo se irán y perdonar a los que nos causaron dolor porque nos ayuda a ser mejores personas.
Tú no eres malo, eres mi hijo, el más preciado tesoro que tengo y sé que con empeño lograrás ser quien quieras ser, pero en especial una mejor persona. Ahora ve a hacer tus tareas y luego puedes ir a jugar.
Yo no sabía que se iba una gran amiga de mi familia. Me tomó por sorpresa la noticia. Deben saber que para un niño como yo de casi TRES años, pues hacer amistades es importante, no a cualquiera se le regala una gran sonrisa o un abrazo, no señor.
Para hacerme amigo de Regina, pasó un buen tiempo. Ella me conoció desde la pancita de mamá, es más, ella conoció a mi Papá mucho mucho tiempo atrás, algo así como cuatro años antes que yo naciera, para mí eso es un montón de días y semanas y meses que ya me cansé de imaginar cuanto es, jejejeje.
Para cuando yo nací ella estuvo allí. Preguntando y escuchando con el tiempo quería saber qué era ella, es decir, a mi alrededor había familia como tíos, abuelitos, primos y amigos, pero sentía que ella era algo especial.
Mi Papá y mi Mamá, algunas veces, me llevaban a visitarla y era divertido, porque ella tenía unos libros muy ordenaditos que me dejaba apilar en una torre grande, claro, luego mi Papá tenía que volverlos a poner a su lugar pero me daba el gusto y ella me sonreía todo el tiempo, así que supongo no se molestaba, aún cuando también dejaba el piso lleno de migajas de galleta.
Recuerdo también que en algunas ocasiones mis papás me llevaban a lugares donde mucha gente se reunía para escuchar a otros contar “experiencias”. Cuando hablaba mi amiga Regina me gustaba alcanzarla y que me cargara y que me diera el micrófono para poder hablar. No sé porque mi papá siempre llegaba para separarme y llevarme a pasear, cuando lo que yo quería es decirles a todos que escucharan a Regina porque lo que decía era importante y que prestaran atención y que no se distrajeran con cualquier cosa, eso quería decirles pero a veces mi Papi es pues inoportuno.
Y es que mi amiga cuando decía algo siempre eran cosas buenas, como eso de amar a todos por igual o de respetar las opiniones de los demás. Como yo crezco muy rápido, con el tiempo comprendía esas cosas, además yo trataba de ponerlas en práctica.
Pero, un día, me dijeron que mi amiga partía a una nueva aventura, en otra ciudad. Me puse algo triste porque me dijeron que ya no la vería por un tiempo más. Ella es una experta en el arte de amar y yo quería aprender más con su compañía. Pero también me contaron que vendría una amiga nueva, con quién compartir también esas sonrisas que me encantan me ofrezcan las personas.
Se deben sorprender que un niño pequeño como yo comprenda lo que es una despedida y no llore o haga berrinche, pero, como dice mi Papá, en esta vida no podemos andar aferrándonos a las personas como si fueran de nuestra propiedad, como un juguete, sino que debemos quererlas mucho el tiempo que están con nosotros. Por eso no me pongo triste sino que le digo a mi amiga Regina: ¡Hasta luego! Porque sé que nos volveremos a encontrar y seguir siendo tan buenos amigos como siempre.
El bebé tendría nueves meses y gateaba que daba gusto. La casa era de un solo cuarto grande en el primer piso, el cual fuera una tienda en tiempos idos y ahora alojaba a la familia de la nueva obstetra del pueblo. El segundo piso no servía para habitarse y solo se usaba como almacén de maíz, para secarlo extendido. Las gradas de piedra y adobe que conducían a ese recinto sin puerta eran la delicia del pequeño y se ubicaban en el patio interior. Su papá, su mamá y su hermano mayor de ocho años lo sabían y evitaban de mil maneras que sus manitas agarraran el primer escalón, ya que a velocidades de ternura subía las gradas y podría desbarrancarse en alguna oportunidad.
La vida es apacible en un pueblo donde la existencia se detiene en la modorra de la mañana y parte de la tarde. No ofrece mayores riesgos para los adultos, salvo las fiestas patronales y alguna que otra trifulca con los caballos tercos, los toros de lidia, el arado que no avanza, los amores de tarde en la plaza o alguna molestia estomacal que los llevara de urgencias a la posta. Mientras no pasara nada de eso todo era consumir lentamente los minutos al son del vuelo de los moscardones y su taladrar constante de cualquier objeto hecho con madera, en especial techos, vigas y parantes.
Esa lentitud de vida está bien para los grandes, pero para un bebé ansioso de explorar su mundo no es así. Pero ese día está durmiendo a la una de la tarde, luego de tomar leche, para alivio de la madre que tiene que ir al trabajo en el centro de salud y que lo arropa y sella todo atisbo de luz solar entrante mediante periódicos, mantas y demás bloqueadores para crear la artificial obscuridad en el cuarto. Dentro de diez minutos llegará del colegio el otro hijo y cuidará al pequeño, por la tarde arribará en la combi el padre y ella llegará por la noche, así es la rutina diaria.
Un zumbido despierta al pequeño.
La puerta al patio interior (y a las escaleras) no estaba bien trancada.
A un costado de la casa está la comisaría y allí descansa el teniente Fernández. No hay mucho que hacer ese día así que reposa de la guardia de la noche. Una voz se cuela entre la pesadez del calor y llega a sus oídos somnolientos. Trata de no hacerle caso pero instintivamente se para y sale a la puerta principal.
Al llegar tarda un instante en acostumbrar los ojos a la brillantez del día y mira asombrado la escena que se le presenta.
Allí, a menos de un salto esta un pequeño de ocho años, el hijo de la nueva obstetra, con los brazos en alto dirigidos hacia el balcón de la casa.
—¡Manito no te sueltes manito! —es el ruego que hace.
El efectivo eleva la mirada un poco y ve al bebé colgando del balcón, sus manos están agarradas increíblemente soportando todo su peso.
El instinto lo hace moverse.
Los dedos del pequeño no aguantan más y cae en medio del grito de su hermano, el cual se siente empujado a un costado por una fuerza irresistible.
El teniente logra atrapar al bebé justo en la caída y lo abraza. El otro niño se levanta raudamente del suelo y estrecha con sus bracitos al policía.
Por la noche, al calor de un pisquito y gaseosa, un caldo de gallina y muchas risas, se cuenta una y otra vez la anécdota. El bebé duerme plácidamente en su camita, soñando nuevamente en remontar las escaleras y alcanzar por fin a ese animal misterioso que entra y sale de los huecos de las maderas del balcón.
El pasado es irremediable, no se cambia por más que intentes. Es un barco que ya zarpó, solo tienes control sobre tu presente y depende de este lo que resulte el futuro. Y existe esa foto. En ella está mi madre, bella y joven. Siempre fue, es y será así para mí. Está la foto y no miente, ella está triste y yo también.
No se puede explicar el contexto sin contar recuerdos que se tergiversan con el tiempo. Nada fue totalmente feliz, nada fue totalmente triste. Fue un viaje intempestivo y en solitario junto con una amiga y otros acompañantes. Tenía cinco o seis años, me habían rapado la cabeza, no era muy sociable con los de mi edad, pero con los adultos era un hablador incansable, como queriendo desesperadamente que me acepten. Pero la realidad está allí en la foto, estamos tristes ambos. Ella, pues por muchas cosas… aún en los mejores momentos quisiera que se borre esa tristeza que llevamos en la familia como un síndrome que saca la mayor de las ternuras, pero que igual nos opaca en los momentos cúlmenes.
¿En qué sitio guardas el amor y la trascendencia?
Pero está el barco. El motivo de la foto fue eso, el barco anclado cerca de la playa en Mollendo. Alguien quiso tomarse unas con el espectáculo naviero y la cámara de rollo funcionó a la perfección. De ese día de repente si hago el esfuerzo supremo aún me queda el sabor a mar en los labios, el viento helándome la cabeza, las manos de mamá aferradas a mí. Eso es lo que quedó en el tiempo, nuestros dedos entrelazados en algo que solo ella y yo comprendemos y que se forja en la vida cuando dos seres tienen que atravesar el infierno juntos para resucitar.
Y allí estoy de nuevo. Con treinta y siete años, en un viaje nuevamente intempestivo hacia la playa de Mollendo. Y nada me recuerda el viaje de mi niñez hasta que, ver la nave allí, me abre el corazón de manera inexplicable y me recuerda ese pasaje y la foto como prueba material que la vida te devuelve momentos trascendentales en los instantes menos pensados.
¿Cuál es la fibra que sostiene tu esperanza?
Mi hijo tiene cinco años y meses. Desde bebé tengo la costumbre de mirarlo largamente, como adivinándome en él, con la aprensión del primerizo y la tortura del que no puede creer en la felicidad gratuita, sin que nadie venga a cobrar. Y está allí, jugando con las olas y chapotea, salta, se emociona, brinca y se moja, nos moja a todos y pide una y otra vez que lo lleve a las olas, como si en ellas encontrara el secreto de la inmortalidad.
Y estoy allí, pidiendo la foto, con la excusa del barco claro, pero en sí es inmortalizar ese momento. Mi hijo no está triste por ningún lado. Estoy solemne. Él me abraza sin pedirlo y sonríe como solo él sabe hacerlo. En la nueva instantánea digital él juega con sus pies y la arena, yo tengo la parada del papá que protege su tesoro. Ambos construimos un recuerdo que solo el tiempo nos dará respuestas si encajan en la materia de la que está hecha nuestra aventura por la vida o simplemente es el instante fugaz de la felicidad plena.
Yo estoy conmovido por la fibra primigenia de los recuerdos, liberado de esa parte triste de la foto, reconciliado con el mar y el barco, con la vida y el silencio de los años, revertido todo por el nuevo momento que se abre paso, el de la justificación limpia, la nueva foto y la antigua, ya no para recordar alguna tristeza sino solo para contrastar edades, aventuras y felicidades.
Y guardo la foto para que ella la vea y se emocione, para que me mire de nuevo y como siempre, en nuestros ojos soñadores haya esa luz cómplice, porque de eso está hecha la existencia, de fugaces alegrías y constantes reencuentros, de arena y barcos que zarpan pero, gracias al círculo del universo, a veces esos barcos del pasado regresan y hay una segunda oportunidad de cambiarlo todo… gracias al dueño del mar por eso.
Juanito M. me llamaba las tardes de los sábados a su casa a jugar. Era un amigo que conocí en el jardín de niños. Llegaba hasta el techo trasero de su vivienda inmensa y me llamaba a grandes voces hasta mi casita de pocos cuartos y gran huerta. Yo iba contento porque sus juguetes eran lo máximo: tenía autos de carreras, el castillo de los Thundercats, las figuras de acción de He-Man y muchas cosas más recontra finales de los ochenta.
