
Se sentía extraño besar sus labios cerrados. No la abrazaba, mantenía sus manos a los costados y solo proyectaba hacia adelante su cara. Trataba de mover los labios de Rosa, pero ella no correspondía.
–Tú ya besaste antes ¿No?— le preguntó ella en un respiro.
–Sí—, le respondió.
—Me lo imaginaba— susurró con una marcada tristeza que años después recién comprendió Thomás.
De pronto se sintieron rodeados por varios muchachos. En sus caras agrestes se reconocía que eran del Túpac Amaru.
—¿Qué quieren?—, preguntó Thomás mientras Rosa se colocaba detrás de él.
—Nada sonso, solo ver como besabas a mi flaca—, escupió el más adelantado de los muchachos.
Examinándolo era un quiscudito de menos de trece con la bragueta abajo y la camisa blanca del colegio salida en un costado, tenía los dientes delanteros careados y una mirada de odio racial que nadie le sacaría del alma.
Thomás empezó a sudar frío. No tendría oportunidad contra ellos, ni siquiera tendría oportunidad en uno a uno, nunca le fue bien en las peleas antes. Ganar tiempo, eso era.
—Dices que Rosa es tu flaca, pero nunca te vi con ella—, le dijo mientras lentamente, sin dar la espalda al grupo, se dirigía a la esquina de la cuadra.
—¿Oe tú crees que soy huevón?, ella vive por mi casa y conozco a sus hermanos, son mis yuntas.
—No es cierto, no soy nada de él créeme Thomás—, le decía Rosa respirando fuerte y con calor a su espalda.
Thomás debería creerle, no hacer lo que hizo, debería saber que los labios de una chica de once años que no se abren para el primer beso, son la marca indeleble de no saber besar, que nunca estuvo con otro y que si aceptó estar con él fue por la presión de sus amigas.
Los dos se conocieron en “Le Petit Marché”. Esa esquina que años antes fue heladería de pitucos, pero que ahora quedaba de recuerdo una tienda de abarrotes y un letrero que nunca nadie supo que decía o que significaba. Desde hacía dos años que los colegiales del Muñoz Nájar, el Túpac Amaru y el Independencia, se reunían a esperar a las chicas del Arequipa y del Micaela Bastidas. Se juntaban en grupos y algunos se iban a los parques de la urbanización cercana a tomar pisco con gaseosa y jugar a la botella borracha.
Rosa estaba en primer año de secundaria y conoció a Thomás porque se lo presentaron en el grupito de sus amigas. No le tomó mucho interés al muchacho delgado y con una nariz graciosa, con rulos y pestañas grandes, hasta que Silvia, una amiga de ambos, le dijo que Thomás estaba interesado en ella y que se declararía el sábado. No llegó a tanto. El mismo viernes él la esperó y le pidió hablar un momento. Ella se separó a un costado de su grupo de amigas.
—¿Qué quieres?— le dijo al galancete.
—¿Porqué estás arisca?— le repreguntó Thomás.
—Es que me voy temprano ya sabes….
—Entonces te lo digo—, le dijo el muchacho acercando su boca a su oreja y diciéndole despacio, en medio del bullicio de voces y carros: —¿Quieres estar conmigo?.
La muchacha hizo honor a su nombre, coloreándose con intensidad sus mejillas, pero se recuperó lo suficiente para decirle, —Mañana te contesto— y salir disparada para que sus amigas la recibieran con alborozo y mil preguntas a boca-de-jarro mientras Thomás se dirigía lentamente, con soltura, donde sus amigos de mancha.
Al otro día él la vio con ropa de calle y sufrió una decepción al verla tan sencilla y niña, con su chompita rosada y su jean suelto con sus zapatillas de colegio blancas. Pero bueno, no estaba para hacerse el rico, ya estaba embarcado en la tarea de tener jermita, como muchos tenían.
—¿Y?, cual es la respuesta— le preguntó de arranque.
—Te respondo pero me voy rápido ¿Sí?— le dijo obviando el saludo también.
—Ya, ya—, le dijo para recibir un “Sí” quedito y ver a la chica salir corriendo de nuevo para repetir la misma escena de ayer con sus amigas e irse brincando y mirándolo de reojo.
Él se sintió un hombre a sus trece años. “Ya cayó la mocosa”, se dijo para sí mismo.
Pero, en esos momentos, frente a esos muchachos con ganas de estamparlo en la pista gratuitamente, no se sentía nadita mayor, más bien empezaban a temblarle las piernas imaginando la paliza que estaban por darle. Mientras, el instinto primigenio, le hacía hablar en el mismo tono, sin inflexiones, contestar sin insultos comprometedores al otro tipo y avanzar paso a paso hacia la esquina, desde donde se veía la avenida La Salle y, por alguna razón, sabía que los chicos esos no se atreverían a chancarlo allí, no vaya a aparecer una patrulla de la Policía.
—Mira no me jodas si quieres a la chibola te la regalo que a mí me sobran ¿Sí?, así que vete con tus choches a otra parte y no me molestes— les dijo Thomás ante la cercanía ya palpable de la esquina, a la que llegó y, sin temblor, dio la vuelta con Rosa agarrada a su mano, con la cual empezó una caminata rápida hacia Le Petit Marché.
—¿Es verdad lo que les dijiste Thomás?—, —¿Es verdad que tienes otras?
—¡Cállate!, ¿No ves que todo es tu culpa por ser regalona?—, le gritó.
¿Qué es ser regalona?, ¿Qué significa estar con uno y con otro, chapar con uno y otro jugando a la botella borracha, irse a la cama con uno y con otro cuando se van a la casa del Toro, enamorarse y entregarse a uno y otro en la academia, instituto, trabajo, que significa tener un hijo para uno y otro, no saber de cual es cual o simplemente hacerse la sueca para endosárselo al más pavo de todos, que significa, por último, ese dolor interminable de no entender qué pasó, en que se equivocó con Thomás, porqué la trata así, porqué se aleja de ella, porqué no lo verá nunca más, porqué tomará su carro a su casa en otro paradero y así evitará ser una regalona? Porqué…
Mientras camina hacia la esquina, Thomás piensa en convocar a los de su mancha, a los que aún están en tercer año, los que no participan tanto en los asuntos del grupo “La Maffia”, la cual lidera el Toro, muchacho de veintitrés años y líder natural. Él logró que la esquina entre las avenidas La Salle y Goyeneche fuera sólo del Muñoz Nájar y que los de la “I” se fueran a la esquina del Seguro Social. Lo consiguió a punta de masacres a la hora de la salida. Él también dirigía los atracos nocturnos después de embarcar a las chicas. Él tenía un fierro del 38 que cargaba Miluska, su flaca. De él se decía que había matado, violado, por eso lo seguían, porque era bravazo.
Thomás pensaba en todas esas cosas mientras llegaba a la esquina donde estaban sus amigos y les dijo: —Vamos.
—¿Qué pasa?—, le increparon, —Unos huevones del Túpac me quisieron gomear, así que vamos para sacarles la mierda. Se movieron varios para seguirlo justamente cuando los mencionados se acercaban a la esquina.
De frente Thomás se le paró al quiscudo.
—¡Así que machito con tu mancha no huevón! ahora pues arreglemos frente a frente si eres hombrecito.
El quiscudo puso una cara de rabia que se transformó poco a poco en de cuidado. Thomás entonces sintió como a sus espaldas se congregaba gente.
Uno de los del Túpac dijo: —¡Qué mierda quieren huevones nosotros no les hicimos nada!.
De pronto la voz del Toro se dirigió hacia uno del Muñoz: —Bájatelo a ese—, inmediatamente un puñetazo a la nariz dejó sin habla al del Túpac.
—Entonces no hay paltas—, dijo Thomás que se sintió el más de las capaces en ese momento.
—No hay nada, todo bien—, contestó a media voz el quiscudo.
—Entonces pide disculpas huevón—, le dijo con ganas de buscarle la sinrazón.
Un instante de silencio necesario para medir las fuerzas, eran 7 contra toda una mancha de forajas que empezaban a agarrar palos de por allí.
—No, no hay nada y quédate con la chibola si quie…—, no alcanzó a terminar.
—Es mi flaca desgraciado y ¡Respeta carajo!—, le gritó Thomás, mientras le daba un puñetazo en la cara.
El quiscudo, escupió de costado la sangre de su boca y apretó los puños, pero los relajó al instante para alejarse de costado sin dar la espalda junto con sus amigos para nunca más asomar la nariz por allí.
El tumulto se disolvió… los amigos de Thomás le decía: —Bien jugado… así aprenderán a no meterse con nosotros… estuviste bravazo.
Mientras le decían esto él buscaba con la mirada a Rosa, pero no la vio más. —Qué importa, después de esto voy a tener más flacas de las que necesito—, se dijo para calmarse un dolorcito que se le empezó a formar en el pecho.
Más tarde, cuando las muchachas fueron embarcadas y los chicos se iban a sus casas, el Chato José, un lugarteniente del Toro lo llamó: —Oe él quiere hablar contigo de algo. —¿Conmigo?—, —Sí, a ti huevón, no te hagas el chueco—, le dijo.
—Bueno…
Él Toro lo esperaba junto con los más avezados de la mancha.
—¿Cómo te llamas?.
Thomás le respondió, reprimiendo las ganas de decirle que ya se conocían.
—Hoy estuviste bien, ¿Quieres hacer algo más fuerte?—, —Sí, puede ser, ¿Como qué?—, preguntó.
—Nada, ya lo manyarás en el camino, lo único que tienes que hacer por ahora es tener los ojos bien abiertos para que nadie, en especial los tombos, nos frieguen ¿Sí?.
—Si Toro—, contestó Thomás, imaginado las miles de aventuras que significaba que lo integraran al grupo de los reyes, de los machazos, de los bravazos de “Le Petit Marché”.
(Próxima crónica: «Palo con clavo y santo remedio»)
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