Nunca le tuve envidia porque comprendía que algunas familias tenían mejor capacidad económica que otras, como siempre me había explicado mi madre. Estimaba mucho a sus papás que me trataban bien y me invitaban siempre el té con cosas ricas, me llevaban de paseo en muchas ocasiones y sus hermanas me hacían jugar también. Aunque a veces sentía que me tomaban el pelo, un poco por mi provinciana inocencia, un poco por mi entonces introvertida actitud.
Los años pasaron. Un día, en que me llamaron y fui con unas ganas medias raras. Ya no aguantaba como antes las bromas a mi callada actitud o los aspavientos con que anunciaba mi amigo sus nuevos juguetes. Ese día me sorprendieron su papá y él mostrándome de arranque una paloma multicolor. Estaba llena de matices brillantes y se le veía asustada. Me preguntaron qué pensaba. Ya estaba algo maltón y sin ganas de seguir juegos y les contesté que no sabía.
—No seas tonto, las hemos pintado nosotros —me dijo un poco exasperante el Juanito M.
Respondí mirándoles a los ojos a los dos —Pues espero que la despinten porque se ve triste y asustada.
Lamentablemente sé, porque no volvieron a hablar del tema nunca más, que no lo hicieron. Poco tiempo después dejé de ser amigo de esa familia.
Era una bicicleta Goliat serie Bronco, de segunda generación en montañeras, con 18 cambios, cachos y suspensión delantera. Lo más bello era que estaba pintada de blanco en fondo, con grafitis en líneas aleatorias de colores fosforescentes, pero de aquellos chéveres, no verdes ni amarillos, sino violetas, fucsias, rojos… Sin pensarlo le puse de nombre “La Paloma”.
Volaba en el asfalto como una bala y los cambios funcionaban cual máquina inglesa. Podía hacer 25 minutos a toda carrera de Mariano Melgar hasta Huaranguillo, es decir de punta a punta de la ciudad. Esa época fue escandalosamente superior… como explicarlo… 15 años tenía yo, en plena forma que dan las hormonas naturales de crecimiento, con amigos en todas partes y con una súper bicicleta… ¿Se podía pedir más?.
En una ocasión, bajando a toda velo la avenida Lima, una camioneta me agarró la llanta posterior, salí disparado, pero la saqué barata, dos rasmilladas y la conmoción, pero La Paloma… indemne, la llanta soportó el impacto y una rayadura sin mucha consideración le hizo como un galón al esfuerzo.
No pasó ni dos meses desde el último pago de las mensualidades, cuando me la robaron del mismo interior de la casa… Los sentimientos encontrados de frustración e ira no se me calmaron en meses. Ahora que lo pienso, por esa razón dejé a mis amigos de Huaranguillo, ya no había motivación para ir en bus, el ejercicio dejó de interesarme, pasó años antes que me animara a comprar algo de tanta inversión, la confianza en los inquilinos se desvaneció, de bicicletas nunca más se habló…
Pero aún tengo el recuerdo de ser el dueño del viento, de volar en el asfalto, de sentir la libertad, en especial, bajando con los brazos extendidos por toda la avenida Sepúlveda… extraño esa sensación y si cierro los ojos, aún puedo imaginarme surcando el universo en mi poderosa nave adolescente…
Fue una tarde en Lima, en la casa de mi tío Pepe. La construcción era un monstruo de cuatro pisos que se elevaba por encima de los caserones vecinos, con sólo el primer piso estucado y pintado de un verde provinciano; lo demás con el ladrillo rojo, desafiante. En el cuarto piso estaba el Palomar, en el tercero estaba la mini fábrica de repuestos de escobillones de fibra, el segundo habitaciones y en el primero la cocina, la sala comedor, el baño con la única ducha y el cuartito donde dormía como invitado.
Llegado a pasar un verano allí, no conocía las reglas del lugar y nadie me las explicó. A punta de curiosidad examinaba cada tarde los vericuetos del inmenso castillo, a medida que mis primos me lo permitían. La primera noche, recuerdo, mi prima Eli me llevó a comprar una delicia de veinte centavos: tripitas con tostado. Eran un potaje de tubitos crocantes mezclados con maíces dorados en una pizca de aceite. Los intestinos de los pollos eran la clave de ese manjar de niños de barrio, en una época en que las papas fritas aún no se masificaban.
Una tarde, en que todos dormían bajo el sopor pegajoso de la capital, me aventuré hasta el cuarto piso, sacrosanto lugar donde habitaba Nerón, el perro familiar, que a punta de confianzudas mañas, logré me aceptara sin pelar sus dientes de doberman.
Mientras subía, encontré en una de las ventanas laterales de las escaleras, a una paloma acurrucada… La primera impresión era que estaba perdida, pero recordé que arriba estaba el criadero de mis primos. No sabiendo que más hacer, la cogí con ambas manos y la lancé por la ventana. La pobre aleteó un poco y se me perdió de la vista en su intento de frenar su caída.
Abrumado por el miedo, bajé las escaleras y me escondí en el ruido tranquilizador del televisor de la sala. A la mañana siguiente, en el desayuno, mi primo Wilmar preguntó por la paloma herida, aquella que estaba en recuperación, ya que al parecer había escapado de su jaula.
No pude aguantar y, en medio de lágrimas de nueve años, conté lo ocurrido. Miradas de compasión me salvaron de una reñida y el vozarrón de mi tío diciéndome ¡Loquito sonso no te preocupes!, me devolvieron algo de paz.
Casi toda la familia salió en busca de la perdida alada. Se preguntó en casas vecinas, en canchones y hasta en manzanas anexas. Nada. A la tarde ya estaba echada la suerte sobre mi conciencia y la tristeza invadía el hogar. Al atardecer mi prima Eli salió conmigo a la vuelta a la manzana diaria. Saqué de mis bolsillos una de las monedas que me diera mi mamá “porsiacaso”, y le dije si quería comprar una porción de tripitas… me miró indeciblemente y suspirando me confesó que temía que en la porción que nos dieran estuvieran los restos de la enferma que lancé al vacío. El silencio nos acompañó durante el corto paseo de ese día.
(Relato contenido en el Libro Palomas de difusión gratuita)
Cuando le dictaminaron nueve meses de prisión preventiva en el Penal de Socabaya, sintió que todo se le derrumbaba. Regresaría al lugar de donde salió el 2005. Por reincidente lo pondrían en el Pabellón D.
Durante todo el día sufrió un colapso estomacal que lo llevó a estar pegado a la letrina del baño comunitario. Un frío terror lo invadía.
No le dieron un catre, solo un colchón por el que pagó 20 soles y una frazada sucia y maloliente.
—Primero pagarás piso niña antes de tener tu catre —dijeron varios de los reclusos.
No tenía pinta de infante, al contrario, aparentaba los 43 años que cumplió hace poco. Su rostro cetrino con marcadas arrugas, presenta una nariz abultada, labios caídos, hasta lascivos se diría, barba y bigotes ralos casi inexistentes. Las manos son algo rugosas, propias de un taxista como él. Los ojos apagados por sus cejas pobladas.
La primera noche sufre de sobresaltos continuos, esperando que lleguen los demás para ultrajarlo.
Sabía que lo harían en algún momento. Porque él lo había hecho ya.
Claro, no había abusado de algún reo. No. Había cometido sus crímenes contra adolescentes desprevenidos, esos que en afán de paseo o de encontrar un lugar donde besarse y acariciarse, bajaban al sector de Chilina, en el río de la ciudad. Un lugar con “chacras”, árboles, full naturaleza que invitaba a paseos largos y románticos, a aventuras de campamento rápido. Era de tradición adolescente el paseo a ese sector, en grupos, llevando algún plato preparado y gaseosa, hasta un “trago” de repente. Los días especiales eran los feriados, los fines de semana. A esos grupos los esquivaba él y sus compinches. Eran demasiados.
En cambio las parejitas fueron su especialidad. Con paciencia gatuna, mientras tomaban un combinado de pisco y gaseosa, aguardaban entre los arbustos, “chequeando” el vallecito. Cuando detectaban a los infortunados, los seguían cual pumas, para sorprenderlos, golpearlos, robarles sus pertenencias, amarrarlos y luego abusar repetidas veces de las casi niñas en su mayoría. La mano encima de la boca, los insultos gruesos, las amenazas de muerte, todo lo que significaba sentirse poderoso, invencible, dueño de la vida y de la muerte de sus víctimas.
Pero ahora, tirado en la esquina del pabellón de alta peligrosidad, no se sentía poderoso. Orando trataba de menguar en algo el miedo que lo sacudía, intentando la compasión de cualquiera que oyera sus rezos apagados. Sus lágrimas que desbordaban eran seguidas de pequeños gemidos. La tormenta en su cabeza se alteraba e incrementaba con algún ruido, un rechinido de catre, o un ronquido fuerte. Así transcurrieron las horas.
Ya pasadas las tres de la madrugada, se tranquilizó algo. Pensó que adentrada la madrugada no le harían nada y no se atreverían a tocarlo de día. Suficiente tiempo para que su compadre le trajera el dinero para aplacar el castigo de bienvenida que en la cárcel aplican a los violadores como él, denominado “frazadazo”. Le pidieron mil soles para que lo protegieran, solo si lograba salir indemne de la primera noche. Pensando eso descansó los ojos, relajó el cuerpo, se acomodó en el colchón casi plano por su peso y trató de dormir.
No sintió en que momento lo voltearon boca abajo y le pusieron ese trapo asqueroso entre los dientes, solo sintió que la frazada que antes lo cobijaba ahora estaba apretándolo contra el colchón. El peso de varios cuerpos lo tenía sólidamente quieto. El terror lo invadió, quería que alguien hablara, que dijeran que solo era para meterle miedo para que pague más dinero, intentó suplicar pero el trapo estaba bien metido. Nadie hablaba, eran sistemáticos, como si ya lo tuvieran todo calculado.
Un dolor indescriptible lo asaltó de pronto y continuó durante muchos y largos minutos, creciendo a cada instante, llenado todo su ser.
A las cinco de la madrugada, cuando el sol ya clareaba, los guardias lo arrastraron a las duchas para que se lavara la sangre y otros líquidos que lo cubrían.
Mi Papá está triste. Hace muchos días atrás se enteró que uno de sus amigos que dice vive en un país grande, muy grande llamado Brasil, estuvo enfermito de la misma cosa mala que le dio a la bisabuelita Hilaria, esa que le hizo caer el cabellito. Cuando contó eso a Mamá estuvo algo triste varios días.
Es raro pensar que tus papás tuvieron una historia antes de que tú nacieras. Yo por lo menos a veces pienso que mis papis existen desde que yo existo, es algo raro enterarse que antes de uno hicieron cosas o viajaron. Justamente Mi Papá conoció a este amigo cuando viajó a un país con mucha carne y algo llamado “mate”. Argentina dijo que era.
Dice que cuando conoció a este muchacho lo que más le llamó la atención fue su humildad y compañerismo, con mucho apetito como él. Que también tenía problemas y que intentaba resolver sus propios dolores, pero antes que todo, se lanzaba a amar. Ummmh no entendí eso, pero creo que es como cuando mi Mamá a pesar de estar cansada, lo deja atrás para prepararle la comida a Papá, o como cuando mi tío José Alfredo arregla su cuarto a pesar que también debiera hacerlo mi tío José Manuel. Si es eso el “lanzarse a amar”, pues ese joven amigo de mi Papá me agrada.
Mi Papá está verdaderamente triste hoy. En la mañana le informaron que su amigo estaba muy malito, con mucho dolor. En la tardecita cuando regresó del trabajo, ¡Pobre mi papaíto!, nos contó que su amigo ya estaba en el Paraíso. Creo que se refería donde también debe estar mi bisabuelita.
A pesar de que estaba decaído mi Papá, se sentó contarnos que en los últimos días, este joven había tenido mucha fuerza y que los dolores los había sabido afrontar. Nos contó que en varios países sus amigos que había conocido en la Argentina, hicieron pequeños sacrificios para darle fuerza y aliento, como cortarse el cabello, algunos con oraciones a Diosito, otros ofreciendo los dolores del día para que se recupere.
Yo la verdad pensé que era triste que todos ellos ahora piensen que no dio resultado nada de eso, y hasta ya me daban ganas de llorar. Pero Papá dijo que a pesar de todo estaba orgulloso. ¡Sí!, algo raro ¿No?. Pero así lo dijo, porque explicó que este joven, a pesar de su corta edad, había unido en un aparente dolor, a muchos otros y les había demostrado que todo es posible, hasta vencer el dolor pudiendo estar alegre, porque cumplía lo que Dios quería de él. Para eso estaba yo confundido, no entendía esas palabras, pero creo que significan que ese muchacho había sido valiente y quería que todos los que estuvieron con él en estos tiempos también lo sean.
¡Mi Papá ya no está triste!. Creo que hasta está alegre. Debe ser, porque cuando un verdadero amigo lo es, se debe alegrar de las cosas bellas que le pasan al otro y debe ser bello que ahora mi Papá cuente con un ángel en el cielo que lo animará a ser valiente cada día!!!!!.
Ya habían pasado quince minutos desde que envió a su hermano pequeño a comprar chicha. La casa donde siempre adquirían la “cantarilla” del líquido refrescante hecho de maíz morado, no distaba más allá de dos cuadras. En menos de diez minutos se hacía el recorrido.
El hermano mayor salió a la calle a ver si estaba por llegar el pequeño de nueve años. El almuerzo estaba listo en la mesa y justamente para tener algo que tomar es que mandó al niño a traer la bebida. En los días anteriores fue en dos ocasiones a comprar con él a la casa donde la vendían. El pequeño recién tenía medio mes de vacaciones en la ciudad.
No llegaba y ya eran veinte minutos.
Sin saber que hacer dejó la puerta de latón de la calle juntada y emprendió el camino por donde le había enseñado a ir. Cuando llegó a la casa donde vendían la chicha no lo encontró. Llamó a la puerta y nadie salió.
La angustia se acrecentó.
En ese momento ya no sabía que hacer, la esperanza de que hubiera tomado otra ruta lo animó a salir disparado hacia la casa. Al llegar encontró la puerta como la dejó, por solo comprobar entró a la casa y a gritos llamó al pequeño.
Salió nuevamente.
Llegó a la esquina y se paró en seco, intentando pensar. Por la mañana había reñido a su hermanito por no haber tendido la cama. De repente estaba enojado con él, pero no creía que fuera suficiente para que se escapara, menos con un solo sol que le dio para comprar. El pequeño recién estaba dos semanas en la casa, llegado desde la tierra de sus padres a pasar las vacaciones de verano con él. No conocía para nada la ciudad. La idea de que un depravado hubiera captado a su familiar lo asaltó de pronto y un dolor incompresible se le formó en el pecho y en la cabeza, pulsando. No sabía que hacer. En esa época no existían celulares, no tenían teléfono en casa, no tenía familiares en el barrio y no aparecía por allí ningún conocido como para dejarle el encargo de esperar.
Fueron tres minutos de impotencia total.
Pensando en otra solución y razones, llegó a la conclusión que realmente no lo había reñido tan duramente por no tender su cama, total, eran vacaciones, sino que su cólera se manifestó de esa manera porque estaba acumulando una furia desde hace meses, quizá años. En ese momento comprendió que no era feliz como estaba, en una carrera que no le agradaba, sin pareja, sin dinero que le alcance, sin saber cuál era el rumbo de su existencia. Pero eso en nada justificaba que volcara en su pequeño hermano sus frustraciones, todavía siendo un chico alegre que lo admiraba y siempre quería hacer lo que él hiciera…
El sollozo lo asaltó como un golpe en el estómago, sin misericordia el dolor de imaginar a su hermanito herido o peor: atacado, le nublo el entendimiento, se sacudió la cabeza e intentó pensar con claridad, volvió a la puerta y la trató de asegurar como para que solo con empujarla pudiera entrar su hermanito si volvía. Luego corrió a la esquina para cruzar la calle y empezar a buscarlo por el barrio, empezando desde abajo y en las calles paralelas.
De pronto por la esquina de una de las calles apareció el pequeño con la jarra en mano.
Corrió hacia él. Al llegar lo abrazó, no sin antes notar que su hermanito hizo como un gesto de sorpresa, de repente imaginando que le iba a dar un golpe o algo. Se sintió peor, si aún cabía.
—¿Qué pasa manito?
—Nada, nada, solo me preocupé un poco porque no llegabas.
—Sí, es que no salía nadie de la casa donde venden la chicha, pero me acordé que acá abajo hay un restaurante que tenía un cartel donde decía “chicha” así que creí que también me la vendería.
—¿Así? Y que pasó.
—Pues llegué acordándome y a la señora de la cocina le di la jarra y el sol, pero me dijo que no tenían azúcar, si podía esperar y esperé, pero ya pasaba el rato, le dije que me diera nomás sin azúcar ¡Y me llenó hasta arriba la jarra! ¿No te molesta no manito?
—Para nada, ven vamos a almorzar, ya le echamos azúcar en la casa.
El niño está encerrado en su cuarto. Allí, acurrucado contra la pared, un sudor frío le baja por la espalda. El niño siente el peso insoportable del arma que sostiene con las dos manos, mientras, murmura una oración sobre un ángel de la guardia y su dulce compañía. El fierro es una automática calibre 38.
No puede evitar el temblor en los dedos, por lo que se aferra con más fuerza a la pistola. La agarra como lo haría con una raqueta de frontón, o un helado, o un mando de videojuego. Por una milésima de segundo piensa en arrojarla y dejar que lo maten, pero entonces recuerda que abajo, en el primer piso de la casa, están los cuerpos acribillados de sus padres y de su hermano mayor. De toda su familia.
Y es que cuando empezaron los disparos —hace siglos, hace unos segundos tal vez— bajó las escaleras, asustado por el barullo de guerra. A la mitad se detuvo, justo a tiempo para ver como el cuerpo de su hermano, el Chirolo, se convertía en un amasijo de carne informe a consecuencia de la certera lluvia de balas que entró por la ventana y lo arrojó contra los muebles de la sala. El tiempo pareció detenerse, o, en todo caso, hacerse más oleoso, casi estático, lo suficiente como para contemplar a sus padres, mirar su desesperación indescriptible al ver el pecho abierto y expuesto de su hijo mayor de 16 años cumplidos. Logró atisbar como sus progenitores se descuidaban en el acto reflejo de tratar de alcanzar al vástago en la caída, solo para recibir ellos también una ola de impactos. Todo ocurrió en esa infinitesimal duda que les hizo desatender las ventanas por donde los tiradores asesinos pudieron acertarles en las cabezas, en los hombros y finalmente en las espaldas descubiertas con el asombro cortado a tajo.
El niño vio todo a sus 11 años de inocencia de barrio. En el vacío inmenso que siguió, comprendió que sus familiares no se moverían más, no lo abrazarían, ni lo acariciarían, ni aún lo regañarían o corregirían. Se hallaba solo en el mundo a partir de ese momento fugaz en que un instinto oculto en sus entrañas le hizo desatender físicamente el cuadro de sangre y vísceras para entrar a la carrera en el cuarto de sus padres y sacar debajo del colchón el arma con la que ahora apuntaba trémulamente hacia la puerta de su dormitorio.
Sentía el peligro en sus venas, palpitando en un tuntún vicioso, uniforme, que le llevaba la certeza a su corazón de que allí estaban por entrar los que destrozaron su vida. Estaba completamente lúcido, tanto así que, a pesar del miedo que lo carcomía, sintió la furia animal de los pasos de esos desgraciados subiendo las escaleras.
Los segundos pasan lentamente y entre ellos se puede percibir el polvo estático del tiempo que no se apresura en la oscuridad del cuarto del niño. No se ve casi nada, pero si se presta un poco de atención, el golpeteo de un corazón se percibe como un diapasón in crescendo. Si estuviera prendida la luz del ahorro, o el poderoso sol entrara por las ventanas ahora cerradas, se verían estantes de madera empotrados en las paredes. En medio de sus vacíos utilitarios se encontrarían juguetes mezclados con plumones de colores. Los libros de cuentos llamarían la atención por lo usados, los álbumes de figuritas deportivas también saltarían a la vista, confundiéndose con los libros de texto escolares. Paseando la vista por entre los muebles, se hallarían varios polos del Melgar, dispersos entre la confusión de medias y chimpunes. Sin mucha atención se observaría el póster gigantesco de Paolo Guerrero, sonriéndole a su hincha privado. Con algo de atención clínica, se hallaría escondida, en la mesa de trabajo, entre notas y papeles de colores rasgados, una tarjeta de felicitación por el día de la madre, hecho con crayones y letras de molde. Es tan mayo que duele respirar.
La realidad se transforma en una foto tridimensional donde el principal fondo es el niño sosteniendo el arma de la seguridad. No logra entender porqué siente esa sensación de protección, pero la acoge con la incertidumbre de que valga de algo por favor, ya que siente los pasos llegando, las voces en susurros estentóreos dirigiendo y buscando en los demás dormitorios. Lo que ignora es que esas voces, tan entrenadas en el hablar sigiloso, son de agentes policiales. Esos tombos mataron a sus padres y a su hermano por algo tan ilusorio como es el dinero. Dinero que es la principal causa por la que se arriesgaron a entrar a mansalva y plomo a ese “hueco”. Lo que también ignora el niño, es que el que va a entrar a su cuarto es el sargento Minaya.
En la cara del enjuto y barbudo sargento, se pueden adivinar las preocupaciones mundanas de su actuar. Con algo de atención en las ropas puestas y previamente planchadas, se deduce que es un hombre de familia, o, en todo caso, que tiene una esposa que cuida de su limpieza básica. Lo que sería más obvio es que esa limpieza también trata de borrar de la ropa el aroma de otra mujer, la cual comparte con su consorte el renegar constante del genio irresoluto de Minaya, que nunca se decidirá en qué cama quedarse y que, mientras tanto, tiene que ocuparse económicamente de ambas. Esas son las mayores preocupaciones suyas en ese momento: cuánto dinero sacará de la jugada y para qué cosas principalmente derivar el pago. Suda frío, pero está seguro de su capacidad. Suda tanto como el niño con el que se encontrará dentro de un momento.
Pero aún ninguno de los dos se conoce. No saben que ambos están armados y que se apuntarán con sus armas. Lo que sí saben ambos es que la muerte entró en esa casa. Por una parte el niño cree que es por una injusticia increíble, ya que está más que seguro que su familia no hizo nada malo. Para Minaya, lo malo que hizo la familia que acaba de destrozar, no tiene mayor interés. Los padres del infantes sí desconfiaban de la maldad del mundo, en especial de los “rayas” y de los otros traficantes de la zona. Por eso a través de los años montaron un negocio de distribución de cocaína muy privado. Tanta era su desconfianza, que el dinero de las transacciones no lo dividían en partes y puntos, sino que lo guardaban en casa. Los policías de la zona supieron de una fuerte movida de 75 mil soles de la última semana. Suficiente para convencer de dar el golpe a 7 policías corruptos.
En el lapso de patear la puerta de la habitación del niño, uno puede imaginar que las cosas no tendrían que ser así. En otra situación el niño estaría caminando hacia la escuela comiendo sus lentejas de chocolate. Al llegar a la avenida Aviación, se detendría y saludaría al sargento Minaya, el cual lo ayudaría a cruzar la vía de alta velocidad. Al despedirse del niño, el agente recibiría unos cuantos dulces en la mano que comería con deleite travieso. En otra situación el niño no estaría apuntando su arma a la cara del sorprendido policía, quién a su vez también le apunta con la suya.
Mientras el gatillo es accionado y la bala busca su destino, los ojos del niño miraron fijamente a los del policía. Ellos preguntaron: ¿POR QUÉ? En esos ojos se vería, robando tiempo al poco tiempo que transcurre, toda la gama de acciones de venta de droga, de matanzas sin razón. De violencia respondida y revertida, de mujeres que sufren en un rincón, de adictos sin nombre perdidos en hospitales psiquiátricos, de zonas rojas sin justicia y de justicia sin razones. El niño formula todo un mundo de preguntas en el intersticio de los segundos mientras la Muerte baila a su alrededor. Pero no morirá ese día. Y es que los ojos del sargento miraron fijamente a ese niño que se parece tanto a uno de sus hijos, se parece tanto al Manolo, pensó. La vida se jugó en ese instante y quién dudó, perdió. Eso lo comprendió Minaya mientras sentía como la bala le iba atravesando la cabeza de lado a lado.
Después de caer el cuerpo del agente en el piso de la habitación, llegó a la realidad del silencio, la alarma intensa de las patrullas a todo sonar que se acercaban. Los vecinos temerosos alertaron a otros policías. Los compañeros del caído escaparon con el botín. Las calles eran de su conocimiento así que el distrito se los tragó en minutos.
El niño no lloraba. Las fuerzas lo acompañaron hasta dejar la pistola en el suelo. Luego de eso las preguntas se fueron disipando mientras llega a su corazón ese sentimiento contenido por el miedo que lo acompañará por minutos, horas, días, meses y años: la soledad.
El pasear por el parque, un domingo por la tarde, es un arte que aún se mantiene en nuestra ciudad. Aún a pesar de la proliferación de centros comerciales, el arequipeño promedio visita estos lugares de encuentro, como repitiendo un ritual de nuestros ancestros
Tómese de ejemplo la Plaza Umachiri en el distrito de Mariano Melgar. Las historias que se pueden revivir entre sus árboles permanecen flotando en el aire, pese a las remodelaciones varias que ha sufrido en las últimas décadas. Véase a los ancianos conversando en las bancas, a los jóvenes paseando en bicicleta o en skate, a los grupos de danza practicando, a los niños en el pasto jugando con las burbujas y las mascotas correteando.
Las generaciones se unen en los parques
Skaterboards hacen suyas las tardes
Punto de encuentro de la juventud, guste o no
Como si de antaño se tratara, la historia se repite y, si es posible, ese intercambio saludable entre experiencias se seguirá dando, entando la violencia urbana no nos quite la paz y nos vuelva cada vez más herméticos y huraños, metidos en nuestras casas y movilizados solamente en nuestros vehículos sin intercambiar aires.
Tradicionales vendedoras de golosinas aún mantienen la fe en los clientes
Las viejas glorias son recordadas en las bancas
Estos espacios, de tierra en un inicio cuando las urbanizaciones populares ampliaron el espectro urbano hacia la campiña, los cerros y los descampados, ahora pugna por vestirse de verde y atraernos para cumplir con ese ritual tan arequipeño de pasear. Porque costumbre era de nuestros antiguos el pasear no solo por la ciudad, sino por la campiña en carricoches tirados por caballos, llegando de visita a los espacios en Cayma, Yanahuara, Sabandía hasta el mismo Characato y ni hablar de Tingo.
Selva Alegre
Esas ganas de compartir un momento en familia animó, si se nos permite creerlo así, a que el urbanista Alberto de Rivero desarrollara por el cuatricentenario de la ciudad en 1940 un experimento urbano que proponía un gran parque, 20 veces más grande que la Plaza de Armas mirando hacia el río. Con el tiempo, el Parque Selva Alegre se convirtió en ese punto de reunión inevitable en algún momento de nuestra vida como habitantes de ésta orbe.
Acróbatas muestran sus habilidades
Selfie familiar en el lago
Y sí, el lago de Selva Alegre es un punto histórico
Mucho ha variado en este espacio verde que aún se conserva como pulmón malherido de la ciudad altamente contaminada. Mucho es lo que se pueden quejar sus detractores en cuanto a la limpieza, el tumulto que se ocasiona, los animales encerrados y el peligro constante de los carteristas. Pero con todo, sigue siendo el espacio (barato) con mayor afluencia para las familias.
Opinión personal, mal ubicado este pequeño resguardo de animales salvajes, muy chicas las jaulas
Familias enteras disfrutando de la tarde
Coda
Salir a pasear por el parque, una pichanguita con los amigos con cuatro piedras formando los arcos, encontrarse con la noviecita, ir a que el hijo aprenda a manejar la bicicleta, reconocerse como parte de una ciudad que sigue adelante y que conserva muchas tradiciones y relajarse por un momento del trajín diario, es un regalo que debemos fomentar. Los parques deben abrirse, no enclaustrase como prisioneros de guerras políticas. No hay nada más triste que un espacio de relajación verde con bancas y juegos, ausente de los gritos infantiles, de las voces cambiantes de los adolescentes, de las memorias de los abuelos. Ojalá esto lo tomen en cuenta nuestras autoridades y fomente esa vida de fin de semana, de manera alegre y sana, ¡A lo arequipeño!
Esta foto se tomó en 1984 en el Parque Umachiri del distrito de Mariano Megar y al cual se refiere en la primera parte de este foto artículo
Pasaban las horas y no llegaba ella. Pasaron los días y nada. Pasaron los meses, los años, los quinquenios, los lustros, los siglos, los milenios. Comprendió que nunca llegaría. Había algo de lo que no estaba enterado en la vida de quien fuera su esposa. Dejó de mirar la reja de entrada y se internó en el Paraíso.
—¡Hola!
—Hola pequeño, bienvenido.
—Ummmh no estoy seguro, pero quisiera saber si mi hermanita está bien, no la veo por ninguna parte aquí arriba.
—No te preocupes, gracias a ti a tu hermanita no le pasó nada.
—Ahhh bueno… ummmhhh.
—¿Quieres saber que te pasó a ti?
—Sí, es que siento que no la volveré a ver a ella ni a mis papás, siento mucha tristeza, pero también no sé, como que estoy tranquilo, pero confundido igual.
—Y no es para menos, gracias a que golpeaste fuerte con ese ladrillo al que intentó violar a tu hermana este no consiguió lo que quería. El sujeto luego te golpeó mucho y no sobreviviste. Al verte caído el delincuente escapó, pero lo atraparon después y tú viniste aquí para estar feliz esperando hasta que lleguen los que te quieren.
—Bueno eso creo que es lo importante, que ella esté bien, por mis papás… bueno… no sé… supongo entenderán… yo no quise dejarlos… yo… yo…
—Ven, ven aquí pequeño, no te preocupes, llora todo lo que quieras, los héroes también tienen derecho a llorar.
Nadie te dice que sus lloros serán dagas profundas que te rebelarán el alma y querrás destruir la mitad del mundo buscando culpables sin saber que a veces un beso tuyo es mejor que la penicilina.
Nadie te cuenta que pasarás horas escogiendo su nombre y que al final de repente ni escojas el que pensaste pero que a lo largo de tus días ese nombre significará para ti la felicidad más plena, la tristeza más ajena, el dolor menos dañino, el orgullo gratuito cuando otros lo mencionen, será el amanecer por el que te romperás el lomo, el anochecer que nunca llega, la impronta de tu cruzada, la esperanza de tu inmortalidad.
Nadie te advierte que la espada atravesará tu corazón varias veces, cuando cae, cuando se enferma, cuando pierde, cuando le atraviesan su corazón, cuando no logra, cuando no vence, cuando se decae, cuando no come, cuando la fiebre lo ataca, cuando ese zapatito le quedó chico y ves que está creciendo, cuando ese abrazo al llegar a casa ya se diluyó en su adolescencia, cuando comete los errores que tú forjaste.
Nadie te prepara para la alegría de su primer diente, el misterio de su cabecita cerrando sus huesitos, la mirada pasmada cuando por primera vez te reconoce y la consecuente risita, ese primer paso que es más grande que miles de astronautas visitando millones de lunas vírgenes, las palabras que salieron limpias diciendo “Papá” (que valen más que el discurso del Nobel) o ese salto de fe, sin barreras, sin excusas, lanzado hacia tus brazos para darte el abrazo que hasta en la tumba recordarás.
Nadie te confiesa que cometerás errores que no podrás sanar, frases que salieron atropelladamente y que fueron más filosas que el acero de damasco, miradas que golpearon más duro que una piedra o desprecios que nunca asumiste y nunca pediste perdón. NO. Nadie te cuenta que tú serás el mayor verdugo y que no podrás evitarlo, porque te ganará el miedo de que falle, que se falle, que se dañe, que dañe.
Nadie te dice sobre esas noches en vela esperando que regrese con bien, cuando descubra lo que quiere ser y tengas que ceder, los océanos que los distanciarán cuando emprenda su ruta y los años que esperarás una llamada, un signo de perdón, un “te quiero papi” como cuando tenía cinco.
Nadie te prepara para ese momento en que, luego de miles de batallas, lo veas grande, inmenso, lleno de de sueños, de alegrías, de bendiciones y su felicidad sea la tuya.
No te cuentan que debes prepararte para de repente morirte sin decirle “te amo” y que tienes que hacerlo ahora, ahorita, antes que la vida te cobre lo que le debes, antes que miles de infiernos sobrecaigan en tu cabeza por ser el idiota más grande que por el puto orgullo que te manejas no puedes confesarle que es lo más importante que tienes, tu tesoro, y que nunca tuvo la culpa de tus errores, que es tu mejor parte, el top de tus empresas, lo único que vale la pena para que te recuerden.
Nadie te prepara para ser padre, porque nadie te enseña a amar, eso solo lo descubres amando, amándolos dando la vida, los sueños, los tiempos, tu sangre, tus huesos, tu orgullo y tus lamentos, tus metas y tus desvelos hasta que entregues el corazón para que habite en el de ellos y el sus hijos de sus hijos, amén.
Una tía me regalo unas babuchas que me gustan mucho. Tienen la cara de una jirafa, con sus adornos en la cabeza y sus ojos bonitos. Cuando me las pongo siento que camino sobre mi camita, así de blandas son.
Como a mi Papá le encanta hablar mucho, siempre le escucho comentar sobre qué son las jirafas, sobre sus cuellos laaaaarrrrgggooossss y sus patas igual de laaaarrrgggaaassss. A mí no me gustaría que mi cuerpo fuera así, me daría mucho trabajo estar agachando la cabeza o levantando los pies. Así como estoy me gusta ser.
Lo mismo me gustan mis babuchas porque son chiquitas como yo y hacen sonreír a todos cuando me las pongo.
Pero algo me quedó molestando, y es que siempre escucho a uno que otro de mis tíos, primos, papás o abuelos, que quisieran tener esto o aquello, parecerse a tal o cual, comprar eso otrito y eso de más allacito.
¿Porqué no quieren ser ellos mismos y ser felices con lo que tienen?. Yo estoy feliz siendo así, pequeño, aún un bebé, que ha comenzado a caminar y que se cae a veces porque no controlo del todo mis piernas. Soy feliz teniendo a mi papito y a mi mamita. Ahora nos hemos cambiado de casa y escucho que faltan varias cosas, pero para mí no hay mejor lugar que echarme entre mi Papá y Mamá en la cama haciéndoles reír.
Por eso me gustan mis babuchas, porque son ideales, no porque sean caras, ni siquiera sé cuánto de esos redondos que brillan tuvieron que dar por ellas, lo que me importa es que me las dieron con cariño. Así deberían estar contentos los demás por las cosas que tienen y si quieren algo más, pues a trabajar pero no quejarse.
Yo sé que no es fácil conseguir esas cositas redondas que brillan, si me lo preguntan, cada vez es más difícil encontrar alguna en el piso para chuparla. Ni les cuento cuanto tiene que hacer mi papá para conseguirlas, a veces hasta el fin de semana trabaja para eso.
Por eso yo como toda mi comida y me tomo toda mi leche, porque a mi Mamá le he escuchado que no hay que desperdiciar nada. Por eso cuido mis babuchas, no porque crea que no tendré otras, sino que son especiales. Con el tiempo sé que se desgastarán y yo creceré como tiene que ser, pero siempre me alegraré de haber tenido algo especial cuando era bebé, para que, cuando después esté triste porque no tenga uno de esos aparatos que se ponen en la oreja y no se sueltan, me acuerde que tuve dos jirafas compañeras que me alegraban el día a mí y a los demás.
Inmediatamente sintió como sus manos cambiaban. Sus dedos que antes rozaban sus lágrimas se iban llenando de plumones, pequeños cañones de los cuales salían hilos que se emparejaban ante un centro como de caña hueca. Su piel se erosionaba ante el ímpetu de la transformación y el crecimiento de esos cañones. Sus huesos se aligeraban, se sentía menos pesado pero más conciso. Sus ojos perdían pestañas y las cejas se volvían una nada. Su rostro se adelantaba teniendo una estructura más ósea en vez de nariz.
Segundos antes la muerte era su destino, lanzado contra el vacío del abismo de la calle por ese hombre que nunca le dijo “hijo”. Ahora, en un incomprensible estado, el tiempo detenido, su cuerpo que lentamente caía, cambiaba. Él cambiaba.
Finalmente, transformado en algo incomprensible pero cercano, lanzó un graznido que traspasó el infinito y se echó a aletear con un conocimiento innato, como si siempre hubiera sabido que su progenitor terminaría por echarlo por esa ventana algún día y que su pedido de ser libre sería cumplido.
Una sombra alada surca la ciudad en busca de aquello que nunca encontró entre los hombres y que espera hallar en la plenitud de la libertad de los cielos.
La playa es inmensa. Puedes recorrerla con tu papi de la mano durante muchos minutos y ver las olas como te intentan alcanzar y no se acaba. Este fin de semana que pasó, nos fuimos a la playa con mis papás y fue muy divertido. También fueron mis tíos Alfredo y Manuel. Mi abuelita Lili nos alcanzó ya allí. Con todos pasamos unos días muy bonitos y comimos muuuuucccchhhoooo.
Cuando llegamos no me acordaba del mar, pero cuando mi tío Manuel me llevó a que me mojara los piecitos, me gustó el friecito que sentí y más aún como el agua me llegaba a las rodillas. No sentía miedo, era algo mágico.
No sé cómo explicarlo, es que sentía como esa agua que llegaba ola tras ola, me traía la historia de muchos lugares.
Por la tarde le pregunté a mi Papá porqué el mar era tan grande y me contó que si pusiéramos todo el planeta en una cubo y lo partiéramos en cuatro partes, ¡tres de ellas representarían el agua de los océanos, los mares, los ríos, los lagos y lagunas!. Los mares y océanos son muy grandes y extensos, tanto que llegan de un continente a otro.
Por eso es que sentí que el mar me contaba muchas historias en su rumor constante. ¿Cuántas travesías y viajes habrán hecho muchas personas navegando por los mares?. Cuanto más me imagino, más siento que me gusta el mar.
Uno de los días que estuvimos en la playa, me aventuré a ir solito hasta la orilla y una de la olas que venía me hizo tropezar y el agua me empezó a jalar. Estaba algo asustado y ya quería llorar y gritar cuando sentí que mi Papá me sostuvo, tranquilizándome. Pasado el susto me dijo que tuviera mucho cuidado, así como el mar era hermoso, también era fuerte y sus olas podían fácilmente arrastrarme hasta el fondo mismo del océano y por más que quisiera, de repente no podría salir.
Por la noche me puse a pensar en lo extraño que es este mundo, ¿cómo algo tan hermoso con el mar también podía ser peligroso?
Al día siguiente mi abuelita Lili me llevó nuevamente a que me bañara al mar, pero ella no se aventuró a ir más allá de las olas que nos llegaban a la rodilla. Me contó que a mi Papá una ola a los dos meses de nacido lo arrastró un buen trecho y por eso le tenía mucho respeto al mar. Luego vino mi Papá y mi Mamá y juntos nos internamos algo más adentro.
Ahora comprendo que una cosa es “miedo” y otra “respeto”. Miedo es cuando algo realmente nos aterroriza porque nos puede dañar y respeto es tenerle cuidado y consideración, como mi Papá le tiene al mar, de otra manera, si aún le tuviera miedo, al ver que me arrastraba esa ola hubiera reaccionado de otra manera, gritándome y asustándome, pero por el contrario, con cuidado me alcanzó y sin asustarme me levantó y cuidó hasta llegar a la orilla.
Yo también ahora le tengo respeto al mar, no porque pueda ahogarme en sus aguas, sino porque es muy fuerte y poderoso, bello y tiene mucho que contarme, por eso cuando vuelva a la playa y al mar, lo haré con cuidado. Lo que me gustaría es poder nadar, como lo hace mi tío Manuel que se mete hasta las olas más grandes, pero aún soy un niño pequeño. ¡Poco a poco lograré mis sueños, con mucho respeto y sin miedo!
Preocupado de que su padre vaya cada domingo por la mañana hasta un lejano tunal, el hijo mayor le dijo:
—Papá, mira, en la semana vamos a comprar las cosas en el mercado de la ciudad, te vamos a traer tunas ya sin quepos y hasta peladas ya venden. No quiero que te pase algo por andariego.
—Muy agradecido hijo, pero te digo que hay cosas que no puede comprar el dinero, como el “tac” cuando logro arrancar una tuna gorda con mi kallana, o el “ras ras” del ramo de alfalfa que uso para sacarle los quepos, o la mirada de gusto que ponen tus hijos, la Micaelita y el Humbertito, cuando les abro una colorada bien jugosa. Por favor ¡Déjame seguir haciéndolo!, no tengo ya muchas cosas que hacer a mis años y si me quitas eso me sentiré más inútil.
Las tunas de esa mata lejana fueron el postre de los domingos en esa casa por varios años más.
—Para recordarnos hijito que todo tiene un final y que debemos vivir intensamente cada momento, pero también nos recuerda que, a pesar que va oscureciendo, existe la promesa de que habrá siempre un nuevo día para intentar salir adelante.
—Abue… sabes muchas cosas ¿Porqué?
—He vivido muchos atardeceres hijito, debe ser por eso, ahora corre a jugar mientras hay luz.
Dedicado a mi abuelita Hilaria y a mi mamá Liliana
Mi madre me tuvo a los 42 años. Fui su última hija. También la que se quedó hasta el último con ella, la que le cerró los ojos luego que perdiéramos la batalla contra el cáncer. Al final ella ganó, se fue y me dejó, no esperó. Como siempre su carácter se impuso, ese rasgo por el cual muchos la recuerdan.
Pero ese carácter se le formó antes que naciera yo.
A la ciudad llegó muy jovencita, una chiquilla, a trabajar en casa de unos señores del pueblo con gran apellido. El señorito de la mansión se encaprichó con ella y finalmente se casó. Tuvieron dos hijos, mis hermanos mayores, los cuales recibieron seguro mucho del cariño que supongo tuvo en esos primeros años como madre joven.
Pero esa alegría se le acababa a punta de maltratos y carencias. Allí, en medio de la falsa ilusión del “qué dirán” que impedía pedir a los demás alguna ayuda, aprendió a ahorrar las pesetas de la limosna que le daba ese marido señorial y abusivo. Guardaba esas monedas en una tetera que nunca se usaba por lo cara. Cuando las relaciones se resquebrajaron hasta llegar el golpe fatídico, había logrado ahorrar lo suficiente para regresarse al pueblo que la vio nacer, allá en ese valle interandino.
Cachana es un pueblo agrícola como cualquier otro. Allí se estableció con sus dos hijos y la mirada maledicente de los vecinos que no perdonaban que una madre soltera crezca y aún peor: sea una comerciante de tienda de abarrotes.
Mi madre solo estudió hasta tercero de primaria, lo suficiente para leer y escribir. Tenía una letra preciosista, que modelaba con delicadeza de quién no quiere equivocarse. Leía también lento, comprendiendo las palabras. Uno de sus libros favoritos era una edición sencilla de “Las mil y una noche”, cuyas historias le repitió a mi hijo y lo sucumbió a la fantasía de otros lugares, extraños y más felices. Pero eso da para otra historia.
Supongo que esas lecturas que acometía en las horas muertas del negocio, le formaron esa frase contundente suya, la que esgrimía mordiendo los dientes y apretando el orgullo cuando alguno la rebajaba por su humilde condición. “Algún día saldremos adelante”, nos decía. Una fuerza inconcebible la animaba a realizar distintas tareas para lograr ese objetivo. Si lo piensas bien, es algo irreal, ilógico, no existe ese “adelante” que puedas tocar, porque siempre estará allí, es decir a pocos paso de ti si te esfuerzas, pero irremediablemente sin poder tocarlo.
Ya para cuando envió a los dos primeros hijos a los colegios superiores en Arequipa y Lima, el pueblo le estaba quedando chico. Ella estaba acostumbrada al trabajo y allí se aburría. Como en todo pueblo agrícola, la vida transcurre en gran parte de la mañana entre levantarse temprano para las labores del campo, almorzar al lado de alguna acequia refrescante y volver por la tarde a las casas o del pueblo grande, para aquellos que bajaban a trabajar entres sus pocos negocios y oficinas.
Entonces acomete una nueva empresa: tendría su tienda en Cotahuasi, el pueblo más grande. Aún con la desconfianza propia del machismo, encontró un local en plena plaza, perteneciente a los Pérez. Allí, a punta de viajes de ocho días hasta la capital del departamento, en tren de mulas de arrieros, conseguía abastecerse de productos, en competencia a los grandes almacenes del pueblo. Su potencia ahorradora hacía que pudiera rebajar unas pesetas los precios de los productos. Eso le ganaba enemistades entre los pudientes y cercanía con los que menos tenía. No era una Robin Hood, cobraba con exactitud milimétrica a los deudores cada mes, pero cualquiera sabía que la Señora Hilaria podía fiarles, aun dejando alguna pieza de valor que era devuelta con prontitud una vez cancelada la deuda.
El viajar cada tres meses en un viaje que duraba casi veinte días no era unas vacaciones. Creo que eso también le agrió en algo el genio a mi madre. Para el año en que nací: 1962, las cosas había mejorado, ya había camioncitos que llegaban al pueblo trayendo mercadería y nos habíamos pasado a una tienda de los Aranzamendi.
Sobre cómo mi padre logró conquistar a mi madre no sé mucho, por allí una vez le contó a mi esposo que la venía a visitar desde Tomepampa montado en su caballo y que subido en el animal se veía imponente. La relación ciertamente entre ellos tampoco duró, en especial porque mi papá sufría de un problema mental que se intensificó con los años y lo llevó a la bancarrota. Mi madre fue siempre cuidadosa en ese sentido y nunca puso nada a nombre de él, trato que al final significaron que el patrimonio que ella consiguió fuera solo de nosotros, sus hijos. Y es que mi padre tenía una mala costumbre de arrieros: un vástago en cada pueblo.
Ella lloraba algunas noches su mala suerte, pero al día siguiente nos levantaba para que fuéramos al colegio con la frente en alto, sin avergonzarnos de nada ni de nadie de nuestra familia. Yo en verdad no sentía rechazo de algún vecino, pero a medida que pasaban los años, descubría las miradas de conmiseración para con mi madre y para nosotros, como si tuviéramos algo malo por lo cual sentirnos pena.
Pero ella no se amilanaba, rumiaba su cólera en silencio y esperaba pacientemente la oportunidad de “salir adelante”. Esta llegó cuando un amigo cercano le dijo que los Morriberón querían irse a vivir definitivamente a Lima y venderían sus propiedades, en especial una casa de dos pisos, pequeña, que estaba en plena plaza, con una tienda en el primer piso. Sin pensarlo dos veces nos dejó encargados con la esposa de uno de sus hermanos y viajó a las carreras a Arequipa, llevando bizcochuelos, caña, alfajores, chancaca, manjar entre otras delicadezas. Las negociaciones fueron intensas, al final los papeles y una deuda de 50 mil soles, hicieron que se volviera en una propietaria.
La felicidad es un minúsculo lunar en una vida intensa de trabajo. Ella regresó alegre, feliz, con la frente orgullosa, con los brazos abiertos para mí y mi hermano, para almorzar juntos con una sola mesa y tres sillas en la nueva tienda. ¿Ella vislumbraría lo que vendría?, ¿Ese luchar incansable, esa vida trajinada por amplias derrotas y éxitos efímeros cuando ya la vida no le daba para seguir luchando más? ¿Lo sabría?… sí, creo que sabía que no era fácil, pero en ese momento, los tres en esa mesa, sabíamos que el “Saldremos adelante” se cumplía, era real, poderosamente cercano, lo suficiente para que nos sintamos orgullosos de ser familia, de ser su hijos, los hijos de la Señora Hilaria, la de la tienda de la Plaza, la que sacó adelante a una familia pese a todo y a todos, la que nunca se rindió, mi Madre Coraje.
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Nunca te encontramos, eso ya lo sabes, pululas entre la marea del recuerdo que evita lanzarme hacia el vacío creado por tu ausencia. En una combi, en un auto, en una calle, allí está tu olor a niña buena, ese aroma con que iniciabas todo en casa, con las manos en esa sartén de niña vieja, tratando de emular a la madre tuya, a la cual aún amo en medio de la separación desesperante porque no pude encontrarte y que sé camina en la ciudad buscándote por su lado, atada a su locura como el último refugio ante la soledad. Cada día es un hallarme a mí mismo sin ti, con la botella a un costado, diligentemente con una cuarta de trago dejado en la generosidad de mi borrachera diaria. El humo del cigarro me despierta lo suficiente para ir al encuentro de esa cruz de metal que colocamos en una de las paredes del cementerio de la ciudad, a costas de mis exiguos ahorros, para que tuviera un lugar donde refugiar mi impotencia, palear en algo la culpa. Las flores siempre frescas junto aquellas de plástico que la caridad conmueve a mi andar cansado pidiendo la limosna de una muerte rápida que nunca llega, porque en el fondo, aún en ese resquicio de lógica impenetrable, de esperanza infranqueable a mis intentos de ser arrollado por los autos, descansa esa minúscula partícula de fe, por encontrarte en alguna esquina, atrapada en el sueño de mi último recuerdo, con tu vestido de domingo, con tus alitas de ángel, con las flores en tus manos, la conjunción del nombre que te puse en mi alegría de padre primerizo, así te espero, con mi esperanza a cuestas y el infinito dolor de nunca haberme despedido.
Es fácil decirle a uno que lo supere, que la falta de esa persona con el tiempo sanará. Es fácil decirle a uno que es “hombre” y que debe sobreponerse y no andar llorando en las esquinas.
Pero ninguno entiende lo que significa levantarse cada día y preparar el desayuno a tus hijos, tratando de que se parezca siquiera a lo que ella preparaba. Es como ser un pulpo que no deja que la avena se queme, que debe licuar el mango con la leche y hervir los huevos para el almuerzo de ellos, preparar al mismo tiempo los sánguches con la lechuga fresca y los tomates, apurarlos para que terminen y arreglen la mochila y si tienes tiempo ponerle agua a la cafetera para poder tomarte un café a la volada, antes de salir disparado a llevar a los chicos al cole, no solo a ellos sino a los otros que conseguiste para reforzar el presupuesto.
Pero es fácil decirte que debes aprender, que te esgriman cómo lo han hecho las mujeres desde tiempos cavernarios, que con menos recursos y todos los días, que dejes de lamentarte y blablabla. Es común que nadie te escuche sobre tus problemas más allá de las dos primeras frases antes de interrumpirte con otras sacadas de un mal libro de Coelho, como si diciéndote que el sol que sale todos los días te ayudará por las noches a calmar las lágrimas de tu hijo.
Lo peor es que hay algunos que te miran como un violador en potencia, así, crudamente. Hasta alguno sugiere que te vayas de bares para “aliviarte”. Como si uno no se diera cuenta que te miran cómo cargas a tus hijos, tratando de descubrirte como un monstruo, anhelando que cometas el estúpido error de besarlos mucho o acariciarlos de manera que puedan satisfacer su morbosa capacidad de imaginarte haciéndoles daño. Porque uno termina dándose cuenta cuando alguna prima o tía metete se presta para el asunto y te dice que ella puede ir a la casa para dormir con ellos, como exponiéndose cual sacrificio. Te hacen sentir como un desquiciado, que lo único que tiene en mente es “eso”.
Pero al final tú mismo sabes lo que tienes en la cabeza y es mucho más importante que esa soledad en el cuerpo. Es más importante para ti ver que el presupuesto alcance, que no bajen de peso los chicos, que en el colegio no le rompan la cara a nadie, que en las tardes no vean esas cosas que descubriste que veían, que sus tareas estén terminadas y si te queda tiempo, ver si tienes camisas para el trabajo, verificar que has comido, tratar de seguir despierto mientras le coses al menor el nombre en el polo porque ya van dos perdidos por falta de identificación, y te preguntas mientras tratas de desatorar el desagüe del baño ¡Cómo carajos hacen las benditas madres del mundo para hacer la desventurada “S” con el hilo!
Y aún así nadie se atreve siquiera a preguntarte en qué andas, pero en serio, no por formula. Porque cuando se te acercan todo es acerca de los niños y está bien, es mejor, porque también aprovechas para que puedan salir a pasear con tías y sobrinos a los que ni por allí los veías en cumpleaños, deslizas por allí una necesidad concreta como llevarlos a tal hora al dentista porque estás trabajando y cosas así que antes por vergüenza no hacías pero que ahora significan más que tu cojudo orgullo que nunca te sirvió para maldita cosa y lo haces no una sino mil veces, porque aprendes a sacarle el jugo a la conmiseración de los demás, su falsa tristeza para tu estado, su escondida hipocresía al decir “lo siento” para tu frustración de no poder hacer nada contra lo inevitable que pasó.
Pero lo que no saben es que ya te levantaste hace rato, superaste la pérdida no porque seas “macho”, sino porque comprobaste que llorar vale madres, que sentir pena por ti no alimenta a los pequeños, los cuales valen mucho más que esas lágrimas de “pobrecito” que derramaste los primeros días. Lo importante aquí no es andar coqueteando a una mamá soltera en el supermercado, es que sonriendo puedes hacer que te cedan la cola para salir más rápido o que te presten la tarjeta para sacar algo en oferta. ¿Sientes vergüenza? No, porque llevar a la niña a sus clases de karate y evitar que en la tarde esté enojada vale más que perder el tiempo con angustiadas que quieren curarte el corazón dolido, aún sabiendo que nadie le cura a nadie nada.
Pero a veces quisiera que estuviera ella aquí para decirme cómo hacía la salsa para los tallarines, qué medida de ajo le echaba a los caldos, dónde escondió el bicarbonato de sodio en la refrigeradora, qué prepararles a los chicos cuando les va mal en los deportes o en los estudios… Tantas preguntas que nunca harás, en especial esa principal: ¿Cómo mierda se cura el corazón?
Algunos me critican porque saqué la figurita de ella de la parte trasera del carro, esa que está de moda donde pones cuantos son en la familia: papá, mamá y los hijitos por tamaños y hasta las mascotas. Los que han notado la falta me dicen que anuncio a los cuatro vientos que ella no está y que estoy libre… pero qué quieren, cuando ella se fue con ese desgraciado perdió su lugar, el cual no puedo llenar, solo remendar con el amor que me nace de las entrañas y que me levanta cada día para dar lo mejor de mí, no porque sea un santo o sea un superhombre, es porque soy padre, algo que ella olvidó.
Mi madre tenía siempre una vela prendida encima de una mesita al lado mismo de la puerta de entrada de la casa. Era una de esas llamadas “misioneras” y que duran semanas con su tenue luz perseverante.
¿Cuántas veces nos burlamos de esa costumbre? ¿Cuántas veces nos avergonzó esa llama cuando nos visitaban amigos, enamorados/as, esposas/os, compañeros de estudio, de trabajo y largo etc.?, a los cuales se les daba la respuesta estándar: Cosas de la religión de mamá.
Con el tiempo y la monotonía de la vida nos olvidamos de la razón de esa luz mortecina.
Llegó, con los años, la hora temida por mis 8 hermanos y mía también. La menor de mis hermanas, ya treintañera, preguntó a mi madre en su lecho de muerte sobre qué haríamos con la vela. Quisimos reírnos algunos, pero de pronto recordamos la razón y callamos bajando la vista. Mi madre, con mucha energía respondió: —¡Esa vela no se apagará hasta que su padre vuelva, cruce esa puerta y se perdonen todos.
En el silencio que siguió, todos, algunos más claro otros no, recordamos que mi padre era capitán del Ejército y que en la época del terrorismo estuvo destacado en la zona de la Selva, en un pueblo cafetalero. Mientras muchos murieron o volvieron cuando terminó la guerra, él prefirió darse de baja de la vida militar y quedarse allá a formar una nueva familia.
Luego que mamá muriera la vela, por supuesto, se mantuvo prendida, hasta hoy. En la mañana cruzó por fin la puerta nuestro padre y estamos aquí, en la sala de la casa, están todos mis hermanos y hermanas, varios nietos y dos bisnietos, juntos para escuchar, entender, contar, compartir y, principalmente, para recordar a mi madre y su esperanza a prueba de distancias y tiempos…
Es la rutina de todos los días: levantarte, despertarla, besar sus ojos llenos de legañas por las lágrimas de toda la noche, preparar el desayuno, soportar con paciencia sus cambios de humor, sus encierros en el baño por más de media hora, el no resentirse cuando la vas a tocar y te saca las manos, el desayunar callados hasta que no aguantas y prendes la tele, el salir a trabajar sin ánimos y llamarla cada cierto tiempo para saber como está y recibir la misma respuesta dolorosa “¿Y cómo quieres que esté?”. Finalizas tu día en el trabajo y siempre sales algo temprano con alguna excusa pero para ella siempre sales muy tarde, o eso le haces creer. Esas dos horas de tiempo ganado te sirven para buscar a esa persona, ansiando encontrarla, anhelando ver su rostro, imaginado lo primero que harás al hallarla, porque sabes que siempre cargas la 38 cañón corto cargada, lista para saludar como se debe al que violó a tu esposa.
Fue directo a ella, sin miedo, cruzando todo el parque, con los metaleros a un costado, los skeaters al otro, los reguetoneros a una esquina, con los abuelos criticadores, las tías del rosario, la doña de los caramelos y el tipo que hace caricaturas, el pastor evangélico, los niños en su bicicletas, los que grababan en ese momento un videoclip de música andina y las chicas fresas. No miró a nadie, solo a ella, la bella niña de su vida.
—¿Y, cuál es tu respuesta?—, le dijo aún antes de pararse delante de ella.
—Mmmmmmm pues… creo… que sí.
Los dos se fundieron en un abrazo y un beso inmenso, mientras sonaban silbidos y aplausos a su alrededor. Por una vez, todos los especímenes de ese parque se sintieron unidos por una fuerza más grande que sus diferencias.
Las vísperas de este Año Nuevo para Alejandra son una repetición del anterior. Entre ir a la casa de sus padres, de su abuela y a la casa de los papás de Fredo, se le va el 31, único día en que puede ver a sus seres queridos. Son las once de la noche cuando, rumbo a la casa de su ex cuñada, se le viene a la memoria las circunstancias del accidente: Salieron con Fredo esa mañana del de final de año, y se la pasaron comprando bebidas, regalos y comida para ofrecer una fiesta en su casa, con amigos íntimos. No tenían hijos. Podían darse ese lujo. La camioneta que manejaba su entonces esposo iba a velocidad por la Variante, que lucía algo vacía. Iban riéndose sobre los sombreros graciosos que habían comprado, cuando de improviso salió esa señora con su hijito en brazos intentando ganarle a su vehículo. La camioneta dio varias vueltas de campana, producto de la rápida acción y golpe de volante de su esposo. Ella salió disparada por el parabrisas y, luego de caer y rodar un poco, se levantó presurosa para ir a buscar a su compañero. Lo halló inconsciente, colgando de cabeza, atado al cinturón de seguridad. Trató en vano de despertarlo o de desabrochar el mecanismo que lo ataba. Él recobró la consciencia, la vio un instante y se perdió nuevamente en la inconsciencia.
Ya han pasado ocho años del accidente y Fredo recuperó mucho de su andar gallardo, pese a que la pierna derecha se le fracturó en tres partes. Al final resultó que sí le gustaban los niños, porque ya tiene dos con su nueva esposa, una colega de trabajo con la cual vive en la misma casa que compraron con Alejandra. Ellos suelen ir a la fiesta de fin de año que organiza la hermana de su exesposo y es la oportunidad que tiene de verlo feliz, sin remordimientos por haberlo dejado el día del accidente y haber partido hacia el más allá sin siquiera despedirse.
Te acuerdas de aquella cocina a kerosén que compró mi madre y que se trajo de la ceja de selva y que terminamos destrozando porque ni la limpiábamos y cocinábamos hasta reventar ese arroz partido que costaba menos y que comíamos y acompañábamos con esos estofados de carne que te quedaban deliciosos y hasta ahora no sé como los hacías pero que rico quedaban por la tarde cuando me lo guardabas con un plato de hojalata floreada tapado con otro verde y todo con los manteles hechos de los restos de los sacos de harina que vendías en la tienda esa a la que me obligaste a incorporarme como trabajador emérito sin goce de dulces cuando tuviste que venirte de tu tierra espantada por los terrucos que entraron en esa madrugada maldita en la que mataron a varios incluyendo a esa tía cuyo nombre olvido que, creyendo que los que tocaban eran borrachos, les tiró los orines de la bacinica encima a los compañeros y estos la quemaron a ella y a la pequeña sordomuda que la acompañaba y lo sabemos porque sus cuerpos quemados fueron relatados por uno y otro que llegaba de tarde en tarde a conversar contigo a esa tienda que tuvimos que pertrechar con el tiempo con rejas y más rejas porque los choros no te dejaban en paz y se llevaban de tanto en tanto la plata y alguna caja de leche, esa misma de marca gloriosa que tantas veces me sacaste en cara que compraste para mí y que de esa manera tratabas de atarme a tu lado intentando siempre que me olvidara de mi mismo para dedicarme en cuerpo y alma a traer los domingo el agua bendita para la semana y los sábados el mercado al cual iba con apenas 20 monedas blancas para comprar un kilo de papas, tomates, zanahorias, verduras de yapa y carne, frutas de vez en cuando y pescado las menos, no porque nos faltaran ganas de comer sino porque tratábamos de no parecer repetitivos en las comidas diarias de estofado, tallarían, ají de calabaza, pastel de tallarín y huevo frito de festejo cuando los domingos nos quedaban anchos en la pereza de no hacer nada y que te consumía en cólera por no verme enterrado en lodo en la huerta que tratabas de sacar adelante en esa tierra de piedras malditas que no permitían que creciera más que el sudor mío y el tuyo, arrancando de tanto en tanto verdes lechugas, cebollas coloradas y alfalfa para esos cuyes que criábamos con al esperanza de comerlos de tanto en tanto pero que más se sacrificaban cuando llegaban alguno de tus dos hijos varones, uno de los cuales se te murió y tu mirada cambió porque lo recuerdo como si fuera ayer cuando regresaste de la gran capital con el traje negro y la poca alegría en el alma muerta que no recuperaste hasta que nació mi hijo solo para que pudieras verlo y jugar con él diciendo que era tu lombito y acariciarlo como me acariciaste ese día que tengo que recordar hasta que me pudran los gusanos que te peleaste por mi contra la muerte puño a puño, segundo a segundo en que me llevaste a tratar de que respire y ocultaste para siempre ese cuaderno donde se supone escribí mis últimas palabras las cuales tú si me diste en esa noche tan rara en el hospital al que te llevamos para que trataras de vivir de prestado un momento más con nosotros y en el cual te dije que te amaba y lo dije con sinceridad y me asentiste con la cabeza como diciendo que lo sabías pero que no ibas a pedirme perdón porque hasta el último no sabías el daño que me hiciste y a Dios gracias tampoco te acordabas del que yo te devolví porque éramos siempre así dos olas que chocaban con la brutalidad de las palabras arrancando del pecho los más terribles insultos para luego en la paz de los necesitados buscarnos a la hora de la comida para pactar una tregua en ese alimento bendito que salía de tus manos y de esa cocina a kerosén.
Entrevistador: Usted señora María es la casera donde vivía Leandro Mendoza ¿Si?, el día 2 de diciembre usted fue la primera persona en conversar con él, ¿Qué le dijo?
Casera: Ay bueno que le digo, el joven Leandro era tranquilo y nunca tuve problemas con él, a veces nomás se atrasaba en el pago, pero eso era por…
Entrevistador: Señora remítase a la pregunta por favor.
Casera: Ya, ya, ¡Qué genio!, bueno ese día el joven Leandro estaba tranquilo como siempre, se bañó para salir y me recordó para ir al otro día a la presentación de su libro, me dijo que ya todo estaba listo y se sentía con esperanzas de venderlos todos, y con lo tanto que le costó ese libro, ¡Hasta me pidió que le esperara el mes de nuevo!. En la noche ya no lo vi porque me acosté temprano, y luego pasó eso, ¡Y yo que le di una estampita del Señor de los Milagros, imagínese!
II
Entrevistador: Señor Carrasco, usted ese día ultimó detalles con Leandro con respecto de su libro.
Sr. Carrasco: Sí, Leandro llegó temprano y de buen talante. Corregimos parte del texto de su presentación, conversamos luego sobre la distribución de parte de sus libros a bibliotecas, colegios y los de cortesía. Yo le reservaba una sorpresa a Leandro y era que la Empresa Antackus había decidido a última hora asumir el pago del Aula Magna donde se celebraría la presentación, lo que significaba un gran ahorro para los dos y más por él que podría pagar algunas deudas. Después conversamos sobre sus próximos libros, pero al transcurrir la conversación vi acrecentar su confianza. Leandro, como sabe, tenía múltiples responsabilidades en otros medios, aparte por supuesto de sus estudios. Al irse lo noté un poco eufórico y a mí eso me llenó de satisfacción. Lo demás creo que ya es sabido.
III
Entrevistador: Usted Ing. Pérez se encontró con Leandro después de mucho tiempo el día martes 2, un día antes de los sucesos penosos ¿Qué fue lo que conversaron?
Ing. Pérez: Diré para empezar que antes de volver a verlo tenía una pésima opinión de Leandro. Él abandonó la carrera en cuarto año, relativamente lo digo, porque en cursos no pasaba de segundo año. Luego de su deserción todos comentábamos sobre sus razones. Cuando nos encontramos con ironía le pregunté si seguía estudiando. Para mi sorpresa me contó que abandonó Ingeniería de Minas para seguir Comunicaciones en la Universidad Católica y que ahora mismo estaba terminando de estudiar un posgrado. En si no le estaba creyendo, pero me hablaba con tecnicismos que yo no entendía. Me dijo que se alegraba mucho de verme y me dio una invitación para la presentación de su libro. En ese momento me sentía terriblemente avergonzado y más cuando me dio la mano y me abrazó efusivamente rogándome que fuera a su presentación, que sería un honor para él. Por supuesto que fui, pero no esperé que pasara eso realmente…
IV
Entrevistador: Srta. Fabiola usted fue compañera de posgrado del desaparecido joven escritor. El encontrarse con Leandro ¿Cómo lo notó?
Srta. Fabiola: Me lo encontré en el Parque España, lo noté motivadísimo, me saludó como nunca y me atajó para conversar. Empezó a preguntarme por cosas mías que yo ignoraba que sabía. Estaba muy hablador y demasiado eufórico, ¡Pensé por un momento que estaba algo, mareado, imagínese!, pero luego me di cuenta que estaba alegre. Me habló de su familia que estaba lejos, de lo mucho que los esperaba para su presentación, en especial a sus hermanos y hermanas menores. Tanto fue su alegría que terminó por contagiarme y así al despedirnos me pasé toda la tarde escribiéndole a mi padre. Leandro me regaló ese día algo muy bello y nunca lo olvidaré.
V
Entrevistador: Nora, usted fue ex enamorada de Leandro y el día 2 de diciembre se encontró con él por la tarde ¿Qué sintió?
Nora: Que te puedo decir, Leandro estaba alegrísimo de verme, me abrazó y besó, me invitó a un café y conversamos de todo, de como estaba, de su libro que por fin salía, y que por cierto yo ayude a escribir por eso me lo dedicó, claro, no en el libro mismo, pero seguro que lo iría a decir en la presentación ¿No?. Leandro se interesó por mis cosas y del porqué yo estaba inubicable, pero le expliqué mi cambio de domicilio y me dio una invitación especial para su presentación. Leandro estaba como nunca, seguro de sí, confiadísimo, me dijo que escribió para el periódico donde trabajaba un artículo sobre el «amor etéreo en lo urbano» o algo así, ¡y que lo hizo pensando en mí!. Tan emocionada estaba con Leandro, que me propuse reconquistarlo después de su presentación, pero lo que no imaginé era que… lo que no pensé fue que… ¡Perdóname no puedo seguir!…
VI
Entrevistador: Señora Alondra usted como última persona que lo vio el día 2 de diciembre ¿Cuál fue su impresión de Leandro?
Señora Brinda: Te diré primero que yo soy su madrina y que Leandrito me encontró justo para despedirse, apenas me vio se me abalanzó llenándome de besos y llenándome de preguntas, diciéndome lo muy muy feliz que estaba. Cuando se calmó me invitó a su presentación, pero como él sabía lo ocupada que estoy me dijo que si no podía ir, el sábado me dedicaría su programa, porque Leandrito tenía su programa y yo lo escuchaba aunque él no lo supiera. Yo siempre lo apoyé con eso de escribir, era su vida y me dio una pena lo que le pasó, casi me muero cuando lo supe por los periódicos, pero no me extraña, él siempre fue especial.
Epílogo
Con estas entrevistas se ha querido reconstruir el día anterior a los sucesos ya conocidos y tratar de explicar cómo estaba el escritor Leandro Mendoza anímicamente. Se englobará lo sucedido. Se sabe que Leandro no se encontró con nadie antes de su presentación y que llegó un poco tarde para leer su discurso. Se presentó con un terno plomizo y su estado de ánimo era variable, acrecentándose su euforia tanto así que moviéndose de un grupo de conocidos a otro los inundaba con su alegría. Muchos opinaron que desde esos instantes se le notó blanco y brillante. Según su editor, el señor Carrasco, Leandro cambió su discurso por una improvisación, hablo del génesis de su libro haciendo mención de todos los que influyeron en él para escribirlo. Los asistentes notaron que mientras hablaba la cara del escritor empezaba a tornarse cada vez mas pálida y blanca mientras más emocionado estaba, sus manos se movían grandilocuentemente formando figuras en el aire, su voz tenía un rumor a viento, a sueño que tranquilizaba el corazón. Palabras después, con impresión, los presentes vieron como poco a poco Leandro se volvía transparente, en el ambiente empezaron a aparecer brillos de luz que inundaban el recinto, hasta que Leandro al decir el nombre de su libro: «Divina Felicidad», desapareció en un poderoso destello final, quedando en su lugar solo sus ropas para nunca más volverlo a ver.
Se quedó mirando las papas. Hasta que la vendedora la sacó de sus pensamientos.
—¿Va a llevar algo casera? O está contando los ojos de las papas.
La broma le hizo retomar la vida. Compró dos kilos, un pimiento grande, hierbas para el caldo y una bolsita de trigo reventado.
Pero no tardó en volverse a perder en sus pensamientos. Algo se le había pasado. Algo había olvidado.
Trató de recordar todo lo que hizo esa mañana: se levantó para preparar el desayuno para sus hijos. El menor se fue corriendo al colegio casi atragantándose con el pan con mantequilla, el del medio a la universidad y el primero: Tobías, seguía en la cama. De seguro en la noche había tenido fiesta, como casi todos los días en los últimos años.
No lo culpaba, era difícil no entender que cayera en desgracia si de la universidad lo botaron luego que su Papá se fuera y no lograran pagar las pensiones, la novia lo dejó, no consiguió trabajo y estaba de cachuelo en cachuelo.
Mentira. Ella sabía que lo estaba disculpando para no enfrentar la cruda realidad de tener a un drogón en casa. Lo sabía y esa mañana recordaba clarito como al entrar a su cuarto vio los papelitos de periódico dispersos por todo lado, las colillas de cigarro con los palitos partidos de fósforo adentro, el olor nauseabundo, el encendedor de plástico barato claramente ya vacío de gas y las pepitas de mariguana por todo el piso.
Pero eso no le había despertado la alerta.
Hasta que en el puesto de abarrotes, al comprar los condimentos secos y el arroz recordó. La manguera del gas tenía una fuga desde hace dos días y no había conseguido el tiempo para llamar al Panito, el gasfitero del barrio para que se lo arregle, como medida bajaba la llave y tapaba con un trapo húmedo la fuga hasta poder llamar al técnico.
Eso era, suspiró aliviada. Pero, a la mitad de la exhalación recordó que esa mañana no había bajado la llave ni menos colocado el trapo, por las apuranzas de salir de casa. El terror empezaba a impulsarla a correr hacia su casa, ubicada a dos cuadras del mercadillo. Y es que Tobías tenía la costumbre pastrula de fumar un porro por la mañana, casi obligatoriamente.
En medio de su carrera empezó a rogar a todos los santitos para que no se le ocurriera a su vástago encender nada y menos en la cocina, cuando al voltear la esquina la explosión la hizo caer de espaldas. Estuvo ida y muda hasta que volvió su hijo del medio, alertado por los amigos del vecindario. Recién allí se rompió el dique de lágrimas que nunca pararían.
Mi abuelita Liliana tiene una buena costumbre: me carga apenas me ve y me llena de besos. No hay mejor cura para un llanto que un abrazo, un upa-upa y una canción de la abuelita.
Un día, mi Papi y Mami, tenían un compromiso, de esos que los grandes no pueden dejar de cumplir. Yo no entiendo porque, si con un no-no, basta, pero ellos son así, se complican mucho a veces. Y esta vez fue un ir y venir de un lado para el otro, pensando con quién dejarme. Abuelito Issac trabajaba de noche en esos días y mis tíos Aldo y Raquel también estaban ocupados.
Felizmente una llamada de abuelita Liliana les alegró la cara a mis papis, y es que ella llegaba a la ciudad ese fin de semana y podía quedarse conmigo a cuidarme, mientras ellos salían a cumplir con su misión en la sociedad, jijijiji.
A mí en las noches me gusta cumplir una costumbre desde hace muuuuuuucho, pero muuuuucho tiempo, hará cosa de un mes que la estoy practicando, y es ayudar a mis papás a moverse y así bajar de peso, por eso hago que uno me pasee por un rato y luego hago que el otro me pasee otro rato, hasta que a todos nos agarra el sueñito y nos acostamos. Claro que para indicarles que me tienen que cambiar de brazos lloro, aún no me da lo del lenguaje, pero en fin.
Yo creí que mi abuelita era una experta en bebés, porque tuvo tres, incluido mi papito. Pero, al parecer, se le olvidó todo, porque no atinaba a cargarme de la manera como lo hace mamá, pero aún así, mis papis se fueron y me dejaron a su cuidado. Pobrecita, trató de darme lechita, de cambiarme el pañal, de pasearme en mi carrito, de cantarme, de sacarme el chanchito, pero no daba con la secuencia correcta, además de faltarle dos brazos más de recambio.
En un momento se puso triste porque yo no dejaba de intentar decirle, con lloros explicativos, que no era eso lo que quería, así que dejé de gimotear, porque no era el caso de ser terco. Así que dejé que ella hiciera el intento una vez más y pensé que una noche sin ejercicios no le iba a hacer mal a nadie ¿No?.
Fue bonito dormirme en brazos de mi abuelita y sentir su corazón latir de cariño hacia mi.
Al otro día, alcancé a escuchar cuando llegaron mis papás, cómo mi abuelita les relataba la noche pasada:
-Mathias se ha portado como un ángel, se durmió plácidamente con mis arrullos-. Mis papás pusieron un poco en duda sus palabras, pero mi abuelita les aseguró que había pasado una noche tranquila y yo no molesté para nada.
Umhmmmmm, creo que a mi abuelita Liliana se le olvidó que me hice pufi dos veces en la noche y me tuvo que preparar otras dos el biberón, pero bueno, la verdad es que yo dormí bien también junto a ella y me alegra que ella pudiera descansar. No hay duda que el corazón de los que nos quieren no se cansa de nosotros.